Una tragedia color de rosa. Teatro Praga. Festivais Gil Vicente
El escenario como espacio de la imaginación, de los sueños y pesadillas. Un lugar más allá de lo común y de sus anodinos usos y costumbres.
En este sentido, el escenario tiene la oportunidad de despegar de los estilos realistas, que imitan esa realidad común y sus lógicas de conveniencia, para generar poemas escénicos que, como una lente de aumento, pueden acumular la luz sobre un punto determinado abrasándolo. Una lupa que concentra la luz sobre un punto y produce una combustión que abrasa las conveniencias.
Ahí, el escenario, en vez de un espejo de la realidad, vendría a ser una lente de aumento que también puede convertir una mota de polvo en un monstruo de varias cabezas.
Los Festivais Gil Vicente de teatro contemporáneo de Guimarães, que se celebraron del 1 al 11 de junio de 2017, apuestan por creaciones innovadoras que suelen ir más allá de los límites y convenciones espectaculares habituales. Rui Torrinha, su director artístico, promueve, en esta cita, las nuevas dramaturgias y las relecturas de obras clásicas, además de juntar a un grupo de creadoras/es de la zona de Guimarães en un seminario de dramaturgia, tutorizado por José Maria Vieira Mendes, del que saldrán propuestas para los Festivais Gil Vicente del próximo año.
En todo ello se puede captar una tendencia al proceso, al cambio, a un dinamismo que no quiere acomodarse. Tendencia que, según mi opinión, debería estar en la base de la creación en artes escénicas.
Relacionado con todo esto está la capacidad para plantear relecturas de obras clásicas. Ir más allá de su representación o puesta en escena, para presentárnoslas como algo nuevo, en conexión con las estéticas actuales, desde perspectivas próximas.
Esto parece más pertinente aún si se trata de una obra que aborda los desasosiegos de la adolescencia y su difícil encaje en una sociedad pacata y preocupada por las apariencias y las conveniencias.
La adolescencia es un tránsito más vertiginoso y ostensible, quizás, que el resto de las edades.
Nos referimos a Despertar de la primavera (1891) de Frank Wedekind, uno de esos clásicos de la literatura dramática que, con su sátira de la educación moralista y beata, así como de la hipocresía en el seno de la familia y de la sociedad, más que un espejo, parece ponernos delante una lupa, que resalta la deformación grotesca de los usos y costumbres de una época, que siguen resultándonos reconocibles y próximos.
Despertar da primavera, uma tragedia de juventude (Centro Cultural de Belém. Lisboa, 24 de febrero de 2017), en la reciente traducción portuguesa del dramaturgo José Maria Vieira Mendes, da lugar al último espectáculo de la compañía, radicada en Lisboa, Teatro Praga y que pudimos ver en los Festivais Gil Vicente de Guimarães el 2 de junio de 2017.
El equipo formado por André E. Teodósio, Cláudia Jardim, Cláudio Fernandes, Diogo Benta, Gonçalo C. Ferreira, João Abreu, Mafalda Banquart, Óscar Silva, Patrícia da Silva, Pedro Zegre Penim, Rafaela Jacinto, Sara Leite y Xana Novais, nos lleva lejos de las estéticas realistas para aproximarnos a un juego casi carnavalesco, en el que la teatralidad se hace ostensible, y con ella brotan las fantasías y las inquietudes de la adolescencia.
El descubrimiento de la sexualidad, a través de la sensualidad exacerbada en conexión con los elementos de la naturaleza, el viento cálido acariciando la piel, el rumor de las hojas, el frescor de la hierba, los cantos de los pájaros, los grillos… y toda esa empatía que se genera respecto a las fuerzas telúricas y al despertar de la primavera, que se encuentra en el texto de Frank Wedekind, se substituye aquí por un universo rosa, de purpurina, luces de neón, unicornios de peluche, hinchables de piscina en forma de pato, cisne, etc. Un universo que nos remite a la iconografía pop de Hello Kitty, con sus lacitos, sus ositos, su profusión de corazones y toda esa amplia gama de productos comerciales que, de alguna manera, han substituido la relación directa de la infancia con la naturaleza, los animales, las plantas, los árboles, el bosque, el río…
Teatro Praga, además, substituye los sonidos de aves e insectos nocturnos por los pitidos de mensajes de whatsapp, tonos de mensajes de grupos de contacto para encuentros homosexuales e introduce números musicales discotequeros.
Vieira Mendes crea una lengua franca para el espectáculo de Teatro Praga, en la que se mezclan vocablos antiguos del portugués, palabras en latín, en francés, en alemán… Una promiscuidad idiomática que, por veces, nos puede recordar que estamos ante una obra de otro siglo, y, por veces, hacernos pensar en una civilización del futuro que maneja una amalgama lingüística.
