Zona de mutación

Acumulador de energías

El director se para frente a la escena, la demarca y se pregunta: cuáles son los procedimientos idóneos para su intensificación. La demarcación del espacio puede ser tanto una convención como el establecer los límites que permiten la escritura, hollarla de manera que la ostensión que la potencia, determina un ‘aquí’. Sin que aún entren los actores, el espacio se activa. Luces, visibilidad, claro, obviamente. Una precariedad en la fijeza, un desequilibrio en la armonía, un flotar de algunos elementos y ya el espacio habla, se cuenta. No se puede guardar para sí. Siempre la relación, la dimensión de totalidad entre los frentes y los fondos, lo que pasa con las cosas que hablan en la escena. Ninguna se va, cesa de emitir. Los valores de la carga. ¿Se llama energía? Fuente radiante, voluntad de aparecer que tienen los actores, pero también los objetos. Tensiones y a partir de allí, sus ritmos, sus respiraciones. Una vibración que por rarefacción, puede tocar la mirada, los tímpanos, pero más que nada palpar los plexos solares de los espectadores. Un clima, una atmósfera. Nada es casual. Una construcción que representa la hondura de espíritu, la sagacidad intelectual, la fineza emocional. Cómo se expresa cada cosa. Esa rara ecología escénica, donde no sólo se respeta la vida de las cosas, se respeta lo que son, su aleatoriedad de materia inopinada, capaz de ser un talismán para aquello que ha de surgir, nacer, aparecer. Un conjuro para esa realidad paralela, extraña, que no es la de la vida cotidiana, pero que sin embargo chupa las emociones para teñirse con sus colores y texturas. Las escenografías se embeben de jugos emocionales, de voluntades expresivas, de voluntades de parir, y revelar. Chamanes del artificio cimentado. Una familiaridad sortilégica. Un nuevo sonar de los objetos en cada manipulación. Un encuentro con ellos, como la mano de Hamlet con la calavera de Yorick. Hay escenas pintadas por Van Gogh imantadas con los calores de miles de miradas que se han instalado en ellas. Esa carga vibrátil luego reverbera con su propio relato. No hay mirada inocente, como no hay escena impune. Las escenas son acumuladores de energías. Hay un arte subsecuente en administrar aquello que historiza las imágenes, los cuerpos, los materiales, las formas. Administrar lo que ellas ya contienen, de lo que se han sabido cargar. El arte de actuar no es una inocencia, ni es indultado por la voluntad de primera vez de aquel que paga para consumir con exclusividad. El arte escénico no se regala al mejor postor, se regala, más bien, al postor que se ponga. Los objetos cargados de la escena empiezan a tener su propia selectividad, su autonomía brujeril. Ay de los actores, que cual elefantes en un bazar, pretenden ignorar la pulsión objetal. Sus intrigas malévolas, sus entramados sardónicos, sus elusiones malsanas. Los objetos huyen, se escapan, deslizan y se caen. Hay que dialogar con ellos, conocerlos, respetarles su psicología, su existir. Sólo apagar la luz, y ya escuchar los crujidos, traqueteos de aquello que queda en la escena. Qué la habita cuando todos se han ido. Cómo se desafecta ese campo magnético. ¿Lo hace el mero desentendimiento del actor que se va a su casa? ¿Acaso los fantasmas no quedan jugando por la noche, mofándose de las impropiedades de los operadores de la acción escénica obvia? ¿Acaso este saber oculto, esta vida no entrevista no es un conocimiento por el que tendrían que responder en sus entrevistas, en sus vedetismos y yoísmos? La máquina colectiva de soñar, saldrá a espantar durmientes, a ajusticiarlos en malas pesadillas, hasta apercibirlos de la clave del saber secreto que se guarda en cada energía desplegada y acumulada en los sistemas del decir.


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