Críticas de espectáculos

Famélica/Juan Mayorga/La Cantera

Una oficina un tanto excepcional

 La corporación está infiltrada. Una facción secreta la subvierte y tiene colocados sus peones en todos los puestos del organigrama: desde el chófer hasta los empleados, incluyendo el consejo de administración. Objetivo final: el no hacer nada que no te venga en gana y dedicar el tiempo por entero a cultivar una afición (aprender latín o preparar tu bici, por ejemplo, para que sea la del «¡afilaooor…!»). El caso es convertir el trabajo en asueto y así, por arte de birlibirloque, alcanzar la felicidad. Claro está que, para funcionar y conseguir pasar inadvertido, todo «proyecto» como éste tiene que responder a dos premisas: primero, el estar limitado a unos militantes escogidos (el diez por ciento de la empresa); y segundo, disponer de una organización (y ¿cuál más efectiva que la que don Carlos (Marx) nos legó?). Si un país comunista como China asimiló el capitalismo, ¿por qué no proceder a la inversa implantando el sistema comunista en una entidad capitalista? Así se lo explican al empezar la obra dos miembros del «proyecto», Antonio (Gramsci) y Palmiro (Togliatti), a Enrico (Berlinguer), un neófito que acaba de entrar. Todos se dan protección mutua para mantener la ficción ante el conjunto de la empresa pero, aun así, se tienen que ayudar contratando a una serie de actores que hagan el paripé: que estén por todas partes, simulen que trabajan, se interesen por los expedientes y, de salir algo mal, ser ellos los culpables y puestos de patitas en la calle. Todo, como se ve, perfectamente calculado. Al principio, Enrico se muestra un poco renuente – ¡eso de tener que cantar «La internacional» con ese verso trasnochado, el de «famélica legión», que no le gusta nada, o de verse obligado a cotizar parte de su salario para subvenir a los gastos de la organización! – pero pronto se lee los libros marxistas que le prestan y se va amoldando con gusto a su nueva condición de «liberado»…

Parecería un cuento para niños, soñado por mayores, el que Mayorga nos relata aquí: la utopía de un administrativo cargado de gin-tonics en la barra de un bar y rodeado de amigotes (y la Pili, que hay que ver lo buena que está) al fin de la jornada laboral. ¿Quién pudiera superar la oficina con un «constructo» de este porte, entre Freud y los hermanos Grimm, ahorrarse madrugones y transportes, chanzas de compañeros, cabronadas del jefe, montones de cafés y no sé cuantas horas de hojear el mismo y árido legajo para al día siguiente empezar otra vez? Pero, ¿dónde encontrar esta bicoca si no fue, hace ya tiempo, en la Europa del Este en la que, ya se sabe – lo dijo el «mundo libre» – nadie daba ni golpe y consecuentemente se extinguió? Nos quedan, eso sí, los países del Sur, vagos y perezosos hasta no poder más – lo dicen esta vez los de Europa Central – y proclives, por tanto, a idear toda clase de excusas para no trabajar. Y la que aquí nos propone el autor, el famoso «proyecto», no está exenta ni de imaginación ni de comicidad. Presenciar como a estas alturas de la Historia, en plena transversalidad globalizada y una vez extintas las ideologías – sólo hay un pensamiento, el neoliberal – tres oficinistas conchabados hablen como lo hacían Marx y Engels y canten a coro la Internacional mueve a risa a todo un auditorio, más bien joven, que les toma como absurdos vestigios de otros tiempos. Y es que cabría preguntarse, estando en una farsa como estamos, ¿por qué apelar precisamente al comunismo y no a otra secta cualquiera solidaria, de las muchas que hay, apegada al secreto y la acción subrepticia como pudieran ser el Opus, los masones, el CNI o la Banca? Mayorga ha declarado que su elección venía no tanto de las tesis comunistas en defensa del trabajador (que aquí serían, ciertamente, de difícil aplicación) sino, por encima de todo, de la manera de expresarlas que tiene la doctrina marxista y su manejo riguroso y preciso del lenguaje a la hora de exponer sus demandas con toda propiedad. Fue, por tanto, el deseo de llegar directamente al público con las palabras justas que representan sus ideas lo que incitó al autor a usar la terminología de Marx aunque el viejo topo se quedara sin parte de las suyas en el empeño.

