Velaí! Voici!

Incandescencia teatral en Um punhado de terra

En Galicia, en la aldea de mis abuelos, en los tiempos de la niñez, años ochenta, aún había cocinas terreñas. «Lareiras» sobre lastras encima del suelo.

Siempre que me dejaban mis padres, escapaba a la aldea. En las vacaciones escolares de la Navidad o por las frías fechas del Carnaval, cuando los días aún son cortos y las noches largas, nos reuníamos alrededor de la lumbre, hoy en una casa, mañana en otra.

Allí se hablaba de las tareas agrícolas, de las cosas del ganado. Se hablaba de cada vaca y de cada becerra, como si fuesen personas, igual que de los perros, de los lobos, de las ovejas… Se interpretaban sus actitudes y sus maneras de relacionarse. El discurso era primoroso en detalles y en metáforas, prosopopeyas, repeticiones y variaciones. La forma del discurso tenía un aquel reposado, pero lleno de música, porque la fraseología popular estructura musicalmente los grupos de sentido, y porque las repeticiones y variaciones de expresiones generaban un vaivén verbal, adobado de los silencios necesarios, semejante al centelleo de las llamas.

Para mí, aquella atmósfera, resultaba altamente cautivadora: la tierra, las piedras, la lumbre crepitando en los troncos de roble, el humo alzándose hacia los techos negros, llenos de estalactitas cenicientas. «Sarrio» en las telas de araña, en las varas de colgar los chorizos, en la «gramalleira» (cadena) que pende del burro para enganchar el pote (para las personas) o el caldero (para los cerdos).

Los relatos alrededor de la lumbre se sumaban y recuperaban, también, capítulos del pasado, leyendas, refranes.

Pensándolo ahora, me da la impresión de que aquel encantamiento, además de los asuntos que se trataban en la conversación, venía del empleo de palabras antiguas, únicas, de esas que casi no pertenecen a la lengua y no salen en las normativas ni en los diccionarios. Las lenguas son pactos generales, pero en mi aldea las palabras aparecían por entre los labios como denominaciones únicas, exactas, ajustadas a los matices de aquel mundo, tan vinculado con el de los muertos y tan lleno, también, de prospecciones de futuro, casi mágicas.

Insisto en pensar que la dicción de aquella gente mayor en la «lareira», se contagiaba del crepitar de la lumbre y del soplar del viento arrancando las losas del losado, o del tamborilear de la lluvia.

Insisto en pensar que aquellos hablares, aquellos cuentos, estaban imbuidos por la sinergia con la lumbre cariñosa y humanísima del lar (muy distinta al fuego asesino que arrasa los montes). Hay unos versos de Uxío Novoneyra que lo describen de la manera más bella y más sencilla que podamos imaginar:

«Neva no bico do cume

neva xa pola ladeira

neva no teito e na eira.

………………………………………

………………………………………

……………………………………..

Eu a ollar pro lume

i o lume a ollarme.

O lume sin queimarme

fai de min fume…»

(Nieva en lo alto de la cumbre / nieva ya por la ladera / nieva en el techo y en la era. // Yo a mirar para la lumbre / y la lumbre a mirarme. / La lumbre sin quemarme / hace de mí humo…)

A veces, en el teatro, se produce una incandescencia encima del escenario, que nos cautiva, como si fuese un lar. De repente la actuación se convierte en un alumbrar, que parte de la sencillez de elementos materiales, físicos, y tan antiguos como puede ser el cuerpo humano, su voz, o su movimiento, un suelo de tablas o de tierra…

La Sala Ingrávida de O Porriño, el sábado 14 de enero de 2017, nos ofreció UM PUNHADO DE TERRA de Pedro Eiras, por el Teatro Art’ Imagem (A Maia. Portugal), con dirección escénica de José Leitão.

Un espectáculo en el que sucumbimos al hechizo de una danza contenida y escondida en la actuación de Flávio Hamilton. Una danza secreta que guarda un fuego bien canalizado sobre la tierra y el agua de las charcas del escenario. Porque así era el espacio escénico: un suelo de tierra, con varias charcas, el actor, la luz y el texto.

Flávio, el actor, trabaja desde una utilización marcadamente extracotidiana del cuerpo, siempre jugando con diversas amplitudes en el desplazamiento del eje de equilibrio. De tal modo, su estar nunca es parado o estático, nunca se descarga de movimiento y de energía, aunque, por momentos, sea casi imperceptible o abiertamente ostensible.

Por otra parte, el texto, en una articulación convergente, sin que la actuación lo ilustre, hace aparecer una voz que impreca, que describe, que expone sucesos y paisajes que casi podrían parecer el relato de las peores pesadillas.

Pedro Eiras, el autor, señala: «É muito tarde, tarde de mais, mas ainda podemos ouvir estes pés negros que chegam da escuridão, tacteiam a terra, a medo, esta voz que chama pelo seu deus e tem uma história a contar e um pedido a fazer, ainda vamos a tempo de – pelo menos – contar outra vez a história que nunca foi contada, que foi sempre transformada en marcha militar, datas, mapa, quando muito desculpas tingidas de má-fé, contar, ouvir.

