Fabià Puigserver, Lluís Homar y los 40 años del Lliure
El teatro, a veces, no solo es un acontecimiento artístico al que acude una comunidad de espectadoras y espectadores.
A veces, el acto teatral es, además, una efeméride simbólica con una importancia social y cultural determinadas. En este caso, el interés suele duplicarse, siempre y cuando las dos vertientes, la calidad artística y la coherencia de la propuesta en relación a la efeméride que celebra, se correspondan y estén a la altura de las circunstancias, o por encima de las mismas.
Este es el caso del emblemático espectáculo del Teatre Lliure LES NOCES DE FÍGARO, de Caron de Beaumarchais, dirigido por FABIÀ PUIGSERVER en 1989, que se repone para celebrar el 40 ANIVERSARIO de la fundación del LLIURE, honrando el recuerdo de uno de sus principales artífices.
Siempre he oído decir maravillas de Fabià Puigserver, por parte de personas que le conocieron muy de cerca, también de algunas de las que participaron con él en la creación del Teatre Lliure.
En mi caso, supongo que por cuestiones de edad y por pasar mis primeros años apartado de los centros teatrales, nunca vi un espectáculo de Fabià Puigserver, pero observé fotografías de sus trabajos que siempre me han hecho pensar en él como en una especie de inventor, de artista inventor, una especie de Leonardo da Vinci del teatro. Els Joglars, por ejemplo, aún siguen utilizando en todos sus espectáculos los paneles de luces laterales con 72 lámparas dicroicas en cada panel, según la ideación de Fabià, según creo haberle escuchado decir a Boadella.
En la exposición sobre Fabià Puigserver, que montó el Museo de las Artes Escénicas (MAE) del Intitut del Teatre en 2012, se podía apreciar el mágico paso de la artesanía al arte teatral, en la capacidad para que los materiales sencillos y humildes adquiriesen la forma audaz y fascinadora de la belleza.
La reposición de uno de sus montajes más emblemáticos, LES NOCES DE FÍGARO, dirigido ahora por quien había interpretado en los años ochenta el personaje de Fígaro, Lluís Homar, y con un nuevo reparto, ha implicado que el espectáculo teatral adquiriese el halo de un evento especial. A ello contribuye, sin duda, el significado histórico, la revalorización de la creación teatral, del espectáculo, como obra susceptible de ser recuperada, el valor afectivo y simbólico de un trabajo actual que se conecta, directamente, con un trabajo anterior, y, por supuesto, el homenaje a alguien fundamental para las personas y las instituciones de las que formó parte: el Teatre Lliure, por extensión el teatro catalán y el español.
El domingo, 4 de diciembre de 2016, dos días después del estreno, la Sala Fabià Puigserver del Lliure de Montjuïc, estaba llena hasta la bandera, con un público cuya media de edad rondaba los sesenta, setenta años. En el coloquio posterior a la función, tres espectadoras comentaron que habían visto la versión inicial de Fabià y que tanto aquella como ésta, de Homar, les habían resultado igualmente satisfactorias.
A mí me daba la impresión, además, que allí había un público culto que había crecido con los montajes del Lliure. Un amplio colectivo que se había cultivado en esa casa en la que el teatro asume el reto de interpelar cada época, desde una sensibilidad que nunca abdica de los valores humanistas e ilustrados, sin dejar de mantener la amabilidad del espíritu lúdico de una teatralidad que no se esconde, sino que se aprovecha al límite para explorar las máximas posibilidades en la creación de pactos de juego con la recepción.
LES NOCES DE FÍGARO es un juguete cómico que nos delecta con las artimañas que despliegan las ansias de lubricidad y amor entre personajes de diferentes estratos sociales. Aristócratas y sirvientes actúan hoy como metáfora sobre los niveles de poder en las relaciones sociales y sobre nuestra capacidad para subvertirlas y alterarlas en base a nuestras necesidades y ansias más primarias.
El matrimonio es una institución social y la boda es el ritual que lo rubrica. Antes que el Derecho Civil viniese a legislar y controlar las uniones amorosas, bajo el pacto de permanencia para formar una familia, las religiones y las morales ya se ocupaban de ponerle cancillas y aranceles a la sabrosa fruición amatoria primera, para amarrar a sus actores antes de que ésta huyese.
En una época de represiones, respecto a la institucionalización del amor, que regula los encuentros sexuales y eróticos, los personajes desarrollan juegos fantasiosos para poder gozar de los rincones y escondrijos.
Saltarse las reglamentaciones aguza el ingenio y justifica el enredo para una comedia.
La escenografía de Puigserver dispone en el foro y los laterales de la caja escénica una serie de pórticos y balcones cubiertos de celosías. Puertas corridas con columnas adosadas entre medias, para generar un espacio rítmico, de evocación árabe por la repetición geométrica de las formas y los motivos que articulan la estructura.
