Don Juan Tenorio/Joé Zorrilla, Blanca Portillo
El escupitajo
El Pavón lleno y expectante, con todas las entradas vendidas hasta el último día. Claro que es el Tenorio el que se pone. Y además, un Tenorio especial, publicitado a través de los medios como un anti-Tenorio, una antítesis del original. Desde su estreno el 28 de marzo de 1844 en el Teatro de la Cruz de Madrid, el público ha venido asistiendo entusiasmado a sus funciones como si se tratara de un acto de patria afirmación y de piedad, a la vez pagano y espiritual. Eximio comediógrafo, Zorrilla escribe un drama «religioso-fantástico» dividiéndolo en dos.
En la primera parte, del género llamado «de capa y espada», nos presenta con toda crudeza los lances, desafíos, engaños y atropellos del Burlador. Y en la segunda, más filosófica y calmada, qué consecuencias se derivan de una vida tan desastrada a la hora de lograr la salvación. Conseguida ésta, todo el mundo se va para su casa en el convencimiento de que no falta nada: ni un joven seductor, gallardo y calavera, ni un amor redentor, ni la mano de Dios.
Pero la directora, Blanca Portillo, no está de acuerdo con esta visión de un personaje con el que nos cruzamos todos los días. Un señorito que no tiene qué hacer si no es pregonar a quien quiera escucharle: «Por dondequiera que fui, / la razón atropellé / la virtud escarnecí, / a la justicia burlé / y a las mujeres vendí». No hay duda de que lo dice con toda la gracia y el salero que proporciona el ripio de Zorrilla, ése que – sin dudar – recitamos todos de corrido, pero de ahí a comulgar con él y caernos simpático va un trecho. ¿O no es así? ¿No nos ocurre muchas veces todo lo contrario? ¿Acaso en esta hedonista y corrupta sociedad en que vivimos, no nos sucede con frecuencia el escuchar declaraciones semejantes – eso sí, debidamente dadas la vuelta – en labios de quienes nos gobiernan, miran por nuestras almas y las rigen, o se nos aparecen, justicieros, como adalides del otro sexo? En vez de estar callados o reírles las gracias, habría que desenmascararlos – dice la directora – y llamar a cada uno por su nombre. Ella pretende hacerlo con don Juan, subirle al escenario y radiografiarlo.
Claro que, por de pronto, ese análisis es más fácil de decir que de hacer, al menos en lo que se refiere al texto, ya que aun siendo imperfecto – como el propio Zorrilla reconoce en sus Recuerdos del tiempo viejo – rebosa de entusiasmo, apostura y teatralidad. Juan Mayorga, encargado de la versión, confiesa que más que reescribirlo lo ha releído cuidadosamente, con lo que ha resultado una adaptación prístina y depurada. La indagación del Tenorio queda pues en manos de la interpretación y la puesta en escena. Empezando por esta última, no hay duda de que la directora se la ha trabajado bien a fondo poniendo en práctica muchas de las enseñanzas recogidas en los innovadores espectáculos de Pandur en los que ha participado como actriz o en la excelente La avería de Dürrenmatt que dirigió ella misma. Así, manteniendo un vestuario a lo actual algo raido, la escenografía de la obra es sencilla y funcional y bastan unas lamas al fondo que matizan la luz o unos paneles practicables en escena, que sirven tanto para montar una mesa como la reja de doña Ana en Sevilla, para poblar el espacio escénico que firma la Portillo. Quitadas algunas extravagancias de poca monta, como la de colocar sobre una mesa las sillas del Comendador y de don Diego para que presencien desde allí la batalla verbal de don Juan con don Luis o el chirrido obligado de una puerta invisible que da paso a la celda de Inés, hay otros episodios de mayor entidad que, me parece a mí, se podrían obviar: por ejemplo, la invasión de la escena por esa muchedumbre de «ángeles, sombras, estatuas y esqueletos» enlutados con los que don José ameniza el reparto e inunda el mausoleo (huele a guardarropía); o esa vocalista embarazada con marcas de maltrato que parece salir del callejón trasero de un piano-bar (aunque canta muy bien, está de más).
Pero hay intervenciones que son más que sublimes y realzan la pieza y su sentido actual. Me refiero concretamente a dos, ligadas a la interpretación. Ya en su conversación con el Tenorio fijando los detalles de la violación de doña Inés, Brígida (Beatriz Argüello), que es quien la guarda, destaca en su papel fuera de lo común (que ya es decir, por las grandes actrices que lo han interpretado): moza, dispuesta y sensual deja a don Juan en ascuas tras su descripción de la novicia y cómo la prepara para el coito. La escena se prolonga en el convento con la carta que lee doña Inés (extraordinaria Ariana Martínez). Una vez terminada, la novicia ya no sabe qué hacer sino revolcarse en el lecho mientras el ama la empieza a desnudar como preludio al acto carnal. Y da fin la secuencia en la quinta que posee don Juan cuando éste se quita la camisa e Inés, semidesnuda, se precipita sobre él («¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro / de tu hidalga compasión: / o arráncame el corazón / o ámame, porque te adoro»). Una violación en tres fases que está escrita, interpretada y dirigida con una convicción e intensidad que, a poco que nos fijemos bien, va en contra de la hipótesis de un Tenorio bestial que quiere defender la Portillo. La carga erótica es aquí tan fuerte que es el propio don Juan quien resultaría violado de llegar el acto a su final.
