Ver para creer. Dimitris Papaioannou The Great Tamer
A veces pensamos que la fantasía es algo desvinculado de esa cosa tan seria que llamamos realidad.
A veces pensamos que la fantasía es, simple y llanamente, un intento de evasión.
Sin embargo, al margen de su condescendencia, la fantasía siempre filtra un reflejo de una ideología y unos valores, promocionándolos explícitamente o de manera subrepticia. Se me ocurre el ejemplo de Walt Disney y su propagación, a través de fantasiosas ficciones, de los valores de una sociedad heteropatriarcal.
Del mismo modo, la fantasía también puede cuestionar la propia creación artística, insiriendo una dimensión autocrítica, examinando la identidad, la herencia cultural y el propio destino, como acontece en la alucinante obra de Dimitris Papaioannou.
Por otra parte, también podríamos asociar fantasía a ciencia ficción.
Cuando pensamos en la ciencia ficción, casi como un acto reflejo, consideramos que se trata de un género propio del cine o de la novela. Nos puede parecer, incluso, que la ciencia ficción depende, exclusivamente, de medios técnicos sofisticados que cuestan mucho dinero y que son deudores de los avances científicos. Y sí, es cierto, la posibilidad de ir más allá en la composición y en la formalización artística siempre ha estado ligada a la investigación y al progreso de la técnica.
En las artes escénicas, desde las técnicas corporales, hasta la experimentación con dispositivos escénicos sofisticados, que incluyen realidad virtual, software y robótica, la renovación siempre ha ido de la mano de esa concepción según la cual crear un nuevo espectáculo supone abrir el proceso de ensayos a un laboratorio de experimentación, que amplíe los horizontes y no se quede en la repetición de fórmulas.
Uno de los creadores que más se ha comprometido en esta extensión progresista, de renovación y exploración de las posibilidades dramatúrgicas, es el griego Dimitris Papaioannou.
Con formación en artes plásticas, adquirió reconocimiento como ilustrador y pintor e inició su trabajo en las artes performativas como coreógrafo, performer, escenógrafo e iluminador. Trabajó durante 17 años con Edafos Dance Theatre, desde 1986 hasta 2002. Su dirección de las ceremonias de apertura y clausura de los Juegos Olímpicos de Atenas en 2004 le reportó un prestigio a nivel internacional.
El Teatro Municipal do Porto (Portugal) programó en el Rivoli la última creación de Dimitris Papaioannou, el 9 y el 10 de marzo de 2018, titulada The Great Tamer (estrenada el 24 de mayo de 2017 en el Onassis Cultural Centre de Atenas).
Coproducida por instituciones muy relevantes de Grecia, Suiza, Suecia, Francia, Italia, Luxemburgo, Taiwán y Korea, entre ellas el prestigioso Festival d’Avignon, The Great Tamer es un poema visual que va más allá de lo imaginable.
El gran domador, The Great Tamer, refiere una figura icónica del circo de todos los tiempos y, a su vez, es metáfora del creador teatral capaz de conseguir que el escenario, en su conjunto diverso y pletórico, acceda a realizar lo extraordinario, lo nunca visto, lo prodigioso.
El escenario como el lugar de los prodigios.
Un efectismo intenso, capaz de hacer surgir la belleza de manera aparentemente sencilla, pero siempre ligado a algo hondo, a una especie de raíz antropológica.
Valga como ejemplo la secuencia de los botines negros que un actor, que busca algo al inicio del espectáculo, deja en el proscenio y que van a ser calzados por otro actor, en un acto de empatía, de ponerse en los zapatos del otro, en un acto también de transferencia, de pasar el testigo, como acontece con la memoria y la herencia.
El segundo actor quiere comenzar a caminar, con aquellos botines negros que se ha encontrado, pero los botines no se mueven, pese a los esfuerzos del actor por caminar. Los botines están pegados al suelo, no quieren marchar de ese lugar. He aquí una microescena protagonista/antagonista, en un diálogo físico entre el actor y el objeto (los botines). Hasta que, finalmente, consigue arrancarlos del suelo, dando un gran impulso para adoptar una posición acrobática invertida. Y, entonces, podemos ver cómo salen de las suelas de los botines unas densas raíces.
