Zona de mutación

Teatro y terror

Quizá haya que ver la funcionalidad o paralelismo del mecanismo de percepción que propone una obra artística. El viejo ‘épater le bourgeois’, condimentado directamente con lineamientos estéticos de destrucción terminan acompañando un clima de época signado por el terrorismo en el campo político, devenido de un impiadoso paradigma económico, que correlaciona con estéticas aleves que hacen retomable la consigna de Adorno sobre que después de Auschwitz es imposible la poesía. Lo que aparenta un tema del orden de lo ético no resulta sino una revuelta en la nada resultante de procesos bélicos, políticos, económicos y luego culturales, donde la vida no vale nada. La impiedad de las estéticas no tarda en concomitar con los procedimientos terroristas, con un miedo improcesable que no incluye el componente teleológico que haga pensable objetivos superiores. Balearse, tajearse ante el público, taparse de heces, y toda una variedad de lo inmundo, llaman a pensar sobre el arte como una música incidental inductiva de lo instintual que no encuentra ni por sublimidad ni por reflexión, el carácter de contraste necesario a la degradación del proceso de lo humano en general. Hay una especie de matemática nihilista donde el arte es la resaca de un capitalismo que recocina los mismos ingredientes que podrían hacer pensable algún reaseguro optimizante de lo que de por sí es una fatalidad. La incapacidad del arte para generar mundos otros, prefiere habérselas mejor con un ‘in-mundo’. La explosión hasta suicida del rebelde romántico, implosiona en la depresión negra y desvitalizante , contractiva adonde la pulsión cae como a un agujero negro.

El arte contemporáneo se vive a sí mismo, hasta con cierta conformidad, entregado a una ineluctable entropía. La develación de tales procesos, en su mayor literalidad, pasa por reclamarse como el alarde más significativo que pueda realizar el arte por ahora. Cuanto peor caído a lo putrefacto, mejor. El escándalo es del rango de lo orgánico deletéreo. Como decir que sólo una mutación biológica haría pensable en algo realmente distinto, otra vez disfrutable.

El arte que implementa el horror no metaboliza el miedo desatado por la crueldad excluyente de la economía, muy por el contrario, asume el formato bacteriano, bestial de lo primario, invitando al asco, al vómito, donde se anulan los criterios capaces de clasificar lo importante de aquello que no lo es, banalizando la mirada cultural a un ‘da lo mismo cualquier cosa’. ‘Delire de toucher’ la mierda, compartido por el público o no, da igual. El poder de fuego de ese ‘escándalo’ no logra más, aunque pretenda lo contrario, que ‘la perversión termine finalmente por instaurar la ley’ (Castro Florez).

La mierda es la mierda y el mérito pasa por no escatimar cuerpo a tanta porquería. La entereza a la basura es el rasgo determinante de los espectadores-consumidores. Aunque estos, prosumidores, agentes decisivos de la tontería industrial, se entregan y sumen en ese síndrome de Eróstrato de la cultura, donde son capaces de convalidar que todo muera, con tal de sentirse importantes desde su lastimosa posición indolente.

Pero otro mundo es posible.


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