Esta escenografía recoge el mismo estilo que nos envuelve en toda la Sala Fabià Puigserver. Una estilización arquitectónica atemporal a base de repetir finas columnas adosadas, arcos de medio punto y vanos circulares en colores ocres amaderados oscuros. Un espacio acogedor y dúctil, cuya decoración no parece una decoración porque no se impone ni condiciona las diferentes propuestas escénicas que se programen en esta sala.
No obstante, la escenografía de LES NOCES DE FÍGARO, con las celosías y tocada de un color más claro que el resto de la sala, vendría a constituir el paradigma de espacio lúdico para la comedia, con muchas puertas, tanto en el fondo como en los laterales, que igual sirven para entrar que para salir, para huir o para esconderse, para aparecer de improviso…
Este espacio tan diáfano y, a la vez, de escondite, quizás por las celosías que evocan las puertas de los confesionarios, es susceptible para la desdramatización de los celos, por amor o por vanidad, así como para resolver la ecuación entre la locura y el honor.
El montaje de Lluís Homar adquiere un tono de comedia épica, ya que más que de identificaciones afectivas y de emociones, se ponen en marcha ideas.
La previsibilidad de los personajes viene dada por la acción más que por el retrato del tipo o del estereotipo, y nos sirve para analizar los comportamientos.
El juicio con el que comienza la segunda parte hace explícita esta intención de poner en el centro las ideas. Incluso, con el recurso metalingüístico sobre el documento de deuda de Fígaro, se remarca la importancia de las construcciones retóricas de la lengua como traducción de las ideas y, a la postre, como operación sobre la realidad.
Beaumarchais añade obstáculos al «happy end» respecto a las aventuras de la Condesa Almaviva, su sirvienta Susanna y el prometido de ésta, Fígaro. Las dos mujeres, la Condesa y Susanna, con la ayuda de Fígaro, llevarán a cabo el escarmiento al Conde de Almaviva, para castigar sus celos y, a la vez, su infidelidad.
Entre los clímax de la obra y del espectáculo, la anagnórisis por señales en el brazo de Fígaro, en la que se nos descubre, tanto a los personajes como a la recepción, sin posiciones superiores de ésta sobre aquellos, que Fígaro es el hijo de la mujer que le reclamaba como deuda el dinero de un préstamo y el matrimonio, Marcelina, criada de la Condesa.
Ahí Beaumarchais nos muestra la transformación automática de las actitudes y los roles, casi como en un truco de magia, y podemos observar como la tensión entre Marcelina y Fígaro, cambia substanciosamente. Sin embargo, los celos que nos ciegan siguen actuando en la mirada de Susanna, prometida de Fígaro, respecto a Marcelina, que la ve como a una mujer horrible, hasta que se da cuenta de que, en realidad, es la madre de su amado y, entonces, pasa a encontrarla adorable.
Fígaro lo cuenta en una de las escenas, a manera, de reflexión aforística: «Los celos son el hijo idiota del orgullo o la locura de un enfermo.»
Ese tono reflexivo vuelve a poner en foco la importancia del juego intelectual y del placer del pensamiento, llevándolo por un lado y dándole la vuelta.
El enredo de esta comedia, en la dirección de Lluís Homar y con el equilibrio interpretativo y la entrega energética de todo el elenco, se nos muestra exento de sensacionalismo. Estamos ante una propuesta que hila muy fino respecto al tono de comedia, sin hacer concesiones a la risa fácil.
Otro indicio de este equilibrio lo podemos constatar en el momento final del soliloquio de Fígaro, en el que confiesa su desengaño. Desde el proscenio baja del escenario, se encienden las luces de la platea y el actor, Marcel Borràs, nos mira directamente, sin máscara ostensible, como en un auténtico momento de verdad. La luz encendida en la platea redunda en ese contraste respecto a una identificación dramática que acentúe la convulsión emocional, dando pie a una comunicación más orientada al pensamiento y al debate, en el que la luz no solo es de fiesta sino también de análisis y clarividencia.
Ciertamente, Beaumarchais, como hijo de relojero y precursor revolucionario, antes de la Revolución Francesa, como nos explica Homar en el coloquio, nos brinda un enredo muy enredado, con reconciliaciones después de las acciones que dan la lección final al Conde de Almaviva, burlando la manipulación de la justicia y el abuso de poder, para trasladar la posibilidad de que el aprendizaje, tanto en el escenario como en la vida, pueda y deba ser un asunto feliz.
Cuanto más se enreda el enredo, más gozamos de su filigrana, y más se despierta la cooperación intelectiva.
La ingeniería de esta comedia y el «savoir faire» del equipo artístico del Lliure nos atrapan. Sentimos que nos llevan por donde quieren llevarnos sin cerrarnos los ojos, haciendo de la síntesis teatral un ahondamiento de amplitudes magníficas.
Afonso Becerra de Becerreá.