Shifter
El ‘shifter’ por excelencia de la escena es el actor. Pero hay múltiples factores que van generando cambios, ya creando espacios y renovándolos, mutándolos a nivel de la luz, el color y la forma. A nivel de los dispositivos y los materiales, de los planos y las sensaciones. Sin contar el centelleo indiscernible que opera de marco desde la platea. Ya en el nivel estrictamente matérico de lo que se ve, ya en el de las meras apariencias. Desde lo que marcan las palabras en su miríada de posibilidades para transmutar el presente escénico y en cuanto accesorio embrague de un estado o situación que la deriva a algo diferente, o que aún sin serlo, adquiera otras intensidades, otras calidades. Llega un punto en que cada factor de cambio parece ser el agente propiciador de los otros que habitan la escena.
En la administración del cambio va la suerte de un ritmo, la capacidad de horadar los umbrales cognitivos o sensibles. En tal flexibilidad surge como contraparte, el desafío de lo fijo, la quietud, el silencio. Y aún así, qué silencio no connota por oposición, sonoridad, qué estatismo movilidad, con lo que en la maestría de no pocos artistas, surge la aptitud para crear por contraste de sus signos o materiales.
Pero muchas veces, la idea hegemónica de acción, desustancializa el significado que adquiere en el teatro el movimiento, el flujo, la trasmutación constante que los planos subjetivos u objetivos imponen tanto a la escena, como al propio ritual de encuentro que el asistir a la eventualidad teatral supone.
Será en el tiempo, será en el espacio, el devenir perenne que la voluntad artística instala, sólo admite como contraparte la entropía, la declinación de la energía. El camino fatal a la extinción. En ese tránsito, en esa declinación irreversible, no hay chances de creación. Ya los cuerpos y dispositivos no manejan la excedencia de energía como para sortear el punto cero a parir de lo cual un estado puede ser alterado, cambiado, reconducido.
Esta movilidad se aproxima a cierta forma de desestabilización de la estructura de base. Es lo que lleva a pensar si el actor habita la escena afirmando un proceso de sujeción o más bien resignándolo. Que la escena termine por ser una ‘estructura de acogida’ para el trabajo actoral, será a costa de una instancia paradojal.
Toda obra demanda un despliegue de fuerza y energía de emplazamiento. Y una energía de activación que sostiene los estados del mero transcurrir. Aún las desaceleraciones y desenlaces, deben cubrirse a base de despliegue y energía, pues las desarticulaciones de todo lo construido se hace de manera controlada, rebajando las velocidades inerciales que el sistema dramatúrgico arrastra, el cual debe ser desacelerado en base a contrafuerzas que no pocas veces, ponen los elementos estructurales al rojo vivo. La misma contrafuerza que provocan las inversiones de giro en la turbina del avión que toca tierra. O el rebaje de un auto al bajar un camino sinuoso.
La fricción exacerbada de los elementos produce temperatura, tensión, riesgo. El cómo se detienen los factores activados, constituyen un arte equipolente al de haberlos puesto a andar.