Con la llegada a la empresa de Rosa (Luxemburgo), una actriz contratada por «el proyecto», éste deja de ser el paraíso terrenal que aparentaba para convertirse en un batiburrillo sin orden ni concierto. Lista, dispuesta y metida en todas las salsas, intenta defender su puesto de trabajo esgrimiendo sus armas de mujer. En los pasillos, Enrico es asaltado por otros cofrades pertenecientes a la rama anarquista que le invitan también a participar en sus maquinaciones. Prevenidos sus camaradas por él mismo – de los tres, él se ha convertido en el más fiel – éstos le animan a que se infiltre en el nuevo grupúsculo y les tenga informados de sus planes. De modo que, de cantar «¡En pie, famélica legión!», ahora cantará «¡A las barricadas!», el himno de la CNT. A medida que el ritmo de la obra se acelera hasta casi llegar al paroxismo, Enrico se va dando de bruces con más agentes dobles. Ése es el caso de Palmiro (que fue chófer de Antonio y no se ha recuperado todavía), que se oculta entre los anarquistas bajo una rubia peluca femenina. Pero hay más camarillas que pululan y que Rosa conoce. Su manera de defenderse es bien sencilla: contratar más actores y ponerlos al servicio del «proyecto». Entonces, ¿quién va a hacer el trabajo? El diez por ciento preceptivo salta por los aires en pedazos y las cuentas de la empresa se resienten hasta estar muy cerca de la quiebra. Siempre dubitativo, Antonio toma una decisión: deshacerse de Rosa y presentarse al puesto de Presidente del Consejo. Pero la operación le sale rana: será Rosa quien resultará elegida y, tras relegar a sus antiguos compañeros a funciones intrascendentes (salvo a Enrico, que se lo deja para sí), arengará al resto de la empresa al repetido grito de «¡Regeneración!». Una vez más, el capital habrá ganado la partida.

A estas alturas de la pieza, el público no puede más de carcajadas. La continua inventiva de Juan Mayorga que no para de acumular sorpresas, el ritmo siempre «in crescendo» que le da la dirección de Jorge Sánchez y la consumada interpretación de los actores – Mabel del Pozo, Juanma Díez, Xoel Fernández y Aníbal Soto – componen una comedia desmadrada cuya misión primera es hacernos reír. No quiere ello decir que no esté plagada de esas disquisiciones sobre la situación que presenta en escena que son el distintivo de Mayorga: la pérdida de tiempo en la oficina que coarta nuestra libertad, la rutina embrutecedora de los trabajos, la eterna competitividad que distancia a los compañeros, las camarillas que se forman al abrigo de los distintos jefes o esa educación que se nos da desde la más tierna infancia con objeto de obedecer a nuestros superiores y ser siempre manipulables. No cabe duda de que, tras las risotadas, algo les quedará a los espectadores. Pero me parece vislumbrar en la comedia un fondo más profundo e intrincado que tiene que luchar con la forma en la que se pergeñó para salir del todo a la luz. Como indica el propio Jorge Sánchez en el programa de mano, Famélica fue construida «a ciegas», esto es, trabajando cada uno por su lado. Como si fuera una novela por entregas, Mayorga escribía una parte del texto y se la enviaba al director y al equipo actoral que la iba dando vida y movimiento a base de lecturas e improvisaciones. Luego vinieron los fotomontajes, los vídeos y los comentarios comunes hasta llegar a los ensayos. Y es de suponer que, en todo este proceso, lo prioritario sería el dar cuerpo a la obra e insistir en su comicidad. Pero al crítico le gustaría pensar que, siendo un texto de Mayorga, bajo la comedia «hay algo más» que una sucesión de carcajadas. Y un algo más que tendría que ver con nuestra situación política actual. ¿O es que acaso ese estado de la empresa que nos muestra nada tiene que ver con el país? Ocupado de siempre por el capitalismo (y cuando no, en guerra civil) decenas de grupos redentores, movidos cada uno por un «ismo», lo han intentado liberar. El resultado nunca fue muy brillante: enzarzados en luchas intestinas y a garrotazos los unos con los otros como aparecen en La riña de Goya, los partidos mal llamados «de izquierdas», incapaces de unirse, dejan el campo libre a la derecha. Vista así, en escena, la verdad es que da risa contemplar tanta y tan lamentable estupidez pero, cuando sales del Teatro del Barrio una vez acabada la función, no puedes reprimir la indignación ante tamaña falta de responsabilidad.

Como estamos en una comedia, el final es utópico pero abre un pequeño resquicio a la esperanza: Antonio, Palmiro y Enrico (dejando incluso éste su posición de «consejero personal» de la nueva presidenta del Consejo) abandonan la empresa recuperando su libertad y cantando la Internacional. Seguro que encuentran una nueva oficina… y vuelta a empezar.

Junio 2016

David Ladra

Título: Famélica – Autor: Juan Mayorga – Compañía: La Cantera – Director: Jorge Sánchez – Intérpretes: Mabel del Pozo (Rosa), Juanma Díez (Enrico), Xoel Fernández (Antonio), Aníbal Soto (Palmiro) – Con la voz en off de José Coronado – Ayudante de Dirección y Producción: Marta Cuenca – Diseño Escenográfico: Carmen Lara Cuenca – Realización escenográfica: Tania Barredo / Cristina Saldaña / Kaveh Izadyar – Diseño Sonoro e Iluminación: Maykel Rodríguez – Fotografías: Miguel Atienza / BEATMAC – Producción: Xoel Fernández / Juanma Díez / Jorge Sánchez. Teatro del Barrio. Todos los lunes hasta el 27 de junio


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