Críticas de espectáculos

El valle de los cautivos/Pedro Martín Cedillo

Prometeo encadenado en Cuelgamuros

 

Es en el valle de Cuelgamuros, a 58 Km de Madrid y 8,5 del casco urbano de El Escorial, donde se levanta, visible a 40 Km de distancia, esa gigantesca cruz de piedra de 150 m de altura que, a medida que el coche se dirige a la entrada del túnel de Guadarrama, nos recuerda indefectiblemente que las secuelas de la guerra civil siguen presentes en todo el país (constatación que, por si hiciera falta, recalcará el arco del triunfo de Moncloa cuando, en sentido inverso, regresemos a la capital). Al ir pasando el tiempo, los monumentos erigidos a la gloria de los vencedores se han ido integrando en el paisaje hasta formar parte connatural con él. Tremebundos y aparatosos como son, parecen haberse diluido en el entorno de lo acostumbrados que estamos a pasar junto a ellos sin dedicarles ni una sola mirada. Como si el olvido en el que hoy los tenemos arramblara no sólo con su presencia física sino que también olvidara su origen, construcción y significado. Nuestro anterior presidente del gobierno hizo un intento de volver a la normalidad aprobando una Ley de la Memoria Histórica, que se quedó prácticamente en nada, y nombrando una comisión que habría de ocuparse del destino final del Valle de los Caídos, una vez comprobado su actual deterioro arquitectónico. El actual congeló los dineros necesarios para la aplicación de la Ley, por ejemplo, dejando de abrir fosas, y lo destinó a la restauración de Cuelgamuros a cargo del Patrimonio Nacional. O sea, que todo sigue igual y que no se ha escuchado en los medios ni la más leve crítica. Tampoco el teatro, siempre tan parco a la hora de hablar de nuestra guerra, se ha ocupado del tema en profundidad si no es, que yo sepa, en tres únicos casos. El primero de los tres se dió en una obra tan temprana como Le balcon, escrita por Jean Genet en 1955-57, en la que uno de sus últimos episodios se desarrolla en la cripta del Valle. La reciente El mal de la piedra, en donde la dramaturga Blanca Doménech lleva a cabo un perspicaz análisis de los daños que sufre el monumento y de los conflictos que causa su presencia sería la segunda. Y la tercera corresponde a este El valle de los cautivos de Pedro Martín Cedillo, de cuya representación en la Sala Tú bajo la dirección de Francisco Vidal nos ocupamos seguidamente.

La trama se remonta a los lejanos tiempos de nuestra posguerra civil en los que, de 1940 a 1959 en que fue inaugurada, un famélico ejército de esclavos derrotados construyó la basílica y su cripta, que acabaría engullendo en sus entrañas los restos, hoy inextricablemente trabados, de más de 30.000 combatientes de ambos bandos. El drama se va desarrollando a lo largo de una serie de «flash-backs» que se suceden prácticamente sin continuidad desde aquella época a la nuestra y que se localizan en diversos lugares: el cautiverio del valle de Cuelgamuros, los alrededores de Madrid, el exilio de México o el cementerio de la Almudena, que es donde da comienzo la obra en otoño de 2002. Al entierro del ex-presidiario Saturio Soriano en dicho camposanto sólo asisten Segunda, su mujer, y un periodista, Javier, que acaba de escribir un artículo tratando sobre él y los maestros represaliados de la República. A través de unas cartas que guardaba Saturio, pronto sabe Javier que su abuelo, Lázaro Cedillo, fue amigo del maestro en el penal del Valle, en donde tuvieron que sufrir el inhumano trato de Caín Hellín, un carcelero a quien, carente de un ojo, se le apodaba el Cíclope en la trena. Una explosión en la cripta, ocurrida en junio de 1959, les deja moribundos a los dos. Para Hellín, Lázaro es el que muere (de hecho, es él quien lo remata) y Saturio, aunque irreconocible por el accidente, se salva y sale de prisión…

