El calcetín de Doña Inés
Estoy recién parida y me voy al teatro. Bueno, recién-recién no, pero lo pongo así para que la cosa enganche desde el principio. Podría mirarlo. Podría mirar exactamente cuando decidí desgajarme de mi hija recién nacida y acercarme al Arriaga a ver el Don Juan de Blanca Portillo. Era un 22 de febrero. O sea, dos meses y 7 días después de haberme partido por la mitad y ser dos a partir de entonces, decidí aventurarme a las calles para escuchar el verso. (Aquí entre nosotros: duré una hora y cuarto.) Y no porque el montaje no molara, ¡qué va!, es que el instinto maternal fue más fuerte que el teatral y abandoné a Doña Inés, desnuda, recién secuestrada y aturdida en los aposentos que Don Juan tiene en su palacio a las afueras de Sevilla.
Todo era muy correcto en aquel cuento que Portillo y compañía nos contaban. Una mujer elegante, sencilla, misteriosa y magnífica nos cantaba los asuntos del amor y de la vida tras cada acto, entre escena y escena. Brígida era una garza, Don Juan tenía una voz profunda, estaban el convento, las monjas, la taberna, la seducida…aparentemente nada faltaba. Y entonces, sucede: Ahí está Doña Inés como Dios la trajo al mundo, servida en bandeja de plata momentos antes de que se presente su secuestrador. Posee esta Doña Inés un desnudo rotundo, tiene el pelo corto, de novicia y en el pie izquierdo: ¡Un calcetín! Un calcetín de niña.
Ese fue el instante del «¡Ajá!». Tanto verso, tanto Arriaga, tanto Zorrilla, tanto Don Juan y aparece esta Doña Inés en pelotas y con sólo un calcetín puesto. Lógico, en realidad, puesto que quien la había desnudado con zalamerías de ave redomada andaba con prisa para preparar y servir a la presa en bandeja. Fue divertido. Fue rotundo. Fue un humanizar el mito o desmitificar el arquetipo de la Virgen impoluta. Sobre todo porque jugaba también con toda esa idea de los puntos que se pierden en sex-appeal cuando te vas a la cama a folgar con los calcetines puestos.
Hace tiempo que Ricardo Iniesta me habló de la importancia del humor en teatro. Puedes hablar de la pena más negra, me dijo, pero nunca ha de faltar el sentido del humor. La culpa de aquella charla la tuvo Müller, dramaturgo a quien Iniesta ama y con quien yo tengo mis reservas, por la absoluta falta de esperanza que, a mi entender, rezuman sus textos. Iniesta me hizo ver la ironía y el humor que se esconden en los textos de Müller. Llevaba yo tiempo dándole vueltas al asunto éste del humor en teatro hablando de cosas serias cuando se me apareció la virgen, en forma de Doña Inés con un solo calcetín en el pie. Y lo entendí. O creí entenderlo.
Sólo faltaría ahora que me entere de que aquello del calcetín fue un error de aquel día y que a la pobre Brígida se le cayó el pelo tras la función.