Cosmogonía teatral y Hombres Bisagra
Con las palabras intentamos representar el mundo y aprehenderlo, incluso cometemos la osadía prometeica de intentar entenderlo, entendernos.
Las artes también pueden representar el mundo. Por ejemplo, dos dibujos de dos árboles sujetados con unas pinzas en un tronco artificial compuesto por un armazón vertical de palos puede representar un árbol donde no hay árbol, pero si la imagen icónica de un árbol. Dos piernecitas enjauladas pueden representar polisémicamente el movimiento capturado, incluso la voluntad encarcelada, simbolizada por las piernas que nos llevan a donde queremos. Una campana enjaulada puede representar el sonido inaudible, la llamada sorda que nos entra por los ojos.
Estos objetos icónicos aparecen en HOMBRES BISAGRA, espectáculo de la Cía. Matarile Teatro, que se ha estrenado en el FITO (Festival Internacional de Teatro de Ourense) el 10 de octubre de 2014.
La dramaturga y directora Ana Vallés vuelve a reinventar el mundo encima del escenario explorando, hasta límites sorprendentes, la teatralidad como espacio de la mirada.
La reinvención del mundo, su alumbramiento a través de la musculatura de las vibraciones sonoras y lumínicas y de la musculatura de las vibraciones de los cuerpos y los objetos, de los cuerpos objetualizados, marionetizados, nos sitúan, una vez más, ante imágenes plásticas de una belleza y una fuerza emocional únicas.
El teatro de Ana Vallés y de Baltasar Patiño huye de la mímesis realista y del orden textocentrista, huye de esa concepción del teatro como espejo en el que el público se identifica con personajes e historias. No hay un espejo en el que alimentar nuestro ego narciso.
El teatro de Ana Vallés y de Baltasar Patiño no es un teatro que represente «la realidad» bajo la unidad de una historia centralizadora, sino un teatro que presenta la realidad matérica, dinámica, física, empática, polisémica del teatro.
Sí, un teatro que presenta la realidad del teatro: una experiencia artística compartida. Una vivencia que invade nuestros sentidos y nos mueve en la butaca y después, mucho después, sigue, permanece y vence lo efímero, a través de las imágenes y las acciones que continúan vibrando en nuestra memoria.
HOMBRES BISAGRA es un espectáculo que se abre con la performance vocal de Antonin Artaud saliendo de un altavoz que tiene un letrero en el que se puede leer: «Radio Artaud».
A partir de ahí las acciones escénicas confirman los anhelos del visionario Antonin Artaud (El teatro y su doble).
Sobre el escenario, ante el ciclorama del foro teñido de ese verde que estiliza el cromatismo de los prados gallegos, Baltasar Patiño a los teclados, a la izquierda, y Nacho Sanz a la percusión y a más teclados, a la derecha, entre objetos icónicos de factura artesanal que se mezclan con una instalación de tambores, cajas, bombos, platillos, «una batería vertical con parches negros hidráulicos» (Baltasar Patiño dixit), y otros instrumentos.
Una fila de contras superiores, desde el foro, disparan una luz celeste azulada. Nacho Sanz, en el proscenio, hace sonar un platillo dorado con los dientes, a mordiscos, el sonido se amplifica en su cavidad bucal y craneal y reverbera en la nuestra. La secuencia dura lo justo para tocarnos, antes de que se agote su efecto. La maestría en el dominio del «timing», de las duraciones, y la estructura rítmica visual y sonora de HOMBRES BISAGRA es otra marca de la casa.
La percusión y el sonido de los sintetizadores, el sonido de un molinillo de mano, el de un «sampler Akay MPC 2000» y otros teclados-reliquia que producen un sonido de ultratumba (¿el sonido de la muerte de Kantor?) generan, por veces, una BI-furcación entre ojo y oído en el cerebro, ya que vemos como los actores frotan, rozan, presionan, moldean sus cuerpos y, después, escuchamos el sonido del roce de la barba y la piel de Nacho Sanz. Vemos una campana enjaulada, y al final suena una campana-péndulo que oscila cual botafumeiro.
Otras veces la sinestesia es total y la disyunción de acciones lumínicas, cinestésicas, sonoras, parecen establecer correspondencias misteriosas de alta rentabilidad empática.
Los actores Miguel Torres y Carlos Hermida se presentan vestidos con camisa blanca y pantalones negros a galope, haciendo sonar unos enormes cencerros colgados de sus cinturas. Aparecen, previamente anunciados por ese sonido casi mitológico de los cencerros que nos remite a las sociedades agrícolas primigenias y a figuras alegóricas y antropológicas como As Pantallas del Entroido de Xinzo da Limia, Os Peliqueiros de Laza, Os Cigarróns de Verín.
Miguel Torres y Carlos Hermida aparecen y desaparecen por los palcos de la platea del Teatro Principal de Ourense, mientras su danza sonora se nos aproxima y aleja, nos invade y nos cerca. Irrumpen en el pasillo entre las butacas y suben al escenario. Los performers se mueven y suenan sin palabra ni personaje, más allá de lo histórico, movilizando energías que figurativizan una alegoría críptica y vibrante.
En HOMBRES BISAGRA hay una integración plástico-sonora fragmentaria de objetos al movimiento.
Un teatro-danza en el que, como me contaba la directora Nuria Inglada Cardona, se generan expectativas motrices e imaginísticas que nunca desembocan en lugares comunes ni previsibles del teatro-danza que conocemos.
