Robert Wilson y p.s. para Celia Mayer
En la puerta de los Teatros del Canal escucho una conversación antes de entrar a presenciar Letter to a man, creación de Robert Wilson: «vuelvo hoy, ayer me emocioné tanto que no pude dejar de llorar». Tal comentario sube mi expectación, pero salgo algo defraudado ¿qué ha pasado? Inicio un paréntesis, para advertir que el espectáculo cuenta con un intérprete de excepción, Mikhail Baryshnikov, y un tema fascinante, los diarios de Vaslav Nijinsky. Estos transmiten el deterioro de su salud mental en el umbral de la primera guerra mundial y de ellos toman, como texto central, los recuerdos de su época gloriosa y tormentosa a un tiempo, las aclamadas actuaciones con los Ballets Rusos de Sergei Diaghilev en París y las procelosas relaciones entre empresario y bailarín.
La marca Wilson está desde el primer instante y también la deriva de sus recientes espectáculos, cargados de texto (aquí reescrito por Christian Dumais-Lvowski) y apoyados más en la dramaturgia textual (a cargo de Darryl Pinckney), que en la ostensión del imaginario Wilson. Hasta hace no mucho, en las propuestas del creador americano primaba la estética, el gozoso magma de sensaciones plásticas por el impacto de imágenes y otras sensaciones sensoriales, la sucesión de signos a desencriptar y movimientos coreográficos geometrizados, pero que no obedecían a una lógica.
Escrito de otra manera, sobre la escena se sentía la presencia mágica de la experiencia del instante, acompañada de la correspondiente emoción estética, por la continua sucesión de sonidos o movimientos, que transportaban al espectador al territorio de las emociones y sensaciones incontroladas por la mente. Era una de las improntas que dejó Gertrude Stein, una perfecta desconocida en esta España cultural, en Wilson. La trayectoria de los últimos espectáculos caminan por otros derroteros: más pegado a textos interesantes, que predominan (aquí el de Nijinsky, pero recuérdese el de Marina Abramovic, que servía de base a The life and Death of Marina Abramovic presentado en el Teatro Real de Madrid). Estos reclaman el concurso intelectual del espectador para seguimiento de la narración y se diluyen las imágenes. Por otra parte, aquí, Baryshnikov se mueve con elegancia sobre el escenario, pero con las limitaciones de los sesenta largos y sin la acostumbarda codificación wilsoniana.
Este pasar las imágenes a un segundo plano conlleva un cambio de función de las mismas, porque ya no son conductoras del mundo personal del creador, sino ilustrativas de ideas o textos, y necesitadas de la palabra para la completa comprensión de las propuestas (esta tarea se puede complicar, si el espectador tiene que leer los sobretítulos porque su comprensión del inglés o del ruso es limitada). Esta dispersión sensorial y también visual si no se comprenden los idiomas que se hablan, dificultan la impregnación en el mundo de las imágenes. Por otra parte, la música imbricada en la propuesta escénica se escinde no participa de este teatro total que siempre Wilson ha buscado.
Regreso al comentario de la joven espectadora. Wilson hoy sigue impactando a aquellos que se acercan por primera (o primeras) vez, pero no golpea a los que ya han visto un buen número de espectáculos, porque ha cambiado el procedimiento y también porque las imágenes han perdido fuerza, en parte por la supeditación textual y también porque algunas resultan déjà vues. No escribo esto con ánimo crítico, sino como constatación de una trayectoria que por edad recorre la fase epigonogal, y con el ánimo de suscitar un debate estético, la emoción y el impacto que produce la novedad, y la necesidad de una renovación continua para no decaer en el nivel expectativa.
Post scriptum para Celia Terminator Mayer. Anuncia ahora la intención de que el Circo Price de Madrid, el único espacio en España dedicado al Circo, una disciplina artística necesitada de empuje en esta nación, o sus restos, pase de la gestión pública del ayuntamiento a una privada, asociaciones culturales en régimen de cogestión. La popularización de la Cultura, no consiste en bajar el nivel, sino en conseguir crear con más calidad (el espectáculo de Wilson, por ejemplo) y que lo disfruten, porque lo entiendan y lo gocen un mayor número de espectadores, también los de clases más populares; por otra parte lo que no es público es privado, aunque las asociaciones sean «desfavorecidas», populares y (afines). Si el Price acaba en manos de asociaciones, Terminator Mayer conseguirá dos efectos: externalizar un servicio público municipal y, en segundo lugar, cercenar toda posibilidad de mejora de una disciplina artística en declive en España, que forma parte de la tradición cultural. ¿Significa esto que Terminator Mayer también privatizará y externalizará la gestión del Teatro Español en grupos de aficionados, porque le parece un teatro elitista, como comentaba en mi anterior artículo? No quiero creer que Gerardo Vera y Sánchez Cabezudo como la rumorología les atribuye, estén moviendo hilos desde hace meses para llegar a esta degradación cultural ¿Santiago Eraso, director de Madrid Destino, con fama de gestor eficaz, aconseja esta deslocalización cultural de la concejal Terminator? ¿Es esta la política cultural real de Podemos, que no se escribe en el programa electoral, pero que se pretende imponer?