Zona de mutación

Rupturas del control consciente

Si es verdad que los melones se acomodan andando, y a través del movimiento, en un juego de objetos cargados, con todo tipo de pólvoras existenciarias, es esperable que la escena se acoja a dichos acomodamientos, en un encadenamiento susceptible de obviar los controles conscientes. Tales formalizaciones responderán a sincronicidades aptas a hacer fulgurar lo no tabulado, lo imprevisto. Siempre quedará saber, ante un orden probable, la pregunta sobre por qué esa y no cualquier otra disposición de los componentes. Qué consistencias y permeabilidades, orquestan una disposición a la que los elementos se amoldan. Qué gravedades y urgencias físicas o mentales del creador, asumen las densidades proclives a que una materia se corresponda en patrones de contigüidad o parataxis, a abrazarse con otra, metamorfoseando su química o aceptando una sutura capaz de mantener sus bordes yuxtapuestos, en contrastiva aceptación. Las arbitrariedades decisionales del artista, que ese día se levantó de una manera y no de otra, quizá con dolor de estómago o con algún excesivo optimismo, le da, sólo por eso, motivo para seguir un camino ‘x’ apenas sostenido en un detalle anímico. Pero el campo laberíntico por donde se registra su marcha, ilumina un derrotero en donde la aleatoriedad alcanza una corporeidad traducida en valores o calidades poéticas, del tipo: oscuro, conflictivo, rugoso, liso, eruptivo, etc. Sin embargo, un galimatías en donde yace la coyuntura de la develación, cual es, la de que eso ‘es’. En tal momento, con la misma intransferibilidad que tiene una persona al nacer. A esto le llamamos ‘valor existenciario’, en tanto se trata de un trance que representa genuinamente un proceso que es, y es dicho momento el que se postula como un lenguaje acrisolado susceptible de reclamar atención, lectura y demás. El público se magnetiza con el hecho de que eso ‘esté’ ahí. Es que la maravilla del niño que pregunta al escultor sobre ‘cómo sabía que el caballo ya estaba en la piedra’, es el don por el cual un acto se estetiza con determinadas intensidades, y que además tenga el poder de hacérselo ver. Hay para ello que sortear miles de trampas que impiden el emplazamiento adecuado del artista o del espectador. Si todos somos genios cuando dormimos, es deducible el complot político para que los niveles perceptivos no permitan la erupción de las latencias con las que el ser humano completa su mapa de procedimientos conductuales consigo mismo y con todos los demás que lo rodean. Ese mundo inscripto en nuestra interioridad se resuelve como pulsión en cualquier avatar.

Los lenguajes no son un extrañar a las semánticas, esa es una de las trampas. Para esto es imperiosa la actitud política integral del guerrero frente a los implementos cargados de rutinas y de protocolos de realización. El arte no es descubrir los propios límites sino un abordaje de los mismos. Ante esto, la eutanasia es el camino más trillado, el más a la mano. El suicidarse de rutinas y saberes, cuando el desafío es a nuestro no-conocimiento. Hay un trance de lucha que no anula las infinitudes sino que las potencia.


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