Cierto. Ana Vallés maneja con extrema delicadeza los tiempos, las transiciones y el desarrollo de las secuencias coreográficas.
Cada movimiento, cada acción, consigue realizar lo que apunta sin transitar por los lugares esperables, sin recurrir al pastiche, ni a imágenes reconocibles.
Y lo que es aún más difícil, como señalaba mi amiga Nuria Inglada, sin frustrar las expectativas que genera cada acción y cada movimiento, es capaz, justo en el instante en el que parecen resolverse, de llevarnos a otro lugar, a otra acción y a otro movimiento inimaginables.
Sin frustrar la expectativa creada y sin cerrarla, la resuelve desde una autenticidad que va más allá de cualquier previsión.
HOMBRES BISAGRA confirma a Ana Vallés como una de las creadoras más originales del panorama teatral internacional.
Detrás de cada elemento compositivo se adivinan unos referentes de pintura, escultura, música, literatura, danza… y de la propia existencia, que rebasan adscripciones sublimándolas, desde una interiorización y una intención artística únicas. Desde un oficio y un rigor en el trabajo que se nota en esos acabados pulidos hasta el último detalle y que, sin embargo, esconden esa perfección formal tras la fluidez rítmica y la sensación absoluta de presente que alienta en sus espectáculos.
El tacto entre los cuerpos de Miguel Torres y Carlos Hermida, al amasar con las manos, moldear, apretar, deformar… muestra esa intención de re-inventar el mundo sobre el escenario en una (auto)manipulación lúdica.
Del mismo modo, los actuantes se quitan las camisas, después los pantalones, se quedan en calzoncillos. Van desapareciendo los vestidos y sus marcas semióticas en un viaje hacia el cuerpo en su propia singularidad física y universal.
El cuerpo suena. La aplicación de micrófonos en el tórax y en las axilas de uno de los actores, reclinado sobre Nacho Sanz, componiendo la efigie de una Piedad, sirve para una secuencia en la que la caja torácica se vuelve un tambor en el que las manos del músico percuten.
Los juegos de posesión y desposesión respecto al propio cuerpo, por parte de Miguel Torres y Carlos Hermida, dan lugar a un desdoblamiento mágico. La traslación del sujeto que observa y actúa al objeto que es usado por los compañeros como instrumento de percusión o como maniquí móvil, también revela esa capacidad performativa de construirnos y de-construirnos, de hacernos y deshacernos.
Las acciones de despersonificación de los cuerpos hacia el volumen material, animado por resortes misteriosos más allá de la razón, abre un universo cosmogónico nuevo sobre el escenario. Tal cual el caldo primigenio del que todo puede surgir.
La marionetización del actor observado por Baltasar Patiño y Nacho Sanz, que lo cogen y lo transportan a otra zona, donde sigue girando como la bailarina de una caja de música, produce momentos tan hipnóticos como los conseguidos a través de la performance sonora.
Y es que los cuerpos están tan presentes en su dimensión muscular y táctil como los sonidos que se producen por vibración, percusión, fricción amplificada de la piel y de otros dispositivos musicales.
El contraste cómico con la utilización de postizos, barba hipster, peluquín de vedette, mallot y sombrero de presentadora de cabaret, responden a números donde el simulacro, desde la caricatura y la parodia, vuelve a reafirmar la realidad del teatro como espacio emocional, ritual y festivo de la reinvención del mundo.
Los clímax de la apoteosis sonora contrastan, a su vez, con los momentos casi mitológicos en los que Nacho Sanz pulsa los radios de una rueda de bicicleta y los frota con el arco de un violín, mientras cae al suelo alguna bolita metálica, alguna pelota de pingpong, algún cascabel. Orfeo y la música de las esferas celestes. Aquella vieja teoría pitagórica según la cual en el universo gobiernan unas proporciones numéricas armoniosas que rigen el movimiento de los cuerpos celestes, el sol, la luna y los planetas, en correspondencia con las proporciones musicales y sus intervalos.
La rueda (de bicicleta con sus radios) es la lira de Orfeo capaz de mover tanto lo que está en el mundo como lo que está en el inframundo. La rueda, ese gran invento de la humanidad, después del teatro, claro está. Porque yo creo que el teatro mueve más que la rueda.
El cuerpo como espacio dinámico. El sonido como espacio dinámico.
Los cuerpos de Miguel Torres y Carlos Hermida anudándose y desanudándose desnudos. La detención del movimiento en imágenes plásticas de una belleza sobrecogedora y Baltasar Patiño aproximándose con una luz de obra en la mano para iluminar el cuadro, retirarse y que la luz permanezca. Una segunda composición y Baltasar Patiño aproximándose con la luz de obra en una mano y una gelatina de color rojo en la otra para iluminar el siguiente cuadro y, al retirarse, que permanezca por unos instantes esa incandescencia sobre los cuerpos. Una tercera composición de los cuerpos anudados y Baltasar Patiño enfocando con un bestial «Sky Tracker» lateral montado sobre una carra móvil, quemando de luz la escultura de Miguel Torres y Carlos Hermida.
Momentos y escenas de creación o cosmogonía teatral emocionantes que desafían los parámetros y hábitos de recepción tradicionales renovando las convenciones escénicas. Momentos y escenas de creación o cosmogonía teatral que desafían la naturaleza efímera de las artes escénicas para fijarse en la retina, en el oído, en el cerebro y en los músculos, porque el cuerpo también tiene memoria.
HOMBRES BISAGRA reinventa el teatro.
Afonso Becerra de Becerreá.