Ética, excelencia, belleza y neurobiología
El otro día leía una entrevista con el neurocientífico estadounidense Howard Gardner, profesor de Harvard y autor de la teoría de las inteligencias múltiples. Entre sus respuestas, pues la ciencia también da respuestas a algunas cuestiones fundamentales para la vida, hablaba de que aprender es el único antídoto contra la vejez.
Ahí el teatro, como análisis de las personas y de las relaciones que mantienen consigo mismas y con otras personas, es una escuela que, entreteniendo, nos enseña. ¿Acaso hay aprendizaje que no entretenga y produzca placer? O formulado de otra manera: ¿Se puede aprender algo sin gozo y con aburrimiento y desmotivación?
Claro, una cosa es enseñar, mostrar, revelar, analizar… mediante la acción teatral (corporal, verbal, lumínica, objetual, escenográfica) y otra, muy diferente, dar lecciones e instrucciones. Hay teatro que se empeña en dar lecciones y en instruirnos sobre lo bueno y lo malo y sobre lo que debemos pensar.
Otra de las respuestas que daba el neurobiólgo ponía la ética como condición de la excelencia profesional. Afirmaba, el doctor Howard Gardner, que en sus experimentos había descubierto que las malas personas no pueden ser profesionales excelentes. Tal vez tengan pericia técnica, pero no llegan a ser excelentes. No se puede alcanzar la excelencia si no se es capaz de ir más allá de satisfacer el propio ego, la ambición o la avaricia. Si no hay un compromiso con objetivos que van más allá de las propias necesidades para servir las de todas las personas, lo cual exige ética. Sin principios éticos se puede llegar a ser rico o técnicamente bueno, decía, pero no excelente.
Es curioso, yo siempre lo he pensado. Siempre he pensado que el teatro es, de todas las artes, una de las más humanistas, no solo por el análisis que (re)presenta de las personas y de sus relaciones, sino también por ser un arte vivo, directo, que se basa en un encuentro en el que participan actrices, actores, espectadoras y espectadores, junto a un equipo técnico y artístico. Un encuentro artístico, como una cita amorosa. Ahí se activan todos nuestros sentidos, todas las siete inteligencias, los siete tipos de inteligencia estudiados por Howard Gardner, pues, de alguna manera, el plano consciente y el inconsciente están actuando en los encuentros en los que se acentúa el factor humano y humanizador. Para que se produzca esa acentuación, el arte del teatro necesita incuestionablemente de la belleza redentora que fascina y enamora, que alumbra y deslumbra, que da miedo y atrae.
No resulta difícil deducir, entonces, que la belleza inmanente al hecho artístico, y al teatro en su naturaleza procesual e interactiva, es una condición de su excelencia.
La belleza es una condición de la excelencia en las artes escénicas y, por tanto, como resultado de una excelencia en la profesión derivará, también, de la ética. Y ahí volvemos a los parámetros clásicos que nos señalaban la bondad como un ingrediente necesario de la belleza.
Así pues, la belleza en el teatro acabará por ser deudora de la ética.
Afonso Becerra de Becerreá