Siendo el fin último de la obra mostrarnos el horror de la vida en el Valle, tan semejante en todo a la que, en aquel tiempo, no dejaron de implantar otros nazismos en sus correspondientes campos de exterminio, Martín Cedillo (quien, como se ve, comparte apellido con Lázaro) no se limita a relatar la historia linealmente sino que, al mismo tiempo, construye una ficción que gira sobre sí misma varias veces y mantiene en ascuas al espectador. Y es que el vigor de su narración es capaz de sostener con pulso firme dos crónicas distintas que se alimentan a la vez. Una es la de la Historia, que llega hasta nosotros desde lejos siempre sujeta a dudas y opiniones. La otra, la de los hechos de los hombres, que dotan a lo que sucedió de una vitalidad vigente y palpitante. Ambas se complementan al entreverarse dotando así a la anécdota, si no de la verdad absoluta, siempre discutible, sí de la suficiente verosimilitud para que el drama tome cuerpo y se interese el público por las cuitas de los personajes. Cuitas que, en este caso, van a estar ligadas a un proceso de metamorfosis provocado por el cautiverio que terminará convirtiendo a esa pareja de Lázaro y Saturio en un solo hombre. Como en un thriller, será Javier, el joven periodista, quien se encargue de las pesquisas: los primeros contactos entre ambos prisioneros con motivo de la postal de felicitación que Lázaro quiere enviar a su hija Rosa por su cumpleaños, el interés y la constancia con la que Saturio enseña a leer a su ya amigo, los sueños gastronómicos de ambos dos que llegan a despertar su libido, la consecución final de un amago de ésta en la escena del baile y el estupro del maestro por el carcelero, poco antes de que se produzca la explosión. Escenas inusualmente procaces para tratarse de un drama nacional, por no hablar de la ejecución a sangre fría de uno de los dos, agonizante, a manos del Cíclope asesino. Pero, para entonces, cuando llega la muerte, los dos son uno que va a continuar no sólo la labor sino también la vida terrenal del otro. En ese punto, volvemos a la Historia repitiendo el continuo acontecer de un país en el que la ciencia y el progreso («el fuego, las letras, el fruto del conocimiento, la enseñanza, la verdad, la manzana prohibida, el saber»), permanentemente enmudecidos por el cerrilismo reaccionario, siempre requieren de un nuevo Prometeo que les haga renacer de sus cenizas. ¿Será Javier quien recoja la antorcha que le tiende su abuelo «Saturio-Lázaro»?

Todo ello apretadamente hilvanado por el buen hacer de Martín Cedillo como autor de comedia dramática, no solo estructurando una trama que pudo ser posible, compleja y densa, sino desarrollándola con agilidad y precisión, de tal modo que el horror de determinadas escenas se combine casi espontáneamente con la intrínseca comicidad de otras: la conversación de Javier con sus padres, sin atenderle ambos por estar a sus cosas; la ya citada ensoñación gastronómica; la lección de baile «agarrao» que Lázaro le da a Saturio; o la ternura de Segunda con su prometido en tierras mexicanas que le impedirá conocer la verdad. Una alternancia, esa del horror con la comicidad, que es característica de la tragedia, de cuyo estilo anda la obra bien cerca. Servida ejemplarmente por sus intérpretes y notablemente dirigida por Francisco Vidal, El valle de los cautivos de Pedro Martín Cedillo añade un volumen de gran importancia y dignidad a esa biblioteca de la memoria histórica que aún tiene tanto espacio por completar.

David Ladra

Título: El valle de los cautivos – Autor: Pedro Martín Cedillo – Director: Francisco Vidal – Intérpretes: Noelia Tejerina (Segunda / Rosa); Marcos Toro (Javier); Juan Calot (Saturio anciano / Pedro); Fernando Escudero (Lázaro); Sato Díaz (Saturio joven); Fran Cantos Arana (Cïclope) – Iluminación: Ion Aníbal / Diego Conesa – Diseño gráfico y vídeo: Corvitec – Producción: Fran Cantos y Marcos Toro – Sala Tú


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