Lo simbólico salarial
Escribo rodeado de libros de teatro, algunos conocidos y casi memorizados, otros descubiertos de ediciones ignotas. Estoy en la casa bonaerense de una buena y samaritana amiga, Beatriz Norma Iacoviello, con la que compartimos hálitos teatrales, biografía y deseos de encontrar siempre ese teatro del que hablamos, que imaginamos y que tan pocas veces podemos presenciar. Ella está en Cuba en un festival de cine, yo acabo de llegar de Rosario de un festival de teatro, Experimenta, en el que hemos compartido en otras ediciones buenas discusiones, debates y encuentros.
Beatriz y yo no compartimos filosofía, quizás ni vayamos en la misma dirección ideológica y por tanto estéticamente divergimos con mucha frecuencia. No obstante existe una comunión, un lugar entre el cielo y la tierra en donde nos movemos con absoluta fraternidad, en donde hay una compenetración total y absoluta: colocar al teatro, las artes escénicas, incluso las visuales, en un lugar de privilegio, de convivencia, de estudio y de amor. O de pasión. O de obsesión como diría el cantor. Y en esa frecuencia las disquisiciones sobre los detalles se convierten en anécdotas, nunca en mandamientos.
Si uno asiste durante una semana a varias mesas de encuentro con directores de revistas especializadas, críticos de diversos medios de comunicación de papel o digitales, si participa en cinco desmontajes de otras tantas obras, hace un taller, escucha las motivaciones de varios responsables de festivales internacionales de teatro, se acumulan tantas sensaciones queentra en una contradicción en donde la relatividad se puedo empoderar del discurso, pero que si no se controla y se activa puede llevar a un lugar de renuncia. Debe quedar claro, en primera instancia, que se está en el teatro, o en sus alrededores por convicción, por destino, por vocación y no solamente por una casualidad, un pasaba por allí o una suerte de mal menor. No, debe ser el culmen, la cima, no el escalón para llegar a la tele o al cine. Se deben escribir textos dramáticos porque es una necesidad imperiosa no un entrenamiento para escribir novelas o guiones de cine o televisión.
Estoy intoxicado de teatro. Creo que puedo ser peligroso suelto en un metro, no sea que me rocen criaturas ingenuas. No deberían dejarme entrar en librerías generalistas porque puede que haga un acto impropio y hable de teatro. Cuando uno lleva cerca de tres semanas entre Buenos Aires, Montevideo, Córdoba y Rosario, viendo teatro de alta intensidad teatral, cuando está con dramaturgas consolidadas de gran entidad, actrices, actores, directores, gestores, críticos, redactoras, amantes del teatro por encima de todas las cosas, y escuchas más de cien veces una frase maldita: «cobramos una cantidad simbólica», entonces, además de reforzar mi amor, mi solidaridad, mi acercamiento y mi deseo de pertenencia a esa estirpe de personas teatreras, entran ganas de gritar, de romper con eso de que todo es relativo.
No es cierto, no es relativo que el director del Centro Dramático Nacional de España cobre más que el presiente del gobierno. Es un abuso, es una insolencia, un desastre, un robo. ¿Por qué debe ganar ochenta mil euros y no treinta y cinco mil? ¿Quién pone la cifra, por qué motivos, en relación a qué méritos? Es un signo que marca las diferencias, las distancias, la imposibilidad de acometer algo conjuntamente. ¿Con quién se debe comparar el sueldo del director del CDN? ¿Es una cifra estipulada, o la cobra el actual, Ernesto Caballero porque es de Madrid, simpático y compadrón? Otra pregunta lacerante, cuando dirige un espectáculo, ¿cobra aparte por director de escena?
En estos momentos de una profesión teatral en el Estado español con la cotas más bajas de ocupación, estás cantidades están fuera de norma, insultan a la razón y a la estabilidad. Los directores de las otras unidades de producción del INAEM cobran cifras son parecidas, con una escala muy poco comprensible, pero fuera de lo que cualquiera de los actuales directores ganaría fuera del amparo institucional. Son una casta funcionarial sumisa, sobrevalorada. Y su salario es simbólico de esa misma casta. Y desde ahí deberíamos empezar a pensar cómo se sostiene esta desequilibrada situación, cuando se dan migajas, miserias, al resto.
No quiero relativizar nada. Esto me parece escandaloso. Los profesionales del teatro no deben tener sueldos simbólicos, deben tener sueldos y salarios dignos. Puestos a elegir, no por su riqueza, nada más que por mi admiración artística, me quedo con mis grandes autores, excelentes directoras, inconmensurables actrices uruguayas o argentinas que hacen teatro de calidad. Esto tiene más valor; lo otro es un precio desmesurado, inflado, indecente, ni siquiera de mercado. Y podrían empezar los actuales directores de estas unidades de producción del INAEM a recordar «las buenas prácticas» nunca demostradas con las que fueron elegidos. ¡Qué pena!