Zona de mutación

Teatro y guerra

La escenificación de los conflictos en los teatros, que permiten observar como un paisaje los males y errores humanos, ya para entenderlos o concientizarlos, a través de los brutales actos de la guerra, del terrorismo y el horror, se invierte en la espectacularización que los medios realizan de los avatares de la destrucción, dejando apenas a la especificidad teatral la posibilidad de una dramaturgia reactiva, reflexiva y resistente, pero que sólo puede recrear, desmentir o recrear en segunda instancia lo ocurrido.

La necesariedad reemplazada por la voluntariedad, como parece ser la fórmula instaurada de seguimiento al teatro, lo activa como herramienta de análisis y crítica, pero lo segundea en su capacidad de intervenir como factor constituyente de tal realidad.

Esa voluntariedad obliga al espectador, al usuario, al consumidor del teatro, a esgrimir razones de índole cultural para elegirlo, y explicar su seguimiento.

Los megaeventos bélicos de los bombardeos sobre población civil, los del terrorismo volando un avión con centenares de civiles, causando una dantesca lluvia de cadáveres sobre los mismos campos que contienen las desavenencias de una guerra fratricida, tendrán reverberancia postergada en alguna sala teatral, en alguna estética, en alguna idea, a posteriori. Su sola mención mediatizada por el tiempo, no sólo hará soportable lo insoportable, sino ético y visible, lo que el hombre hace impostergablemente sin justificación que lo redima. El arte viviente puede disculpar de la no-vida, de lo aleve de esos temas obtenidos de la realidad más cruda, que sin embargo en la escena se exculpan hasta como hechos que muy bien pudieron no ocurrir jamás. Todo pasa a ser una cuestión de fe o simple credulidad de aquel que mira. La miseria de las tablas. La matanza se relativiza en la poética donde las cifras emocionales no se acercarán ni por asomo al síndrome diluyente de aquello que es humano y desde donde aún se puede lamentar el ataque a lo que supuestamente nos une e identifica, aún en la más profunda diferencia.

El teatro se contradice cuando esgrime como factor identitario y componente de lo que le es esencial e intransferible como arte, el de acusar una corrosiva presencia ante los espectros simulacrales devenidos de las tecnologías, o de las obras de las otras artes que se exhiben como huella pretérita dejada en la piedra por la mano creativa del artista. La mostración ilevantable no se cumple. El teatro como culturalismo, corre el riesgo de asimilarse a los cul de sac espirituales, a las nostalgias cultuales de aquellas religiones impotentes en absorver las infecciones letales de los humanos enconados.

El teatro diera la impresión de perseguir su propia cola en su sueño por aparecer significativo. Los acontecimientos se lo tragan, o lo condenan a ser cuando mucho, la oferta acomodada de una especie de ucronía, o de efecto contrafáctico donde aquello que efectivamente nos clausura como humanos, se diluye en la lejía donde barajar la baza de los hechos más crudos, solo puede hacerse desde su sustancia biodegradada, donde cualquier acto ante de representarse a sí mismo, ya es el mito de una realidad desnaturalizada en el retardo, expurgada de sus zaherimientos deletéreos, sin la verdadera incidencia sobre los dimensionamientos a que nos obliga esta corrosiva realidad que nos va cocinando a fuego lento.

El teatro siempre estuvo lejos de la fragua de los hechos, pero el vértigo de hoy, lo convierte en una curiosa anacronía en el que el dislate de los destiempos, puede evitarle ser decisivo, justo en el momento en que se deciden los destinos.


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