Dolientes paradojas
Estoy atrincherado en mi departamento. Ya al bajar esta mañana a comprar alimentos, me crucé con un vecino con los ojos refulgentemente flúos. «Yo lo voté» susurró raspándome un poquito en la escalera. Tuve que intentar acertar varias veces a la cerradura de la calle. Un tupido tropel de homínidos bamboleantes inundó la vereda y me impidió salir. «Yo lo voté», «yo lo voté», decían unos y otros. Hice el esfuerzo por dar un salto, pero no iba a poder alcanzar la calle. Antes de volver sobre mis pasos, uno balbuceó: «vamos por el uno a uno». Se refería al dólar respecto a la moneda propia. Cerré la puerta a mis espaldas. Inspiré profundo para llegar de un solo impulso hasta la puerta de mi departamento, sin cruzarme con otro de estos ionesquianos moradores. Pero antes resuelvo tocarle a la vecina, para que me preste unos huevos. Me abre la empleada doméstica y antes que nada me dice «yo lo voté», emitiendo un fulgor resplandeciente de sus ojos. Ni siquiera acepta que la pongan en blanco y vota lo que la patrona le indica. Sólo saberlo me aterroriza y desisto de esperarla y me meto con angustia en mi casa. En eso suena el portero eléctrico y corro. Atiendo: «yo lo voté» dice la voz. Es el administrador del consorcio. Reprimo un grito para no declarar la pavura. Corro al teléfono a llamar… no, desisto, ya sé lo que voy a escuchar. Soy el teatrero transgresor, y estoy solo.
Si le diéramos valor de encuesta a las últimas elecciones realizadas en países de América del Sur, podría inferirse que el triunfo expresivamente conservador en algunos de sus ellos, tendría traslaciones para nada mecánicas a lo que serían sus reacciones en el consumo de espectáculos artísticos-culturales de sus respectivos medios. Esto supondría que los espectáculos que se dan en sus ciudades, sobre todo aquellos que presumen de un aggiornamento estético, deberían suponer una carga de escándalo proporcional al gusto de personas con recato ideológico, siempre según los indicativos de la encuesta mencionada, no propensas a radicalidades políticas que tengan que ver con transformar el orden instituido. Por contraste se desprendería que a mayor aplauso a un espectáculo en estos medios, más funcionalidad del mismo al gusto conservador de ese público compulsado. Y todo rasgo que alterara esa devolución, estaría en directa concordancia con lo que se opina del espectáculo visto: aparte de aplaudirlo, la historia del teatro habla de épocas en que se silbaba, se desataban peleas a trompada limpia (noche de Hernani, estreno de Ubú), se arrojaban cosas al escenario, se pateaba, se silbaba, maldecía, y hasta se propinaban golpizas a los actores que encarnaban a los villanos. Cosas inesperadas en un conservador, porque no son propensos, ni aún en los que los denigran, a perder las formas que suponen lo correcto. O sea, es pensable que muchas veces los públicos se guardan de dar su posición a costa de que ello quede mal. Otra cosa sería que aquellos criterios propensos a un conformismo cultural, adjudiquen a esos propios espectáculos, funcionalidades de alimento espiritual en la misma proporción en la que se enarbola el derecho a no ser molestado. Este yoísmo recalcitrante, no incorpora el condimento revulsivo que pudiera haber en una propuesta artística, en tanto a esta le cabe el mismo destino del que sufren aquellos programas de la tele, cuando el mirón, haciendo zapping, pasa desaprensivamente los que no le gustan. Por supuesto que queda entre los rasgos de la corrección conservadora, hacer como que lábiles despliegues estético-culturales, son de la exacta importancia que cada unidad conservadora espectatorial decide darles, en función de lo que afecta a su forma de pensar, a lo que parece, ninguna muy notable en verdad.
Así es que, de trabajar, como indican las encuestas, para público predominantemente conservador, que no obstante es capaz de aplaudir (y mucho), debería implicar una duda, para nada moralista, sobre si se cumple en hacer, en toda la profundidad que asume el crear, aquello que se promete hacer, prescindiendo de las asegurados mohines complacientes, que el ritual de encuentro asume para los conservadores, que son los que bancan a costa de no ser molestados en su derecho a consumir las culturas de las marginalidades sin molestias, cosa que al parecer, sus realizadores gustosos conceden, a cambio de una buena taaquilla. Las obras no dan cuenta de este gesto shockeante del electorado, o por contraste, quizá sí, a través del propio fenómeno teatral encapsulado en este sistema, que sería en realidad el que debería ser objeto de estudio y atención.