El efecto Hamlet
Las dudas sobre el paso a la acción por dilemas de conciencia, siembran el escenario político social de un ‘efecto Hamlet’. El dejar para mañana no es una simple posposición, sino un peligro de disolución de la acción. Tener un ‘mañana’ intensificado, cargado de la promesa del kairós, un tiempo oportuno, es distinto al del agente que pospone porque ‘preferiría no hacerlo’. Esta indiferencia imposibilita la acción así como cambia la naturaleza, el tipo de voluntad del realizador de las acciones. La procrastinación es una calidad del posponedor, urgenciado por el fuego subjetivo que entrampa justamente las condiciones que salvan. Pero el ‘efecto Hamlet’ lo es de un síndrome. El de padecer la semilla de la inacción. El de no acceder al terreno de las realizaciones, al compromiso operatorio que hace coincidir el deseo con el destinatario referencial del mismo. El precio de una separación letal, de un divorcio en donde ‘ser o no ser’, el fatal destino de la disyunción postergadora, que pondrá aquellas referencias siempre a distancias inabordables y obligará a vivir a los seres a distancia de sus trances consumatorios. La incertidumbre que relativiza las cosas y construye realidades como piedras pómez, circunstancias invadidas por su propio vacío, donde da lo mismo estar anclado a lo concreto que a lo hueco. Donde ser o no ser depone los valores sancionatorios que ostentan las cosas cuando son. La función ‘O’, dilata, prorroga, absuelve de los compromisos. Todo pasa para más adelante. El frenesí de lo instantáneo, desplaza por simple prerrogativa urgencista, de un decididor a merced de una realidad aluvional de situaciones, que obliga al operador a dar golpes a troche y moche frente a la máquina lanzabolas de la realidad, ganado por la única función del golpear a como dé lugar. El mal prestigio de la duda, es que hay un yo que evalúa, que mide y resuelve en relación a fines. La suspensión de la acción adquiere en el trance evaluatorio una intensificación probabilística que convierte a aquella en definitoria.
Como sea, el beneficio de la duda dinamita el presentismo cárneo a costa de abjurar de los procesos sustentados a base de materia gris. Siempre el presentismo a ultranza pone a dirimir las muscularidades con que han de responderse los requerimientos perentorios y puntuales de la circunstancia, pero de profundidades reflexivas ni hablar. El articulador y cincelador de tiempos, tiene la paciencia del cetrero, que cría y entrena a su ave rapaz, para simultáneamente depurar y aumentar en una prótesis perceptiva, sus capacidades de origen, alimentando la mirada y demás capacidades, a nuevos infinitos. La potenciación de los dones no pueden sino cultivarse. Los pasos a la acción con lo que hay, con lo dado, se despreocupa de tales promesas de agudezas. ¿Cómo hace el hombre para desentenderse en sus actos, de cómo será mañana? El cultivo de los dones, en todo caso no se relaciona a una acumulación prospectiva de poder, a engreimientos fatuos que doran la píldora de lo humano, sino que ayudan a ser algo un poco distinto (y mejor) que lo humano conocido.