Sin embargo, finalmente, acaba por ganar la sensación de que se trata de un lenguaje colonizado, en una alta proporción, por palabras y expresiones en inglés. Éstas son las que más nos llaman la atención al conectarse con las tendencias globales. El portugués inglesizado y globalizado que corre paralelo a los referentes estéticos y culturales introducidos por toda la industria estadounidense. Los dibujos animados, los juguetes, las series de ficción televisiva, las películas de Hollywood, los “talent show”, los “big brother”, la industria musical y discográfica, los videojuegos… constituyen la envoltura de una generación que crece bajo la luz artificial, ante pantallas de plasma, por entre la maraña del universo digital. Ese es el bosque al que huye la juventud de nuestros días.
Ahí Portugal se diluye, igual que puede diluirse cualquier lugar. Por eso el espacio escénico es indeterminado y la pandilla adolescente se mueve, des-localizada, en un no-lugar.
Un no-lugar que cede las características socioculturales y nacionales, de un territorio determinado, al espacio de las ansias de algo nuevo, desconocido y desbordante, que se despierta en la adolescencia.
Al fondo del escenario, unas letras gigantes perfilan la palabra “NEW” dándole la espalda a la platea, a nosotras/os. Unas letras rosas con bombillitas. Las niñas y los niños sienten algo nuevo, que no saben de dónde viene. Algo nuevo que les resulta atractivo y que se traduce, también, en nuevas actitudes y deseos que chocan con los designios de sus padres y de sus instructores.
Surge, imparable, la necesidad de exaltar el cuerpo, que comienza a cambiar, de mostrarlo, de conocer el cuerpo del otro, de la otra, de abrir las puertas que están cerradas. Huir de las obligaciones impuestas por los adultos. Saltarse los tabús. Todo esto encuentra vías de escape en esa selva digital, en las redes sociales, en los grupos de contacto.
En la obra de Wedekind encontramos, al menos, tres grupos claramente diferenciados: las chicas y los chicos; las madres y los padres; los profesores, el cura, el rector.
El primer grupo, el de las chicas y los chicos, se caracteriza por una mezcla de ingenuidad apasionada y por una capacidad de reflexión crítica abrumadora.
En la dramaturgia de Teatro Praga las 4 chicas del original pasan a ser 3, y los 8 chicos pasan a ser, también, 3.
De las 3 chicas, dos descubren sus deseos eróticos más prohibidos, de los que menos noticia tenían, y Teatro Praga crea una hermosísima escena lésbica en la que prima la danza y el movimiento. Esta escena lésbica sería equivalente a la escena VI del Acto III de la obra de Wedekind, en la que Ernst y Hänschen se rinden al placer que se despierta entre los dos jóvenes, cobijados por la viña rebosante de uvas y confesándose un amor sin nombre, que choca con aquel amor heterosexual que les había sido inculcado.
La tercera chica, acaso la primera, es la cándida Wendla Bergmann, que se queda embarazada, sin saberlo y sin quererlo, del joven Melchior Gabor. La Señora Bergmann, su madre, en la adaptación de los Praga, le practicará un aborto a la adolescente que le causará la muerte.
Del grupo de los chicos, el protagonismo es para el dúo formado por Melchior Gabor y Moritz Stiefel. Éste último se suicida debido a la insoportable presión que le supone no pasar de curso, de cara a sus padres. En la dramaturgia de los Praga también parece insinuarse, entre las causas que llevan al preocupado Moritz Stiefel al suicidio, los remordimientos y el sentimiento de culpa por su relación con su amigo Melchior Gabor.
El segundo grupo de personajes diferenciado en la obra de Wedekind es el de las madres y padres, ejerciendo, en trazos generales, como oponentes del primer grupo, el de los adolescentes. Suponen el contraste de la edad adulta, mantenedora de unos valores sociales. En la dramaturgia de los Praga son dos madres las que capitanean las tensiones dramáticas: la Señora Bergmann, madre de Wendla y la Señora Gabor, madre de Melchior.
En el espectáculo, la lente deformante, con toques del grotesco expresionista, que teñía en la obra original al tercer grupo de personajes diferenciados: el de los profesores, se contagia, aquí, también, al retrato de las madres y de los padres. De este modo se pone la lente de aumento sobre los responsables de la catástrofe: muerte de Wendla y suicidio de Moritz, de la que, finalmente, se salva Melchior.
La madre de Wendla se nos aparece como una especie de ultra conservadora que, sin embargo, mantiene un aspecto de hedonista. La madre de Melchior se nos presenta bajo el estereotipo impetuoso de la progre.
Los profesores, así como el cura y el rector, todos ellos nombrados con motes, representan la parte más absurda y rígida de la moral.
Teatro Praga juega con toda una iconografía de souvenir turístico, en la que no faltan los Pierrots lunares, que transforma el escenario en un lugar de fantasía púber. Pero se trata de una fantasía de doble filo que, por un lado, disecciona los motivos que pueden hacer estrellarse a la juventud, cargándonos con el peso de su percepción, y, por otro lado, nos divierte y sorprende con sus coloristas disfraces, con sus animados números musicales, y con sus efectistas imágenes surreales. Dos niveles que nunca se ahogan y que nos mantienen en vilo, porque la tragedia, más que la comedia, flota en el aire.
Afonso Becerra de Becerreá.