Y no es coña

Meras apreciaciones

Podría escribir una lista de agravios o convertirla en una suerte de decálogo de la contradicción escénica, pero estamos ya en la parte del verano que es la pasarela al otoño y encuentro más entretenido en una tarde de domingo agosteño intentar pensar en la materia de la que está hecha el teatro. Cualquiera puede entender que es algo así como recalificar en la escala zoológica a las musarañas. Todo sucede por tocar un diccionario. Algo tan sencillo como levantarse de la silla ir hasta la estantería y buscar en el diccionario enciclopédico una palabra de la que quería saber algo más. Y en vez de ir a Google, he ido a tocar un libro tótem, de papel y cartón. Y me he emocionado.

Ando de mudanzas interiores y preparando las exteriores. Hay ciertos momentos en los que uno dedica su tiempo a preparar un porvenir que siempre es incierto. Y de repente se plantea la gran duda, ¿qué hacemos con los libros? Yo lo tengo claro: los de teatro, los fundamentales para reconocerme, los que me «han hecho», los guardaré siempre conmigo y que mis deudos decidan. Especialmente los que ya no existen, los que son de teoría, de pensamiento. Quizás me saque los textos dramáticos, antiguas colecciones de libros que ya no uso y que tiene un valor para coleccionistas. Los otros, la novelas, los libros de ensayos políticos, los anecdóticos, quizás los done. Pero, ¿a quién? Uno construye su biblioteca pensando en los hijos y en los nietos. Mi nieto maneja el Ipad con una celeridad de asustar y acaba de cumplir tres años. ¿Le podrán interesar los libros de teatro de su abuelo más allá que como una reliquia, un recuerdo, un vestigio de otra civilización?

El teatro fue antes que todo y que todos. Cine, televisión y otros lenguajes que reproducen escenas grabadas y narran comportamientos humanos de manera calcada a como lo hace en el padre y la madre de todo esto vienen después, algunos pensaron que iban a sustituirlos, pero es imposible que el teatro y la danza en vivo y en directo, puedan tener algo que los iguale, que se les compare. Y para que así sea, para que perdure en el tiempo, se tiene que perpetuar en su propio lenguaje, en su mismidad. El teatro, debe teatrar, porque no tiene otra función. Todo lo que queramos añadirle, hacerlo utilitario, es reducirlo a un instrumento, cuando es un valor absoluto. Inigualable, incomparable, propio y que afecta, siempre a los individuos que lo ven, lo escuchan, lo sienten, lo disfrutan.

Por lo tanto no hay que esconder la palabra teatro, no hay que empaquetarlo en artes escénicas, que sirve conceptualmente para abarcar a todos sus hijos, esporas, versiones y negociados, pero igual que hace veinticinco años reivindiqué lo de Artes Escénicas porque englobaba, porque arropaba a muchas propuestas que no tenían un rubro, una estantería donde colocarse, hoy, con la misma voluntad, reivindico TEATRO, porque en esta palabra está TODO. Un todo esponjoso, que admite todos los matices, todos los lenguajes, pero que no permite más contaminaciones que las lógicas, la de colisión con otros lenguajes fronterizos, añadidos o metamorfoseados para establecer otras conexiones estéticas y tecnológicas.

Los escenarios son un campo abierto que se transforma en sabana, bosque o selva con un cambio de luz, con un gesto. Donde unos seres humanos intentan contar a otros seres humano algo sobre su destino, su esencia. En donde se debe luchar contra la obviedad, la naturaleza, los dioses y los dogmas de otros seres humanos. Un lugar propio, con unos sistemas de reproducción y comunicación propios. No únicos, sino variados y variables. Tan amplios que son inabarcables. Tan exquisitos que son vaporosos. Tan toscos, que pueden herir la sensibilidad. Es una mera apreciación veraniega de alguien que desde su lugar de destino en lo universal viene intentando saber cómo explicarle a su nieto las diferencias de los vientos y los misterios de la representación teatral.


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