El actor camina con las manos y lleva los botines por el aire, luciendo esas raíces como coronas arbóreas, como estandarte. La secuencia es un poema escénico que aglutina una hermosa factura visual, de carácter casi icónico y, a la vez, se erige en una imagen metafórica polisémica. La cabeza, el pensamiento, avanza a ras de suelo, cerca de la tierra, pegada a lo inmanente, a lo material y, en lo alto, se enarbolan las raíces, los orígenes, los pies.
El gran domador, The Great Tamer, además de referir esa figura circense capaz de obrar prodigios, le asigna al escenario la cualidad de fiera, de animal salvaje. Y, sin duda, toda la precisión y virtuosismo, en la ejecución de los espectáculos de Papaioannou, nunca aplacan, sino que potencian, esa fuerza salvaje, esa energía arrolladora que late en el escenario.
El escenario desafía los dogmas de fe al hacernos ver para creer.
The Great Tamer arranca antes mismo de que el público entre en la sala. Sobre la superficie topográfica inclinada y gris, como si fuese un suelo de losas, incluso un tejado o un cementerio… Un actor de traje negro está en posición de búsqueda, con las piernas ligeramente flexionadas, inclinado hacia delante. De vez en cuando, mira como nos vamos acomodando en nuestras butacas, pero sigue en su actitud.
Esa búsqueda derivará, poéticamente, en un quitarse los botines y desposeerse de la ropa. Inspeccionar el suelo, levantar una placa gris y girarla, depositándola por el envés blanco en el centro de la rampa enlosada, para tumbarse desnudo, boca arriba, sobre ella.
La imagen del cuerpo desnudo yaciente y encuadrado hace aparecer la alegoría de la muerte. El cuerpo blanco y musculado, de proporciones escultóricas dentro del canon de belleza clásico, enmarcado dentro de ese rectángulo blanco, en medio de la enorme rampa enlosada, gris ceniza, que cubre todo el escenario, es una imagen serena, hermosa y, a la vez, desasosegante.
Otro actor, muy corpulento, de barba, y también vestido de traje negro, entra por la parte elevada de la rampa y se dirige al centro con un fino plástico translúcido que sacude por encima del cuerpo desnudo yaciente. El plástico suena y revolotea, vaporoso, hasta posarse y ceñirse al cuerpo yaciente, convirtiéndolo en una especie de relieve o de momia.
Cuando el actor de traje ha cubierto el cuerpo yaciente, vuelve a salir. Entonces aparece otro actor, también de traje negro, que levanta la lámina de madera gris, que está al lado del cuerpo yaciente, y la deja caer. El aire de esa losa de madera gris, al caer suavemente, hace volar el plástico, apartándolo y dejando, de nuevo, descubierto el cuerpo desnudo yaciente. El actor de traje negro se va.
Vuelve a entrar el actor corpulento y vuelve a sacudir y a cubrir con el plástico el cuerpo y vuelve a salir.
Vuelve a entrar el otro actor, que vuelve a levantar la lámina de tablilla, que está al lado del cuerpo yaciente, para dejarla, de nuevo, caer, y provocar el descubrimiento del cuerpo yaciente… Y la serie se repite varias veces.
Entre tanto, el plástico adopta figuras caprichosas en ese vaivén. Se produce una tensión rítmica entre el cuerpo desnudo, que yace en la base, y la animación vaporosa y ascensional del paño de plástico.
Después entra otro actor y calza los botines que han quedado, del primer actor, en el proscenio y viene la secuencia que describí al principio, cuando intenta caminar, pero los botines no se despegan del suelo, hasta que, con un impulso, consigue arrancarlos y, entonces, observamos las raíces que salen de las suelas.
Las alteraciones de la óptica, de la perspectiva visual, son uno de los recursos más utilizados en la dramaturgia de Dimitris Papaioannou.
Buena cuenta de ello da la pareja de actores, trajeados de negro, que se cogen de la cintura y se colocan, sobre una mesita, en posición horizontal, uno frente al otro, flotando en el aire, con las puntas de los zapatos de uno en contacto con las puntas de los zapatos del otro, para iniciar un movimiento de marcha en la horizontal.
En esa tónica también está la figura fantástica de la mujer que lleva el torso desnudo y luce una larga melena, subida sobre las dos piernas robustas de dos hombres, giradas al revés. La imagen fragmentada tiene algo de monstruoso y portentoso, invistiéndose de un halo mítico.
