A la puta calle
Tengo los cables más cruzados que de normal. Tengo resaca electoral y cansancio estructural. Los cables están conectados a dos cuestiones que no hay manera de saber su polaridad. Los resultados electorales como esperanza de cambio para la vida cultural y específicamente de las artes escénicas. No soy capaz de encontrar bien el rastro de una cuestión y otra. En una cena en Leioa empezamos a especular con aquellos llamados programadores o programadoras que pueden irse a la puta calle según el resultado electoral en su comunidad o ciudad, pueblo o villa.
Plantearse esta conversación, aunque sea de manera informal y con todo el sarcasmo posible nos demuestra que estamos en una fase todavía de inseguridad, de que no existe seriedad en los nombramientos, que no hay programas ni ideas ni planteamientos, sino inercias, enchufes, digitalización desde el partidismo en demasiados lugares relevantes, lo que es nefasto para desarrollos equilibrados, profesionales, culturales. De ahí este título polisémico de esta entrega, yo digo con énfasis «a la puta calle», refiriéndome a políticos y a programadores o programadoras. Incluso de directores generales nefastos.
Lo repito, ahora gritando. ¡A LA PUTA CALLE! Porque han hecho mucho daño, han minado lo existente de manera irremediable en ocasiones, por lo que esperando los recuentos, los posibles o supuestos pactos, quedamos con ganas de ver si es posible la regeneración de la vida teatral. Y me refiero hasta donde desde el municipalismo se puede intervenir, que creo es mucho, porque por ejemplo la Red, está formada por los programadores de los teatros que son en su inmensa mayoría de titularidad municipal. O sea, que estamos atentos a las pantallas.
Pero debo confesar que el título me venía obligado porque he estado en la Umore Azoka de Leioa, y era una reflexión propia, como cronista que debe ver decenas de espectáculos en tres días, analizarlos, escribir cuatro líneas, atender a la vida y tras unos meses con la salud tocada, ese cansancio me volvía crítico con el propio teatro EN la calle que vemos. Pido una reflexión grande, se necesita dignificar el Teatro DE Calle, saber exactamente de qué hablamos, y siendo comprensivo, solidario con la situación económica general, sabiendo que si hay un bolo, o tres , en la calle, o en el sembrado de patatas, se debe hacer para sobrevivir, o reivindicamos un teatro de calle en condiciones dignas, para los que actúan y los públicos, o esto va a terminar en algo muy malo. Me falta por ver en alguna programación un vendedor de globos con categoría de obra de teatro. Cualquier ocurrencia se compra como una creación actual aunque sean epígonos descafeinados de experiencias de hace décadas.
Me repito mucho, pero el teatro de calle es muy demagógico. A quien organiza un evento como esta Umore Azoka, lo que le interesa es sumar, dar datos, y eso significa que se utilicen palabras comodín que están vacías de contenido para justificar todo lo injustificable. Pero lo cierto es que el arte en la calle se merece del respeto que en muchas ocasiones ni los artistas reclaman de manera rotunda, ni las organizaciones pueden ofrecer por cuestiones presupuestarias que responde a una concepción absolutamente denigrante sobre esta rama de las artes escénicas.
Voy camino de Valladolid, donde hay otra concepción bastante más rigurosa, pero dadas las circunstancias generales se detectan muchas deficiencias compartidas, porque nadie me va a negar que hay más danza bailada sobre asfaltos imperfectos, que en escenarios con linolium, el circo en todas sus facetas está en las calles, pero sin avanzar en casi nada, repitiéndose de manera exacerbante, un porcentaje muy elevado del teatro es un arreglo circunstancial de algo pensado para interiores para hacerlo al aire libre, frontal. Todo va en contra de lo que se anuncia: se ofrece un producto de consumo rápido, casual, que no aposenta ni a la parte artística, ni a las compañías, ni a los públicos, ¿o es que solamente son números esas personas que se paran, miran, se quedan o se van? O cuidan de sus retoños mientras toman cervezas y hablan a gritos por su teléfono.
Y entre los públicos están los niños y niñas. Alguien, no, todos deben contribuir a que los niños no invadan los espacios, presencien espectáculos que no están pensados para ellos. Hay que limitar la presencia en ciertos espectáculos. Y en los que sean para ellos obligarles a respetar unas leyes teatrales básicas. Los responsables de los niños, padres y madres, abuelos, tíos, no los educan en el respeto teatral porque ellos mismos no han sido educados en ese respeto. La acumulación de niños, cientos, ante espectáculos que no les corresponde es un pecado que se repite sin que nadie ni siquiera intente poner remedido.
Por eso digo que a veces a los que hacen, aman, hablan del arte escénico, los demagogos, los recorte y, la falta de criterio nos condenan a la puta calle. Y la calle es bella, un escenario grandioso, pero muy específico, no un lugar donde todo vale.