Ego divino
Sin ningún miedo a equivocarme ni menos a que el cielo se cubra con amenazantes nubes de tormenta de las cuales se desprenda un rayo castigador para aniquilarme por mi suprema herejía y declarándome responsablemente en pleno ejercicio de todas y cada una de mis facultades mentales, puedo afirmar con plena convicción que soy un dios poderoso. Un ser tan divino como todos y cada uno de los seres humanos sobre esta tierra, con la suprema cualidad de crear y lamentablemente, también con el infinito poder de destruir. O lo que es equivalente, asegurar que todas las divinidades pasadas, presentes y futuras, son humanas, tan humanas como los demonios. No debemos olvidar que por siempre, desde los griegos a los católicos, pasando por la más amplia gama de mitos de cuanta cultura en la cual se piense, el hombre ha creado a todos y cada uno de sus dioses, a su imagen y semejanza, y no a la inversa como algunos pregonan.
Las divinidades griegas y romanas eran verdaderas familias con toda la complejidad de las relaciones humanas y a Jesucristo hubo que acomodarle algo para que José no se sintiera engañado.
¿Pero si somos dioses por qué siempre vivimos angustiados por demasiados problemas imposibles de resolver?
Lo siento, no tengo la respuesta, soy dios, pero nunca he sido mago.
¿Y de la esperanzadora infinitud o trascendencia qué?
Así como un dios que no sea invocado no existe, nosotros desapareceremos solo en el momento en que nuestro recuerdo se oculte tras el velo del tiempo.
Dioses y demonios son recordados no por quienes fueron o como fueron sino por lo que hicieron o son capaces de hacer en ausencia.
Difícilmente Jesucristo cumple con el arquetipo de los hombres de su región pero de los milagros que se le atribuyen si hay mucho que contar.
Aseguremos entonces nuestra trascendencia por medio de nuestras obras. No es indispensable que sea a escala planetaria o cambie el destino de la humanidad, basta simplemente con la honestidad del acto creativo para potenciar así nuestra posibilidad de permanencia, primero en nuestros afectos más cercanos, llegando quizás a fronteras nunca imaginadas.
Aunque estén en riesgo de extinción, masacradas por la revolución tecnológica de las comunicaciones digitales de la cual involuntariamente somos actores principales, una carta re descubierta después de años de olvido, puede hacer renacer afectos y poner en la palestra agradables recuerdos relacionados con el remitente. Mejor aún si esta carta forma parte de un pasado intercambio epistolar.
El escribir, aunque no sea poesía, prosa poética o lo que oficialmente se considera como literatura, también es un acto creativo por cuanto traducimos a palabras el lenguaje de nuestro imaginario.
Plasmar ideas en cualquier tipo de lenguaje, ya sea la palabra, la imagen, el sonido o una mezcla compleja de varios sentidos a la vez, de cierta manera es una forma de trascender.
No necesitamos de una divinidad externa a nosotros mismos para lograr la añorada infinitud.
Quizás no como existencia material tangible pero si como permanencia inmaterial en el dominio de las ideas, los sentidos y por sobre todo en los recuerdos.