El torso y los brazos desnudos de la mujer, encaramada sobre las dos piernas fornidas y desnudas de dos actores ensamblados a ella, nos produce la misma fascinación que una figura cubista. El movimiento ortopédico del conjunto sorprende, al mismo tiempo que no se oculta el truco, sino que se exhibe como parte de esa artesanía refinada que es el teatro.
Así pues, estamos ante dos niveles de percepción, por un lado el efecto óptico, entre surreal y cubista, que dispara nuestra imaginación y provoca diferentes asociaciones e interpretaciones, y, por otra parte, la constatación de la realidad escénica, la atención que suscita observar la filigrana del trabajo real, de su materialidad mecánica.
Más ejemplos fascinantes y muy significativos de esas imágenes fantásticas que, a través de la alteración de la óptica, se construyen encima del escenario: La escena en la que el actor más joven del elenco aparece como una escultura de escayola, desplazándose con dificultad, debido a la rigidez del caparazón de escayola que recubre sus miembros. Otro actor se aproxima y va abrazándole las diferentes partes del cuerpo para resquebrajar ese caparazón de escayola. Cada abrazo estruja esa armadura blanca y la hace caer en pedazos. Abraza un brazo del joven. Abraza el otro brazo. Abraza una pierna. Abraza un muslo. Abraza la otra pierna. Abraza el otro muslo. Abraza el torso y el pecho… Y así, en ese cuerpo a cuerpo, se va liberando el joven de su armadura de yeso. Entonces, éste, saca de su mochila una ropa de deporte, un chándal y unas zapatillas deportivas, se pone el chándal y las zapatillas, nos mira, le da la mano, como un saludo de agradecimiento, al actor de traje negro que lo liberó de la armadura de yeso, y abandona la escena.
Recuerdo también la escena apoteósica en la que varios actores lanzan haces de espigas doradas, que silban en el aire, y que caen y se clavan, como dardos, en el suelo y encima de las láminas de madera que cubren el cuerpo desnudo de otro actor, resguardado en esa especie de cueva, con su cuerpo en posición horizontal, colocado de lado, frente al público. Ese cuerpo encapsulado en esa rampa gris ceniza, sobre la que se clavan cientos de espigas doradas. Esa cueva por la que irán asomándose, como insectos kafkianos, las piernas, los muslos, las nalgas y el sexo desnudos, como arañas que se van superponiendo: una aparece y, cuando va a desaparecer, ya aparece otra por debajo, que se eleva ligeramente para que surja otra por debajo y, al desaparecer la anterior, surja otra… Los testículos y el pene colgando, los glúteos, los muslos y las piernas, emergiendo de esa cueva en un avance en retroceso. Se borra, en esa fragmentación, el concepto de cuerpo antropomórfico, y adviene la imagen de seres fantásticos de simbología misteriosa relacionada con la fertilidad, con la capacidad de surgir, de brotar…
En analogía, también asistimos a escenas de desenterramiento de un cuerpo, cuando levantan una de las láminas de madera gris ceniza y escarban la tierra para tirar del miembro de un cuerpo y, separado de éste, descubrir otro miembro, supuestamente, del mismo cuerpo, y así generar la imagen de un cuerpo desmembrado que, no obstante, se anima y se mueve en conjunto. Varios actores coordinan las partes visibles de sus cuerpos enterrados para generar ese efecto óptico y poético, tan asombroso como, por veces, gracioso y, por veces, desasosegante.
Imágenes en las que resuena la muerte, la diseminación, la vuelta a la tierra, pero también la resurrección, el aflorar. Imágenes que se invisten de humor, en ese juego ambiguo entre lo grotesco, monstruoso, y lo absurdo de alguien que es desenterrado y re-ensamblado.
La disección del cuerpo se ilustra en una escena que emula el óleo de Rembrandt titulado “Lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp” (1632). Un cuadro compuesto en escena con la máxima agilidad y precisión. Una vez creada la icónica imagen, la descomponen, para dar paso a un banquete de vísceras, que los actores y las actrices simulan arrancar del cuerpo que reposa sobre la mesa de operaciones.
Dentro de las referencias plásticas que quieren ser reconocidas por el público también se encuentra el género del bodegón o naturaleza muerta, la Vanitas.
