La voz antigua

Portabilidad

Somos portables, pequeños dispositivos, capaces de funcionar ante todas las circunstancias y sistemas operativos, cada vez más pequeños.

Somos portables, como los dispositivos que acarreamos en nuestras mochilas al salir de casa: el router, el cargador de batería, la batería portable, el móvil (ya nuestra segunda piel), el portátil, el disco duro, el altavoz también portátil para que: «oh abuelita!, pueda oírte mejor»; todo portátil, todo portable, todo en la palma de la mano, todo generando una falsa sensación de libertad, somos libres porque tenemos el mundo al alcance de nuestra mano en nuestra falsa portabilidad.

Si, somos portables; ellos, los dispositivos; y nosotros también; en la ¿falsa? sensación de libertad la esclavitud asociada, la que viene en la letra pequeña, la que nunca acabamos de leer cuando le damos a «aceptar», la esclavitud de acarrear a nuestra espaldas un pequeño cementerio tecnológico (si tecnológico no cementerio todavía) que nos hace sentir más seguros porque en todo momento estaremos «conectados» a esa red de redes que nos hará volar; que nos mantendrá conectados y presentes, a todos los niveles, que nos mantendrá unidos en esa conexión tan deseada y tan difícil de evitar que nos hace mirar a cada momento el móvil para ver si nos han escrito, o acaso nos hayan llamado y no lo hayamos oído, conectados a esa persona que probablemente nunca llamará o escribirá; pero miramos porque la conexión existe, porque el canal está abierto y por ende debería funcionar, y nos echamos fotos, a nosotros mismos y a los otros y a lo otro, y las mandamos, a veces a todos, a veces solo a unos elegidos, y esperamos a que nos contesten y nos digan lo bien que nos lo estamos pasando, ya no sabemos pasárnoslo bien sin que nadie refrende nuestra escapada, bien sea al monte o al súper de al lado.

El otro día me asusté al salir de casa y ver todo lo que me era «necesario» para cambiar de ciudad y pasar unos días en otro lugar, me asuste al ver mi mochila (también portable) llena de multitud de aparatos electrónicos, unos menos vibrantes que otros, supuestamente necesarios para la vida del hombre/mujer moderno en cualquier ciudad o campo que se precie; y me asusté, porque no fui capaz de discernir ni cuándo ni cuáles de todas aquellas cosas habían empezado a ser «tan» necesarias para mí, no fui capaz de discernir cuándo mi sensación de seguridad había empezado a depender de estar conectado o tener capacidad de conectarme a algo o alguien cerca o lejos de mí, no fui capaz de discernir cuándo perdí mi identidad unitaria y me sometí a un identitario común tecnológico que me hiciera sentir segura y arropada por la masa; y tuve que volver a la infancia, al pueblo en las tardes torrantes de calma chicha en que ni las lagartijas se atrevían a salir y a las llamadas a aquellos chicos que te gustaban, delatoras, que cogerían sus padres o sus hermanas en una casa en la que con suerte habría solo un «fijo», teléfono, que haría en aquellos momentos de ventana al mundo.

Vivimos frente a un falso don de la ubicuidad, podemos estar en varios sitios a la vez, casi simultáneamente; estoy hablando contigo pero estoy mirando cuantos «likes» tengo el facebook y si alguien ha leído mis mensajes de whatsup; y te preguntan si has grabado algo de ese concierto al que has asistido y que lo mandes, «oh no, no he grabado nada, estaba simplemente, disfrutando, y no, no se me ocurrió grabar…», tremenda maldad, no haber dejado constancia gráfica de tu devenir por el mundo. «Oye, tú que preguntas ¿no deberías estar disfrutando de una romántica cena en otro lugar?», «ah sí, espera, que sí, que ya veo lo bien que lo estás pasando, que tengo las fotos de la noche y de los platos». Y no digo que sea malo, digo que ha cambiado nuestra forma de relacionarnos con el mundo, nos ha hecho más portables y más volátiles en el estar cotidiano, ya no sabes si estás con alguien o con sus miles de amigos virtuales que a través de vacaciones en destino paradisiaco le mandan fotos con comentarios jocosos e hilarantes. ¿Cómo competir solo con la mera presencia ante tamaña avalancha de contenidos virtuales y virtuosos que al mismo tiempo reales (y virtuales) se suceden en otros lugares?. Y no dejo de sentir la proximidad de las personas queridas a su través y se agradece pero al mismo tiempo no puedo dejar de sentir, a veces, cierta sensación de inquietud y alienidad.

Y ahí entra el teatro.

Pensaba en todo esto, en la portabilidad, en las distancias, en la perdida de la singularidad, con mi mochila tecnológica a la espalda mientras me encaminaba a una estación de tren para dirigirme a la tierra primigenia para pasar unos días con mi familia; y en ese devenir cuasi-vacacional, pensaba bajo la canícula implacable de una ciudad sobrecalentada si los teatros con aire acondicionado no serían un buen lugar para pasar la tarde (si hubiera tarde que pasar fuera de un tren y si los teatros tuvieran aire acondicionado), y me vinieron a la mente unas palabras de Angélica Liddell en las que hablaba con unos espectadores a los que pagaba por asistir o pagaba por reaccionar, figuradamente, en una de sus obras de teatro.

Y pensé en el teatro como lugar de desintoxicación tecnológica, como lugar de peregrinaje y de culto para «vivir», ahora sí, de forma completa y sin interrupciones el «aquí y ahora», el presente, pasado y futuro de una realidad que se desarrollará ante nuestros ojos y que tendremos que experimentar, de la que no tenemos escapatoria salvo cabezada incólume en la butaca o huida hacia la calle a través de un pasillo no luminoso, y pensé en el teatro como lugar en el que la pantalla del móvil no iluminara la oscuridad y los mensajes no fluyeran a través de ágiles dedos para dar cuenta de lo aburrida o maravillosa que estaba siendo la función, y pensaba en el teatro como lugar en el no tuviera lugar la llamada intempestiva a señora con abrigo (de piel a veces) que no sabe cómo se apaga o se baja la voz del móvil y que pretende que ese aparato que suena y vibra en su bolso no le pertenece.

Y pienso en el teatro, y ahora sí, fuera de toda tecnología, móviles y discos duros, y lo veo como un lugar en el que nos conectemos de una manera vital y profunda con la vida, con lo que somos, seremos o querremos ser, con lo que nunca quisiéramos vivir en nuestras propias carnes pero que vivimos en las carnes de otros.

Un teatro donde la realidad se vive a través de la fantasía, siempre más real que la propia realidad.


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