Memorias y ficciones
Oliver Sacks se despedía hace poco en una emotiva carta. A sus 81 años le habían detectado, contra pronóstico, una metástasis en el hígado y su expectativa de vida era ya muy corta. En teatro conocemos especialmente a este neurólogo y divulgador gracias a la puesta en escena que hizo Peter Brook a partir de ese magnífico libro suyo titulado «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero». Decía adiós con serenidad, dando gracias por una existencia que consideraba un privilegio y una aventura. Meses antes, quizás con la premura de dejar sus últimos descubrimientos al alcance de la opinión pública, había escrito un extenso artículo sobre la ficción y la memoria.
En dicho artículo Sacks contaba una curiosa historia sobre sus recuerdos. En 2001 había publicado un libro autobiográfico sobre su infancia donde rememoraba dos momentos acaecidos durante la II Guerra Mundial: la caída de una bomba en el jardín próximo al suyo que finalmente no llegó a estallar; y el fogonazo de una bomba incendiaria que cayó en la parte trasera de su casa. Ambos ataques lo habían marcado notablemente, por lo que a pesar del transcurrir de los años, era capaz de describir con gran detalle lo ocurrido.
Meses después de la publicación de la autobiografía, Sacks habló con su hermano sobre estos recuerdos. Su hermano le confirmó la caída de la primera bomba, pero le dijo algo sorprendente sobre la segunda: «Oliver, tú no estabas cuando sucedió aquello». Sacks quedó pasmado. Recordaba perfectamente la caída de la bomba, a su padre al lado y a sus hermanos un poco más allá con baldes de agua en las manos. ¿Cómo no iba a haber estado allí si lo podía ver ahora con sus propios ojos?
Sucedió que otro de sus hermanos le había escrito una carta dramática describiendo minuciosamente la explosión de la segunda bomba; y Sacks se apropió de tal forma de aquella descripción que la hizo suya, tan suya que años después no podía distinguirla de otros recuerdos que había vivido en primera persona. Enfocando ya la cuestión con su mirada científica, Sacks se preguntaba si podría algún psicoanalista o alguna técnica moderna de análisis cerebral establecer la diferencia entre las memorias vividas y las «robadas». Sacks piensa que no, que la cualidad de las memorias que almacenamos es similar las hayamos vivido en primera persona, nos las hayan contado, las hayamos leído o incluso si las hemos soñado, siempre y cuando sean sucesos que han tenido un impacto especial en nosotros.
Hace casi un año anunciaba su muerte el Subcomandante Marcos, portavoz del EZLN. Lo hacía de forma simbólica y haciendo público algo quizás evidente: el Subcomandante Marcos no era más que un personaje, un ente de ficción, una suerte de holograma. Alguien que se colaba fácilmente en el imaginario de las gentes con una función concreta: relatar la rebelión de los indígenas en Chiapas. Pero el suyo no era un mero relato periodístico, una clásica forma de contrapesar las noticias oficiales que tendían a menospreciar y desprestigiar el movimiento armado. Era algo más. Era poner palabras e ideas por encima de las armas, era salpicar de metáforas, leyendas y pensamientos algo que se tiende a reducir a una simple lucha de poderes. Era abrir un abanico de emociones donde solo se suele percibir rabia. Era, en fin, una manera de acercar lo que sucedía en Chiapas a que aquellos que vivíamos ajenos a ello, una estrategia más poética que bélica para que una rebelión confinada en una selva a miles de kilómetros de distancia pasase a formar parte de nuestra memoria. Lo que Oliver Sacks explica con intuición científica en el Subcomandante Marcos es perspicacia política: recordaremos especialmente aquello que se nos cuente con una emotividad particular.
Nuestras memorias siguen la dinámica de las huellas, permanecen tanto tiempo con nosotros en función de la fuerza que las ha marcado. Cuando hablamos de la fuerza con la que los recuerdos se imprimen en nuestro sistema nervioso, en realidad hablamos de la carga emocional que los acompaña. Resulta más fácil recordar aquello que está asociado a una emoción que cualquier suceso cotidiano, neutral, emocionalmente aséptico. Recordamos la frase de un profesor apasionado y no una estadística que leemos en un libro; recordamos el tiempo que hizo en un día particularmente alegre o triste y no el pronóstico que se hace un día cualquiera en el telediario; recordamos el color de la camisa de aquél que nos hizo escupir bilis y no la del vecino con el que nos hemos cruzado en el ascensor. Las emociones funcionan como adherente fundamental para que unos recuerdos se queden con nosotros y otros no.
En el proceso de creación teatral existe una relación muy particular e intensa entre la memoria, la ficción y las emociones.
En todo proceso creativo ponemos nuestra memoria al servicio de la historia que se quiere contar, siquiera de forma inconsciente. Aunque no se trabaje de forma premeditada sobre la memoria, la historia personal de los miembros del equipo se filtrará inadvertidamente en la dramaturgia final de una pieza teatral. Todo arte, en tanto acto comunicativo que es, no puede ser un dique que oculte la esencia personal de quién está detrás de la propuesta.
Si las circunstancias que envuelven el proceso creativo son favorables, para el actor resultará inevitable, aunque esté trabajando fuera de un registro naturalista o realista, verter sus vivencias a los personajes, a las voces y cuerpos que compondrán la obra. La manera de accionar, de hablar, de sentir del personaje siempre debería dejar entrever el pálpito personal del actor, por mucha técnica frondosa que se aplique. Ni la estética de la propuesta ni el estilo interpretativo pueden ser coraza para ocultar esa esencia intransferible del actor donde su memoria se confunde con su identidad. A través de los resquicios que se abren en el escudo técnico y por los cuales se filtra la personalidad del actor, se vuelve su presencia viva, hálito palpable, huella de un «aquí y ahora» inaprensible.
«La existencia [… ] va arrojando como una marea sobre las costas del presente el botín naufragado de un tiempo perdido. Con todo este material que la memoria ofrece puede construirse sobre el previo cimentaje de la revelación, de lo inspirado, la elaboración de la obra» dice Eusebio Calonge, dramaturgo de La Zaranda. Lo dicho para la interpretación se puede aplicar a la escritura y a la puesta en escena. Ni director ni dramaturgo pueden crear en un terreno barrido por el olvido. El tema escogido, los espacios, las atmósferas, las metáforas, la selección de las palabras son ecos de la memoria que adquieren sentido presente.
Aunque estiremos el sentido que conferimos a la palabra «memoria», resulta útil pensar que la composición escénica final será una estela visible de nuestras memorias. Memorias que pueden ser vividas, robadas o sugeridas por la imaginación, pero que brotan allí donde nadie más llega a excepción de nosotros, allí donde hablamos no ya en primera persona, sino en única persona.
Podemos apropiarnos de las palabras que utilizan otros, de sus estéticas, de sus maneras de usar el cuerpo y la voz, pero no podremos apropiarnos de una emoción ajena. La cuestión de la memoria y de la identidad resulta fundamental entonces, no tanto para colmar el ansia de ser original o incomparable, sino porque es la única manera de que la emoción tiemble en nosotros y de que, en consecuencia, aquello que hagamos pueda a su vez ser recordado por quien vendrá a verlo.
Las memorias, como los genes, guardan dentro de sí el impulso de la transmisión. Necesitamos que ese legado inmaterial que llamamos experiencia, ese cúmulo de vivencias que han sobrevivido a la erosión del olvido, puedan alargar su presencia en otros como rastro de nuestra existencia. El teatro, albergue peculiar para la ficción y la emoción, no parece mal lugar para ello.