La comunicación en escena
A menudo los actores se quejan, manifiestan discordias ante sus pares de la escena por lo que interpretan como indiferencia o indisponibilidad a establecer las condiciones a una comunicación entre sí. Difícilmente pueda alegarse la existencia de alguna escuela de actuación que declare la prescindibilidad de una conexión o relación necesaria para desatar un trabajo creativo.
Frente a estos hechos por demás comunes, puede no obstante deslindarse un problemática que se origina en el predominio de tendencias no lineales, que de por sí estarían barriendo con los códigos de comunicación que responden prolijamente respecto a que a tal emisor, tal receptor. Estaríamos más bien en la frontera donde tal comunicación, al menos con dicho formulismo, no existe. Esto empieza a implantar en el espacio de la discusión una cuestión de correspondencia, sobre si a tal teatro, tal tipo de actuación. A tal tipo de obra, tal tipo de actor. En este suponer, bien vale plantearse si aquel ‘comediante’ (como lo quería y llamaba Louis Jouvet), capaz de interpretar técnicamente todas las diferencias estilísticas y formales, no quedaría desbordado ante la profusión aluvional que la sola premisa habilita a pensar. No se trata de omnipotencias, sino de trazar objetivamente la capacidad humana para abarcar un plano de diferencias que puede ser abrumador.
Los actores que se conectan sensiblemente puede ser una hipótesis que alude a una expresión de deseos o bien a una certeza difícil de corroborar, sobre todo si se la observa negativamente, o sea, por la dificultad para certificar tal vínculo. Es que en este terreno, la variedad de emplazamientos, o la justificación que incorpora a la discusión el origen y la tendencia formativa de cada actor, puede, de alguna manera, hacerles tener razón a todos. Pues en esto también corre lo de «cada cual con su librito».
Los principios de eficacia escénica pueden dar cuenta, en términos de rendimiento, que sin preguntarnos por lo que cada intérprete siente, la escena puede aparecer perfectamente solventada, con lo que el dios sentimiento o la diosa emoción, no constituirían hipótesis necesarias para tal resultado. Pueden, en este sentido, dos actores avanzar positivamente sobre un objetivo escénico sin que medie el imperativo de comunicarse sensorial o emotivamente entre sí. ¿Pueden las empatías particulares entre actores, las químicas como suele decirse, ampliarse a la platea como derrame de un primer paso que marca una intensidad y plenitud entre los propios actores? Sin embargo se computan incontables buenos resultados que devienen de actores que no se llevan bien entre sí, no se comunican según estos términos, y sin embargo logran efectivos resultados en la platea.
Hay que computar en esta discusión, lo que subjetiva cada uno respecto al trabajo de otro, donde lo que se acusa recibir, puede ser desmentido por lo que en realidad emite el compañero en la acción. Si lo que se potencia por comunicación, por qué otra vía, manteniendo la vara del rendimiento, puede ser medido, sobre todo si a la luz del propio emisor, su propio yo aparece legitimado en su propósitos y voluntades.
A partir de esto, juegan otros desafíos, que no pocos evalúan como apliques prostéticos respecto a que el actor puede alcanzar subjetivamente estados cualitativos superiores, donde la yoicidad estaría contrapuesta a una nueva condición que la desborda. Ya no sólo el abordaje de un ‘nosotros’ escénico, aún más, hasta social, donde la sagrada mayestática del artista de la escena hablaría transmutado por el ejercicio propio de su arte, tocado por la vara de quienes, por el sólo hecho de ocupar los espacios sobredimensionados que todo escenario supone, ya ameritaría como símbolo el de una identidad que lejos está de lo personal. Con lo que el sentir particular, hasta singular del actor en tanto Yo, no cuenta seriamente en estas consideraciones y si la transformación imperativa e inefable, que cada actor es capaz de promover en y desde sí, brindarlo como un don, sin que deba mediar la evaluación de lo esperable, con que el par puede estar sentando su reclamo. A la escena advienen situaciones y circunstancias, que por lo menos, requieren de agentes abiertos, aún a lo indecodificable.
Más pareciera que el actor, es un soporte (o no) de las encarnaciones particulares que él está en condiciones de absorver como cifra general, para asumir la representación de todos, con lo que más importará que la eficiencia del actor resida en si está en capacidad de dar cuerpo a este proceso, o de quitárselo.