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Aleatoriedad y coherencia en Peeping Tom. 12 aniversario del CCVF

Uno de los puntos cardinales de las artes escénicas en Portugal se encuentra fuera de las dos grandes urbes: Lisboa y O Porto. Me refiero al Centro Cultural Vilaflor CCVF de Guimarães, un espacio de creación, exhibición, coproducción y debate en el ámbito de las artes escénicas, que cumple 12 años.

En el CCVF he asistido a jornadas teatrales prodigiosas, entre las cuales me gustaría destacar dos festivales muy relevantes para tomarle el pulso a las últimas tendencias de la danza y del teatro contemporáneos, el GUIdance y los Festivais Gil Vicente.

Para celebrar el 12 aniversario del CCVF, su actual director artístico, Rui Torrinha, ha programado, el 17 de septiembre de 2017, Moeder (Madre) de la prestigiosa compañía belga Peeping Tom.

El “Grande Auditório” del CCVF, con un aforo de 800 localidades, estaba lleno hasta la bandera y el éxito de Moeder se podía constatar con casi todo el público aplaudiendo en pie y haciendo salir a saludar al elenco más de cuatro veces.

En el mismo CCVF, hace cinco años, veíamos A louer (En alquiler) de Peeping Tom y quedábamos deslumbrados ante su capacidad para generar imágenes surreales, a partir del trabajo físico y coreográfico virtuoso, casi circense en su transitar por los límites de lo posible.

En Moeder el espacio escénico, la escenografía y los dispositivos escénicos (un ataúd sobre ruedas, diferentes cuadros pictóricos, una enorme máquina de café), siguen teniendo un importante peso en la concepción dramatúrgica, bien porque crean un espacio múltiple, que favorece el dinamismo de la actuación y genera diversos planos visuales, bien porque esos mismos dispositivos escénicos ejecutan acciones impactantes.

Por ejemplo, la máquina de café, que reacciona a besos o a patadas para hacer un café, o que se abre, mostrando en su interior, entre aparatos diversos, cables y bombillas, a una actriz que la habita.

También la secuencia en la que, a través de la prosopopeya o personificación, la máquina de café se muere y una actriz, vestida de luto, viene con un transporte para llevársela, reproduciendo un ritual fúnebre.

Al mismo tiempo, la poética de Peeping Tom, implica ciertas dimensiones polisémicas y la aparición de ciertas figuras retóricas, como puede ser la metáfora o el símbolo, ejecutadas con dispositivos escénicos. Esto es lo que acontece en este ejemplo de la máquina de café, que podríamos interpretar como símbolo de la madre, asociado a viejos arquetipos y roles (la cuidadora, la calidez de un café, el hogar…). También la paradoja, pues se trata de una máquina de esas que están en lugares públicos o de paso.

En este sentido, resulta muy atractiva la elección de un espacio que parece un museo y, al mismo tiempo, también es una casa familiar. En algunas secuencias, incluso, la cámara aislada con un cristal, evoca la sala de un tanatorio o la habitación de un hospital, concretamente en una unidad de cuidados intensivos (UCI).

Tras ese cristal asistimos, en el inicio, a los estertores de una madre que se muere, siendo su lecho ya el ataúd. En el mismo cubículo, tras el cristal, asistimos al parto de una madre, rodeada de una matrona y varios músicos, que deriva hacia un concierto musical en el que esa madre entona, a medio camino entre el canto y el alarido, la canción Cry Baby de Janis Joplin.

El espacio escénico, en sus múltiples acepciones y usos (funeraria, maternidad, estudio de grabación, museo), constituye una suerte de cruce de caminos temporales, en el que se trenzan aspectos pretéritos, presentes y futuros, que pivotan sobre el arquetipo de la madre.

Entre los cuadros de ese museo podemos observar pinturas de maternidades antiguas y clásicas (pretérito). Entre las secuencias de acción podemos presenciar el parto de un bebé (presente). Entre las escenas futuristas, que rayan en la ciencia ficción, podemos asombrarnos ante el crecimiento, en diferentes momentos, de una mujer, que continúa aislada en una incubadora de cuidados intensivos neonatales (futuro). Los momentos en los que sus familiares, vestidos con aderezos festivos, acuden a celebrar su aniversario, en diferentes épocas, e introducen en su cubículo confeti, guirnaldas… se suman a este aspecto prospectivo temporal.

Tanto en estas secuencias, en las que la niña, la joven y la mujer, metida en la incubadora, es rodeada de fiesta por sus seres queridos, como en otras secuencias, se da una extraña conexión entre sufrimiento y celebración. Ese es el caso, también, del ejemplo, ya descrito, del parto que deriva a concierto musical. Incluso la conexión sorprendente entre la muerte y la celebración, en aquel otro pasaje de la madre en el ataúd, que después será expuesto con un bailarín desnudo encaramado a él, componiendo una impresionante instalación plástica.

Otro nivel de composición que cobra una relevancia muy especial es el espacio sonoro, capaz de producir evocaciones y atmósferas inquietantes, perturbadoras y sumamente poéticas.

Pienso, por ejemplo, en el sonido del agua, cada vez que los actores y las actrices pisan el suelo, al desplazarse, mientras suena el chapoteo de sus pies en una superficie encharcada, sin que podamos ver el agua. O la secuencia en la que una actriz se derrumba en el suelo mientras la escuchamos derrumbarse en el agua, fundirse en el agua, su aliento haciendo burbujas hasta el límite del ahogo y la recuperación, al elevar el tronco y la cabeza del suelo, como si saliese a la superficie de un lago, para poder inspirar profundamente y, de nuevo, volver a resbalar y deslizarse hacia el suelo, tal cual hacia el fondo de esa laguna invisible. Una acuosidad que liga, por asociación simbólica, con los fluidos de la vida, con el líquido amniótico en el que se gesta el bebé, etc.