Essa voz, ouço-a há muito tempo. Um dia, escrevi o que ela dizia. Por palavras minhas. Era um punhado de terra amarga, que eu devia comer. É tarde, tarde de mais, mas ainda podemos ouvir, ainda é cedo.»

(«Es muy tarde, demasiado tarde, pero aún podemos oír estos pies negros que llegan de la oscuridad, tantean la tierra, con miedo, esta voz que llama por su dios y tiene una historia que contar y una petición que hacer, aún estamos a tiempo de – por lo menos – contar otra vez la historia que nunca fue contada, que fue siempre transformada en marcha militar, fechas, mapa, como mucho disculpas teñidas de mala fe, contar, oír.

Esa voz, la oigo desde hace mucho tiempo. Un día escribí lo que ella decía. Por mis palabras. Era un puñado de tierra amarga, que yo debía comer. Es tarde, demasiado tarde, pero aún podemos oír, aún es temprano.»)

¿Teatro de la memoria histórica, usurpada también por los que, además de colonizar, han escrito la historia canónica?

Nunca es tarde para restituir aspectos y capítulos escondidos. Nunca es tarde para acercarse al acto de justicia de recuperar la historia de los vencidos, de los esclavos, de los sin voz.

La primera obra conservada de la civilización occidental, Los persas (472 a. C.) de Esquilo, intenta, precisamente, algo así cuando da voz a los vencidos en la Batalla de Salamina. No obstante, en Um punhado de terra de Pedro Eiras la voz del esclavo, que nos interpela, no es la voz de un guerrero militar vencido en una batalla, sino la de alguien que en ningún caso eligió la contienda ni el poder sobre otros.

Solo la memoria, además de conferirnos identidad, puede salvarnos de repetir los mismos errores. Sobre todo cuando esa memoria se asume desde la reflexión y una cierta implicación emotiva. El escenario teatral es, quizás, el ámbito más idóneo para la conjunción: contribuye a crear identidad (conciencia) colectiva y lo hace desde una implicación afectiva, no necesariamente exenta de razón.

Pedro Eiras advierte, en el programa de mano del espectáculo de Teatro Art’ Imagem: «Practicamente todos os factos que descrevo neste monólogo são verídicos; junto-os, mesmo se não aconteceram todos no mesmo século. […] Um monólogo pede um trabalho de ritmos, tessituras, um fluxo de ideias e imagens. Sem sacrificar essas regras, e sem esquecer a exigência ética que em primeiro lugar me levou a escrever, procurei que este texto fosse o mais possível próximo dos factos registados. Apresentar os ecos que sobreviveram até nós e ser o menos possível – ou mesmo nada – enquanto dramaturgo.»

(«Prácticamente todos los hechos que describo en este monólogo son verídicos; los junto, incluso aunque no hayan ocurrido todos ellos en el mismo siglo. […] Un monólogo pide un trabajo de ritmos, tesituras, un flujo de ideas e imágenes. Sin sacrificar esas reglas, y sin olvidar la exigencia ética que en primer lugar me llevó a escribir. He intentado que este texto se aproximase lo más posible a los hechos registrados. Presentar los ecos que han sobrevivido hasta nosotros y ser dramaturgo lo menos posible, o incluso nada.»)

Un texto antidramático, muy narrativo, lleno de imágenes perturbadoras y terribles en las que se le da voz a un esclavo, a un colonizado brutalmente.

Sin embargo, el personaje y su historia permanecen en el texto, evocados para nuestra imaginación.

En la escena solo hay realidad: un actor con un movimiento calibradísimo, que no cesa ni en la aparente quietud, que no ilustra ni redunda lo que el texto expresa, tierra fresca en el suelo y charcas de agua real.

Un escenario posdramático, porque afirma la realidad, en su morfología y en su materialidad (tierra, agua, el actor y su movimiento), para un texto antidramático. La emoción y el pensamiento lo ponemos nosotras/os, las espectadoras y los espectadores.

Me llamó poderosamente la atención que en ningún momento hubiese aparecido una actitud vinculada al odio, en una historia que nos remite a alguien esclavizado y torturado. Hay asombro, hay alerta, hay tristeza, hay furia, hay ternura, incluso una especie de maldición ritualizada final… pero non hay odio arrasador.

No hay odio porque el personaje evocado es un superviviente, y para sobrevivir el odio es contraproducente. El odio se ceba, sobre todo, con quien odia y acaba por resultar auto aniquilador.

Velahí la sabiduría y la dignidad de quien lleva los pies descalzos sobre la tierra fresca y, aún así, es fuego. La lumbre humana que activa el cuerpo y se asoma por los ojos, esa lumbre lar.

Afonso Becerra de Becerreá.


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