Zona de mutación

Antropología del obtuso

Cómo hacer para que aquellos que al sentarse en una butaca no se transformen en objeto de indignación del artista, desagregándolo de su intento de cambiar al incambiable, o del de sulfurarse por las asociaciones de vanagloria que pueden ir abrochadas a la mera expectación de una obra, a la cual se le pide no se sabe qué eficiencias que deben rendir a cuenta del statu quo perceptivo que el espectador acarrea con orgullo hasta la sala, y por el que exige ser reconocido, respetado y cosas de ese tipo. Muchas veces, funcionales a un sistema económico imperante, que aún cuando no sea solución para todos, despierta en el apto para el consumo cultural, un nivel de exigencia que no puede menos que subalternizar o esclavizar al artista, que cae factualmente, en los avatares condicionales de un trabajador cualquiera. El nivel de transgresión del actor empieza a negociarse con la capacidad para perforar el muro de la situación económica. Los otros mundos posibles, quedan acotados a la capacidad de convencimiento que la mano libre del creador es capaz de insuflar a sus signos.

Cuánta gente que reniega de cómo le va la vida, despotrica con gesto prostituyente hacia el artista al que no siente devolver ni material ni simbólicamente, en proporción al pago de su ticket. Dicho pago, a más de servir para comprar lo consabido, lleva la carga simbólica de adquirir un servicio ligado a una cierta forma imprecisable de placer, que se estandariza bajo las leyes del consumo de cualquier objeto, ya no sólo cultural sino extracultural.

En dónde vendría a residir el poder de escucha de un impedido de escuchar. De qué se habla con quienes ostentan sus lugares comunes o sus pautas de vida, de una manera no sólo acrisolada sino militante.

Si el nivel de recepción permite que una obra sea lo que de alguna manera se decide que sea, porque la libertad de la propuesta artística permite esa amplitud, lo más seguro es que ese espectador, salga consagrado en sus desvariadas obtusidades. Si por el contrario, la obra acredita de manera taxativa, por decir así, un pensamiento único, con cerrarle los caminos a toda elucubración, no se hace sino el favor más abyecto al cerrado: el de consagrar su comodidad para decir ‘no’, o rechazar, aún sin argumentos mediante.

Como contrapartida, la obra autosuficiente de sus valores incorrectos, que hasta suele rendir por eso mismo por el triste favor de medios conservadores, goza no obstante del triste reaseguro orquestado por las voces oficiales, las que, antes de confrontar con ellas, van a su caza a como dé lugar.

Dónde se establecen los discernimientos ciertos de lo que se reivindica alternativo, que en no pocos casos, sin embargo, viene acompañado de un tufillo de paternalismo cultural y bendecido por las páginas presuntamente críticas de los medios conservadores, que cultivan la habilidad de no conceder la propiedad de que el arte hable desde un plano transformador asociable a la necesidad primordial de que el modelo capitalista instaurado cambie. Hay un plano de bulla que el artista decide valorar, venga de donde viniere, porque supone que dicho ruido, forma parte indispensable de su indefectible legitimidad. En algunos casos se puede considerar este aspecto, como una institucionalización de la que el ‘alternativo’ no quiere hacerse cargo. Es decir finge no dimensionar el tamaño de tal manipuleo, pero demuestra estar a gusto en su omisión y silencio al respecto, con lo que el centimil le trae aparejado en especies.

Entonces, ¿cómo oponerse realmente a un orden de cosas?


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