Los sonidos son ejecutados, en directo, por un grupo de actores y actrices que están tras el cristal de la habitación, que se sitúa en el centro de la escenografía. Un conjunto de actrices y actores que ejecutan esas acciones sonoras, en interacción simultánea con las actrices y actores que desarrollan acciones coreográficas y objetuales en diferentes lugares del espacio escénico.

Todo ello nos ofrece un paisaje en el que conviven focos de acción visual y sonora simultáneos. Focos que van fluctuando dentro de una estructura de secuencias que se relacionan a través de una aleatoriedad que las vuelve inesperadas y sorprendentes. Pero que, a la vez, mantienen un poderoso sentido dentro de una coherencia poética, que se puede percibir, sensorialmente, en lo morfológico y, anímicamente, en lo simbólico semántico.

Este último aspecto, el simbólico semántico, se ancla, precisamente en esas evocaciones a la figura arquetípica de la madre, a los lazos que de ahí derivan respecto a la familia, a las ausencias, a las presencias y a las constelaciones que se despliegan y afectan.

Las actrices y los actores no encarnan unos personajes con unas subjetividades o una psicología ostensibles, sino que actúan desde el juego con los roles (conductas en relación) familiares (madre, padre, esposo, esposa, hija…) y sociales o profesionales (guardias de seguridad del museo, guías del museo, visitantes del museo, matrona, enfermera, monja, limpiadora…).

Lo que podría ser una tipificación social (monja, matrona, guardia de seguridad, limpiadora…) tiende a una abstracción próxima a la figura alegórica: la matrona embarazada y ensangrentada, con brazos más largos de lo que es verosímil, contorsionándose al desplazarse por el espacio, nos traslada a la figuración de una desasosegante imagen monstruosa sobre la idea de un dolor desgarrador. La monja y las actrices vestidas de luto, nos remiten a la idea de la muerte. La joven desnuda enclaustrada en una incubadora constituye otra imagen en la que se congregan ideas relacionadas con la fragilidad del crecimiento y de la vida, también con la asepsia. La limpiadora hace desaparecer rastros y huellas de los sucesos de los que es testigo, mientras se desplaza empujando o deslizándose encima de su carro de limpieza.

En cuanto a la coherencia poética en el ámbito más morfológico, puede apreciarse por el estilo del trabajo corporal, a medio camino entre la danza contemporánea y el contorsionismo circense. Observamos, suspendidos, coreografías en las que se conjuga: desplazarse de maneras cotidianas que, de repente, se pueden convertir en desplazamientos fantásticos, igual que acontece con las acciones corporales de caer, levantarse, girar vertiginosamente, dar saltos mortales (sin utilizar las manos) hacia adelante y hacia atrás, incluso lanzarse contra las paredes y trepar por ellas.

También puede apreciarse esa coherencia poética en la fuerte apuesta por una rica sensorialidad, reforzada por las acciones sonoras (sonidos de agua, golpes, chirriar, instrumentos musicales de tecla y viento, cantos, etc.) y también por los efectos sonoros producidos por acciones objetuales: el sonido de un enorme plástico que cubre el ataúd y el bailarín y que, después, el bailarín mueve en su danza al saltar del ataúd. Las patadas a la máquina de café. Los trinos de pájaros y los sonidos de insectos y ramas movidas por el viento, cuando una actriz se aproxima a un cuadro con un paisaje boscoso, que está colgado en una de las paredes, y le toca, lentamente, acariciando su superficie pictórica con la mano. El coro de mujeres y hombres mayores, que visitan el museo, y se aproximan a un cuadro en el que hay un corazón pintado. Al poner sus orejas cerca del cuadro escuchamos como late ese corazón y, al tocarle, suena el tacto de la víscera que se desgarra y sangra. Entonces escuchamos la carne, escuchamos el chorro de sangre y vemos como tiñe de rojo la pared y las manos de la joven guía del museo.

Todo el ámbito sensorial adquiere una presencia jugosa que nos conecta con sensaciones y emociones diversas y difíciles de describir.

Hay que señalar, también, la maestría de Peeping Tom y de los responsables de la dramaturgia y dirección, Gabriela Carrizo y Franck Chartier, para mezclar lo serio y trascendente con lo cómico, de una manera muy fina e, igualmente, inesperada.

Recuerdo, por ejemplo, las escenas cómicas en las que uno de los trabajadores del museo aparece vestido de mariachi, tocando una guitarra, y se queda convertido en una de las piezas del museo. O la evolución, ya expuesta, del parto al concierto musical, en el que la madre entona la canción de Cry Baby de Janis Joplin.

Nacimiento y muerte, contemplación y actividad, humor despertado por asociaciones impensadas, espacios sonoros impactantes por su fuerza evocativa, un trabajo físico que roza la ciencia ficción y lo imposible, un espacio escénico poblado de sorpresas… La madre, como figura atávica, totémica, imprescindible. La casa, la familia, como un museo de la memoria, poblado por fantasmas y líquidos en los que se resbala y ahoga… Moeder de Peeping Tom nos absorbe hacia lugares insospechados, que se conectan con nuestros lugares íntimos y comunes.

En Moeder asistimos, con asombro, a la poética de una desbordante aleatoriedad en la sucesión de las secuencias de acción, que, no obstante, se atornilla, en contorsión, dentro de una coherencia dramatúrgica posdramática implacable.

 

Afonso Becerra de Becerreá.


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