Desde la faltriquera

Kriegenburg, irreverente con Lessing

Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) es una de las figuras más apasionantes de la Ilustración; hombre enciclopédico, humanista, que combina conocimientos y acciones; teoría y praxis: el saber no basta; se necesita la experimentación, poner por obra los planteamientos teóricos, para no distanciarse de lo cotidiano. Por este camino consiguió un «rostro humano» para la Ilustración. Su aportación a la historia de la Cultura resulta ingente y bastante desconocida en España. Al teatro, o mejor a la redacción de la Dramaturgia de Hamburgo, llega un poco por azar: Lessing se traslada a Berlín en 1765 con la promesa del nombramiento de director de la Biblioteca Real, pero Federico II no da su placet y en compensación le ofrecen la dirección del Teatro Nacional de Hamburgo, que acepta parcialmente. Allí estudia a fondo el teatro, suelta amarras en relación al clasicismo francés, recupera a Shakespeaere y, además de formular una serie de propuestas muy interesantes que fundamentan la dramaturgia contemporánea, desarrolla una corta, intensa y compleja trayectoria teatral.

Sus obras teatrales son interesantes para el estudio, sugerentes por lo que suponen de evolución de la escritura dramática y complicadas de montar para el espectador actual. Necesitan por parte de los directores una conjunción de conocimientos y osadía, para concentrar y reducir acciones y modificar, sin traiciones planteamientos humanístico-filosóficos. Thalheimer afrontó la escenificación de Emilia Galotti fijándose en las relaciones amorosas y esta temporada el iconoclasta Andreas Kriegenburg afronta Natán el sabio, la otra obra más emblemática de Lessing, desde una lectura contemporánea y, en cierto sentido, irreverente.

Natán el sabio sitúa en la Palestina medieval y en tiempos de los cruzados, a tres personajes estilizados (mejor, encarnación de ideas, si se prefiere), representantes de tres religiones, la judaica, la musulmana y la cristiana. Además de discusiones enmarcadas en discursos tolerantes (toda una crítica, muy bien traída por Kriegenburg, al actual radicalismo, sobre todo, islámico y judío), la trama se complica con una trepidante historia de amor y con intereses económicos de los tres personajes. Al final, el director retoma la idea central de Lessing: toda religión es válida, si los fieles son coherentes, respetuosos y atesoran virtudes morales.

La traslación escénica, ya lo he apuntado, exige decisiones arriesgadas en dos niveles, el textual y de significado, y el propiamente escénico (¿desde qué perspectiva montar la obra?). Kriegenburg, como en otros montajes precedentes (El proceso de Kafka o El príncipe de Hamburgo de Von Kleist), opta por la deconstrucción y la desacralización de los personajes, que son muñecos en sus manos más que construcciones de caracteres, que se proponen contar una historia. Por otra parte, tamiza la fábula en el filtro de una poderosa imaginación, audaz e iconoclasta a un tiempo: cuenta y plantea los conflictos siempre con una visión distanciada, marcada por la ironía que a veces se desliza hacia la sátira, lo que irrita a sesudos compatriotas, la caracterización próxima al clown de los personajes y la construcción de peculiares escenografías que hablan de la complejidad de la mente humana y del encerramiento de los personajes entre unas paredes, que no pueden saltar.

Para Natán el sabio escoge la estética del comic y bajo ese prisma, sucesión de viñetas (escenas), se construye la narratividad escénica. Es claro que este punto de vista provoca situaciones hilarantes, que el público sigue, aunque según me dicen, extrañaron en el estreno que se produjo pocos días atrás, cuestión que refrendo porque vi como algunos espectadores abandonaron la sala en el descanso.

Junto al planteamiento estético, dos signos que están en la primera escena y que marcan el sentido de la escenificación: un hombre y una mujer abrazados, durante unos minutos al comenzar el espectáculo (el amor derribará las fronteras de la intolerancia ideológica); y los actores embadurnados con barro durante las tres horas largas de función. Signo de fragilidad y sometimiento, que le permite jugar con un acercamiento del público hacia ellos por su carácter miserable, que se quiebra con movimientos o expresiones del comic, lo que impide cualquier empatía emocional.


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