Zona de mutación

Efecto Droste

Cómo hacer para que las personas ingresen a territorios cambiantes sin percibirlo. Ese efecto cinta de Moebius por el cual se pasa de la realidad a la fantasía sin superficie de separación que lo indique. En el marco de un teatro de ‘estados’ lo decisivo es el elemento que garantiza los tránsitos sin acusar la costura del traspaso a la otra dimensión. El efecto Moebius debería permitir, que en caso de decidir clavar bandera en un determinado punto, esta aparecería marcando ‘del otro lado’, el lugar sincrónico donde la historia general se hace particular, personal. Es inútil plantear de qué lado de la cinta se está, ya que las dos caras no son más que apariencia: se trata de una sola superficie, lo mismo que el ancho o la sensación de extensión es superflua pues no hablamos sino de un solo borde. La cinta de Moebius es un espacio virtual de trasposición a una experiencia que supera los opuestos, las dualidades. Un salto a una experiencia otra. El temperamento artístico es el ariete que permite esa apertura, esa disponibilidad a que, como en la obra Print Gallery de Escher, el personaje que entra a ver el cuadro ya es parte infinita de ese mismo cuadro. El poder que la recursividad de las imágenes tiene sobre la percepción es que inmediatamente repercute y connota la necesidad de la persona de encontrarse a través del verse reflejada. Este efecto Droste del espectador funciona a mansalva, sin distingos etarios ni sociales. Nada impide a una anciana espectadora reencontrar en la imagen de Ofelia la viva representación de sus sensaciones. El ajuste a ese vértigo replicante, también tiene que ver con que el espectador asocia sensualmente su proceso identificatorio con un pulso percutante que se relaciona con la necesidad de corporizarse en una imagen referencial que reconozca como propia. En este punto, el problema reside en los teatros que por distintas imperativos logo-instrumentalizantes de lo conceptual, digitan interrumpiendo la infinitud incesante de la sensibilidad humana. El encontrarse a sí mismo es una posta que habilita el viaje. La sensibilidad poética del espectador es un caballo desbocado, alimentado del placer vertiginoso de su viaje perceptivo. Esa plétora de sensaciones es intervenida por los definidores de ‘el arte es tal cosa’. Esa egoticidad malsana, de la que se nutren multitudes de trabajos contemporáneos, en la idea que canalizan un derecho expresivo, una libertad de expresión, llevando presuntamente a su molino, el agua que atasca su verdadero giro productivo, su verdadero movimiento, disipando en el autocentraje la reacción del otro que es lo que alimenta. El arte sometido a la demultiplicación yoicista, a la pérdida de cosmos, a la sustracción de peripecias y aventuras multi-sensibles. Los propios artistas, con designios admonitores y dictaminantes, pueden alterar el compromiso intenso de los públicos con las palabras o imágenes desplegadas de una obra. Interrumpir el arousal de los públicos es parte de un crímen de los artistas que intervienen con sus vanilocuencias las intensidades profundas e íntimas de quienes saben para su coleto, que hay formas de sentirse otros, diferentes a la imagen común y algo lavada que la cotidianidad genera de sí mismos. Hay un punto de modulación y orientación del ánimo despierto al intercambio con un signo artístico. La generación de campos propios e inalienables para tal relación, es parte de lo que las factorías culturales aún no han logrado dominar.


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