Mirada de Zebra

Finales

¡Ay! Lo mucho que nos entrenamos en organizar nuestras vidas, el tiempo que pasamos con calendarios y agendas en mano poniendo fechas de inicio y fin a tantas actividades, y lo difícil que nos resulta a veces percibir el final de ciertas cosas. Claro que si, como diría aquel gran filósofo contemporáneo, un vaso es un vaso y un plato es un plato, también es cierto que hay cosas y cosas. No es lo mismo saber cuándo se acaba el curso de macramé al que afanosamente nos hemos apuntado liquidando por fin una deuda con nuestras frustraciones secretas, que saber cuándo se acaba, por ejemplo, una relación sentimental. Sobre el papel las cosas pintan diáfanas, pero sobre la piel las sensaciones se difuminan. Y si bien podemos poner fecha final a la entrega de un trabajo, a unas vacaciones o a la manía de llevar el pelo largo sin mayor problema, nos perdemos en el momento de cerrar un proyecto de vida, una amistad ya caduca, o pasiones que apenas chisporrotean.

En estas situaciones sufrimos una suerte de despiste vital, pero curiosamente nuestro error de cálculo es generalmente preciso, y sabemos repetirlo las veces que sea necesario. Siempre pecamos por exceso. Estiramos demasiado el chicle. Seguimos bailando alrededor de la hoguera cuando sólo restan cenizas. En la feria que nos montamos, todas las escopetas tienen el punto de mira desviado hacia el mismo lado. Pensamos que los momentos duran más de lo que duran. Que no puede ser que la felicidad sea tan efímera como nos dicen que es. Y así, interpretamos como puntos suspensivos lo que es un claro punto final.

Si hablo de lo que nos pasa en el día a día es porque esto tiene su reflejo, quizás un reflejo curvo pero reflejo al fin y al cabo, en la práctica escénica. Siempre me ha obsesionado el final de los espectáculos. Y siempre me ha parecido extremadamente complejo llegar a ellos. ¿Dónde se pone el punto final a la pieza? ¿En el momento álgido? ¿En medio de la fase ascendente o de la fase descendente? ¿O cuando las acciones han dejado de latir? ¿Se acaba en estacato o en fundido? ¿Buscamos un final natural que vaya en consonancia con lo ocurrido, o un final abrupto e inesperado?

Durante el trabajo con los «Viewpoints», técnica de movimiento y creación creada por Mary Overlie y desarrollada por Anne Bogart, se pone en evidencia esta dificultad a la hora encontrar finales en la escena. En un trabajo basado en la improvisación colectiva, donde se compone jugando con el tiempo y el espacio, resulta arduo para los actores percibir cuando llegan a término las acciones. La tendencia suele repetirse: se insiste en trabajar sobre un determinado motivo cuando la acción que la sustenta ya ha perdido el pulso. Un clásico ejercicio para intentar revertir esa tendencia es hacer que las personas que observan la improvisación desde fuera, marquen el final de las acciones con una palmada para quienes están dentro. Un práctica de este tipo permite ir afinando la mirada y descubrir una amplia gama de finales escénicos, tanto para quien observa como para quien hace. Es decir, esta incapacidad a la hora de concluir con sentido artístico elementos escénicos puede trabajarse y entrenarse.

Curiosamente uno los mejores finales artísticos que he visto últimamente no ha sido ni en teatro ni en cine, sino en una película documental titulada «Yo soy la gente». Se trata de una cinta que describe la reciente Revolución de Egipto desde la perspectiva de una familia de campesinos. La historia te atrapa a través de una contradicción que da para pensar: aunque la ciudad convulsiona en múltiples protestas y cambios de régimen, para los campesinos nada cambia. Los gobernantes de uno y otro bando se suceden en el trono, pero la familia tiene que hacer frente a las mismas miserias: jornadas de trabajo interminables, vivir a expensas de la climatología y el futuro incierto de los hijos que luchan por educarse y cambiar el rumbo errático que heredan. Somos testigos del día a día de la familia y cómo sus miembros siguen con interés, desde la televisión que hay en su choza, la Revolución y los sucesivos cambios de gobierno. A lo largo del documental, en lo que a priori parece ser una anécdota, salta la instalación eléctrica de la choza varias veces, algo que no llama excesivamente la atención dada la pobreza en la que viven, pero que a la postre prepara el ojo para el final. El documental lleva su historia hasta el golpe de estado de 2013 que culmina con el acceso al poder del dictador actual, Abdelfatah Al-Sisi; y termina con la familia frente al televisor donde se emite el primer discurso del futuro tirano, muy siniestro él tras sus gafas de sol y sus medallas militares. En ese preciso momento la luz de la casa se va y con ella la imagen de la televisión. El oscuro de la choza es el oscuro final del documental y, metafóricamente, sugiere el comienzo del periodo oscuro en el que entraba Egipto y que continúa hoy día. No creo que este final que ofreció la realidad cotidiana de aquella familia pueda ser mejorada por ningún final inventado.

La directora, Anna Roussillon, había conseguido vislumbrar un final en la vida real y trasladarlo a una pieza artística para crear una impresión que aún reverbera en mi. Maestría.


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