No creo que esa fuese la intención de Zorrilla sino el hacernos ver que es la inocencia y candidez de doña Inés, y no la lubricidad desenfrenada que muestra la novicia en el montaje del Pavón, la que está a punto de cambiar el sino del Tenorio, giro del personaje que frustra la directora adrede o bien para ensalzar a la mujer poniéndola al mismo nivel voluptuoso que su amante o haciendo de éste un ser tan frágil y carente de voluntad que, a pesar de su sobrevenida pasión, abandona a la novicia virgen y renuncia a su redención («Llamé al cielo, y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo, y no yo»). Es en estas escenas de excelente factura y alta potencia erótica en las que se marca, desde mi punto de vista, la diferencia de este Tenorio con versiones anteriores, particularmente en lo que se refiere a la conversión de don Juan que va a constituir la segunda parte del drama.
De todas las críticas que recibió la obra en su estreno decimonónico, destacan las que se referían a la «facilidad» con la que se salva don Juan a la hora de su muerte gracias a la intercesión de doña Inés y la misericordia de Dios. En efecto, todas las versiones del mito de don Juan anteriores a la de don José, fuesen españolas o extranjeras, terminaban indefectiblemente con las llamas tragándose al Burlador. De donde se deduce que la innovación introducida por Zorrilla correspondía más al espíritu romántico de la época que al modo de pensar del público de entonces, que seguía siendo tan ortodoxo y apegado al dogma cristiano como siempre. Aunque la situación haya cambiado y la audiencia de hoy sea más tolerante en la doctrina (o incluso totalmente indiferente a ella) atribuyendo el milagro de la salvación del Tenorio a aquel dicho que reza que «un punto de contrición / da a un alma la salvación», la versión de la Portillo va aún más allá de esta interpretación tan eficaz que es la tradicional en nuestros días. Para darse cuenta de ello, basta comparar el montaje del Pavón con la adaptación realizada en pleno franquismo, en 1966, por Gustavo Pérez Puig para el programa Estudio 1 de TVE que puede verse en la página-web dedicada a «Don Juan Tenorio» en el buscador Google de Internet. Una adaptación que constituye, sin lugar a dudas, el paradigma del drama de Zorrilla, un poco rancio pero clásico, en nuestra época moderna. Entre otros grandes actores de aquel tiempo, intervienen en ella, además de una magnífica Tota Alba como Brígida, Conchita Velasco y Paco Rabal (inmejorables) en los caracteres principales.
Poco se distingue el papel que interpretaba Paco Rabal en aquella versión televisada del que aquí lleva a cabo José Luis García-Pérez. Con sus voces duras y cascadas, ambos despliegan sobre la escena una obra brusca, agresiva y violenta. Tal vez más interiorizada la de Rabal y movida la de García-Pérez, el caso es que en su interpretación prima su condición de hombres ásperos, despiadados y un tanto rufianescos en una sociedad sin entrañas. Ante don Juan en su finca, la Velasco, totalmente vestida con su hábito blanco de la orden de Calatrava, aunque destocada y la melena suelta (hasta ahí dejaba la censura), le habla a su amado con una dulzura y una tierna pasión que no puede incitarle más que al santo matrimonio y el arrepentimiento, lo que Rabal promete rodilla en tierra. Ya hemos visto lo que de ello resulta en la Portillo: José Luis García-Pérez huye en medio de una gran confusión sin ni siquiera simular ninguna contrición: simplemente, increpa a Dios. La actitud de los dos burladores será igual en la segunda parte: dudas, vacilaciones, temores, desafíos a muertos y vivos… pero los resultados son opuestos. El vídeo sigue al pie de la letra las acotaciones finales de Zorrilla que, para disfrute del lector, no me atrevo a pasar por alto: «(Las flores se abren y dan paso a varios angelitos que rodean a doña Inés y a don Juan, derramando sobre ellos flores y perfumes, y al son de una música dulce y lejana, se ilumina el teatro con luz de aurora. Doña Inés cae sobre un lecho de flores, que quedará a la vista en lugar de su tumba, que desaparece. Cae don Juan a los pies de doña Inés, y mueren ambos. De sus bocas salen sus almas representadas en dos brillantes llamas, que se pierden en el espacio al son de la música)». En el Pavón, quien cae al suelo muerto es el Tenorio. Doña Inés permanece de pie, escupe sobre el cadáver de don Juan y se va por el foro. Nada tiene que ver con la concupiscente jovencita que, trémula y medio en cueros, se entregaba a él. En un giro dialéctico más que brusco, toma conciencia de su condición de mujer.
David Ladra
Título: Don Juan Tenorio – Autor: José Zorrilla – Versión: Juan Mayorga – Intérpretes: José Luis García-Pérez (Juan Tenorio); Luciano Federico (Cristofano Buttarelli); Eduardo Velasco (Marcos Ciutti); Daniel Martorell (Miguel); Juanma Lara (Gonzalo de Ulloa); Francisco Olmo (Diego Tenorio / Escultor); Alfonso Begara (Capitán Centellas); Alfredo Noval (Rafael de Avellaneda); Miguel Hermoso (Luis Mejía); Raquel Varela (Gastón / Lucía / Monja Tornera); Marta Guerras (Ana de Pantoja); Beatriz Argüello (Brígida); Rosa Manteiga (Abadesa); Ariana Martínez (Inés de Ulloa); Eva Martín (La Mujer) – Coreografía: Verónica Cendoya – Vestuario: Marco Hernández – Música original y espacio sonoro: Pablo Salinas – Iluminación: Pedro Yagüe – Dirección y Espacio escénico: Blanca Portillo. Coproducción: CNTC / Avance / Teatro Calderón de Valladolid. Teatro Pavón, del 9 de enero al 15 de febrero.