Un premio y un discurso
Este jueves 3 de diciembre tuve el inmenso placer de recoger el premio del XXI Certamen de Letras Hispánicas en la modalidad de teatro por mi obra Tóxicos, otorgado por el CICUS, dependiente de la Universidad de Sevilla. Es esta una situación singular, no todos los días llaman a uno para algo así. De hecho, cuando hace unas semanas me telefonearon, mis gafas sufrieron las consecuencias: la patilla izquierda ha pasado a mejor vida; la perplejidad y el nerviosismo me corroyeron y la patilla sucumbió, impotente, bajo mis pies. Cierto es que, tras la euforia inicial, con la mente fría reflexionas por qué tu obra y no otra, si te lo mereces o no, e incluso comienzas a pensar que se trata de una broma pesada. Afortunadamente, no fue el caso.
Y bien, cuento esto, no por insuflar mi usualmente malogrado ego, que de eso ya se ha ocupado el hecho del premio en sí –en pequeñas dosis, todo viene bien, ¿no creen?-, sino porque, en el acto de entrega, me vi en la tesitura de decir unas palabras. Claro, quieres quedar bien, ¡te han dado un premio literario! Pero, por otro lado, tampoco quieres caer en tópicos y hálitos de grandilocuencia. La noche anterior estuve dándole vueltas al tema –lo admito, soy bisoño en esto de recoger premios, rookie que dirían los americanos- y decidí unas líneas generales. Finalmente, a la hora de la verdad y como no podía ser de otra manera, improvisé y driblé así la impostura. Y me alegro.
Ahora, en estas líneas, quiero recoger parte de lo tenía pensado. Me saltaré, para favorecimiento del lector, los tradicionales agradecimientos:
«Para mí el teatro es un acto de valentía. No solo por el actor, que se expone sin tapujos ante el espectador; o por el dramaturgo, que, inevitablemente, siempre deja parte de sí mismo en el texto que escribe; sino, sobre todo, por el paupérrimo estado del teatro y las duras condiciones que ofrece y siempre ha ofrecido éste.
Y es que, como suele decirse, el teatro vive en coma desde su nacimiento. Sin embargo, tiene ese no sé qué, que qué sé yo, que quién sabe qué y no sé por qué. Y podría seguir. Hablando en plata, el teatro es una droga que engancha a cualquiera que la prueba. Y una droga dura, ¿eh? Puro veneno, vaya. Pero el teatro, y vuelvo a la idea que intentaba desarrollar antes de perderme por el mundo de las sustancias psicotrópicas, nos arroja a la mayoría de los que nos dedicamos a esto a la precariedad. Porque es así. El teatro siempre ha sido terreno de marginales, parece casi inherente a ello. No en vano, a los primeros cómicos españoles no se les permitía ser enterrados en campo santo.
Se crea, pues, una tóxica relación de amor/odio entre el aficionado al teatro y el mismo. Algunos sucumbimos, y pasamos de aficionados a apasionados, e incluso nos lanzamos a vivir de (para) ello; o, al menos, a intentarlo. Pero esto de la precariedad, la incertidumbre, la inseguridad… Pues oye, no gusta a nadie. O casi nadie, que para gustos los colores. Me gustaría vivir en el s. XIX, en el París de la bohemia, y ser capaz de declarar decididamente que el arte está por encima de todo, de mi vida y de cualquier cosa… No ha sido así. Por tanto, desde la España del s. XXI, lo que digo es otra cosa ciertamente diferente.
Soy actor, graduado en Arte Dramático por la Escuela Superior de Arte Dramático de Sevilla, tengo un máster en Teatro y Artes Escénicas por la Complutense, al parecer también escribo… Y, actualmente, termino Geografía e Historia por la UNED y estoy doctorándome en Estudios Teatrales también por la Complutense. Pero, la verdad tras mi aparente obsesión por conseguir títulos, es que pongo cafés y limpio platos, porque toda esta retahíla de documentos importa realmente poco en estos tiempos aciagos. Al fin y al cabo, unos papeles no pueden determinar que seas válido o no para crear arte, ¿verdad?
«Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, es un pueblo que, si no está muerto, está moribundo», dijo el poeta. Nunca me figuré citando a Lorca, pero la vida a veces te lleva por caminos inesperados, y hasta aquí me ha dirigido ahora. Nosotros, los que nos dedicamos a esto, tenemos que empeñarnos como si no hubiera un mañana en colocar al teatro en un lugar alejado de su actual posición, que, muchas más veces de las que desearíamos, se mueve entre lo vacuo y lo inservible. Yo deseo un teatro patrio que mueva a la sociedad, aportándole. Esa es la palabra: aportar. Detesto los «teatrillos» densos y aburridos con los que se tortura a los escolares, no hacen más que vetar a los futuros espectadores; así como detesto el 21% de IVA y el resto de afrentas a la cultura que ni siquiera hace falta mencionar.
Así pues, aplaudo iniciativas como esta, el Certamen de Letras Hispánicas. Brindo porque siga sucediendo cada año y se den voz a nuevos autores, que los necesitamos. Agradezco fervorosamente al CICUS que lo hagan posible, pues, haciéndolo, aportan su tan incalculable granito de arena para que el teatro, que como decía siempre ha estado en coma, no expire definitivamente. Ojalá todos los granitos formen algún día una marea imposible de parar».
Esto fue, al menos en parte, lo que no dije. Salvé a los asistentes a la entrega de tamaño tocho y lo reproduzco ahora. Para inri de mi persona, los medios que se hicieron eco transcribieron mal mi apellido, ahora soy «Bullón» en vez de Butrón. En fin, nunca se puede tener todo.