El actor más joven se sienta en el borde inferior de la rampa, en el centro del proscenio, coge dos mandarinas, pela una mandarina y comienza a comerla mientras abre un gran libro. Deja el libro abierto y las dos mandarinas, una de ellas también abierta, con las peladuras al lado. Se genera ahí un hermoso y enigmático contraste cromático entre el naranja vivo de la fruta, el blanco de las páginas de este gran libro, frente al gris ceniza y al negro del escenario.
Pero la Vanitas queda aún a medio componer, para activar el mecanismo dramatúrgico de preparación, a la espera del cráneo humano que, en una de las últimas escenas, será depositado en el centro del libro, para aunar los elementos simbólicos del “memento mori”.
En una de las últimas secuencias del espectáculo, dos actores elevan una losa negra sobre la que yace un esqueleto. A medida que la van elevando, los huesos se desplazan deformando la figura antropomórfica del esqueleto, hasta que resbalan, polvorientos, y se precipitan, quedando en un montón en el suelo. De ahí, uno de los actores, recupera la calavera y, después de limpiarle el polvo, la sitúa en medio del libro que permanece abierto en el centro del proscenio.
El acuérdate que vas a morir y la relatividad de las vanidades, en el “memento mori”, despliega una tensión semántica, un conflicto, frente a toda esa efervescencia vital que vibra en los cuerpos atléticos del elenco, frente a la tierra fresca que extraen de debajo de las losas grises, frente al agua que brota de una fuente, también descubierta bajo una de las losas, y en la que se baña y se refresca, desnudo, el actor más joven, y al lado de la que se detiene una muchacha vestida con un peplo y que porta, apoyada en la cintura, una jarra, en la que, después, recogerán las espigas.
Un joven juega con un tubo flexible de aluminio iridiscente, que se encaja en su brazo derecho y se mueve como si ese apéndice tuviese vida propia, como una prótesis que centraliza el movimiento y la presencia del cuerpo del joven.
La iconicidad de la acción escénica se hace ostensible en muchos momentos, como estamos describiendo, también cuando entra el actor corpulento de barba portando, encima de la cabeza, tal cual Atlas, una gran esfera terrestre.
Otro elemento simbólico, la esfera terrestre, que puede asociarse a la Vanitas. Incluso esa relación fantástica entre el titán Atlas, sosteniendo la esfera terráquea, y el nombre de la primera vértebra cervical que sujeta el cráneo y que recibe la denominación de Atlas.
En esa misma onda estaría el cuadro de la pareja de astronautas, que acuden a esta plataforma gris ceniza, para desenterrar un cuerpo humano y componer con él una especie de maternidad futurista, que podría evocar un mundo terrenal extinto. Una maternidad fuera del planeta tierra, una vez éste ya se ha extinguido.
Esa pareja indeterminada, des-individualizada, de cosmonautas no tiene cara. En la parte frontal del casco llevan una pantalla oscura en la que gira una pequeña espiral de luz.
También gira, entre el espacio sonoro originado por las propias acciones escénicas, la música de Johann Strauss, del vals “El bello Danubio azul”, adaptado por Stephano Droussiotis, con todas las connotaciones que esta conocida melodía pueda tener.
En una secuencia posterior, observaremos a un joven desnudo caminando, en equilibrio circense, sobre la esfera terráquea, mientras sujeta en sus manos un muñeco que es una réplica de uno de los astronautas. Simultáneamente, el resto de actrices y actores, en simetría, juega a buscar el equilibrio sobre un taburete para formar una torre humana, en el margen izquierdo del escenario.
De esta manera, entre las ilusiones ópticas que hacen aparecer, ante nuestro asombro, figuras mitológicas y sobrehumanas, y los malabarismos coreográficos y plásticos de la acción, The Great Tamer es casi como una excavación, arqueológica y fantástica, en algunos de los misterios que jalonan la vida humana.
Una visión de lo increíble que despierta reminiscencias arcaicas, ligadas a la intuición respecto al misterio que nos habita.
La interacción del cuerpo humano con materiales en bruto, como la escayola, la tierra, las tablas de madera, los plásticos, etc., que ya pudimos observar en Still Life (2014), así como la creación de figuras híbridas, el cuerpo con prótesis o el ensamblaje de varios cuerpos, nos llevan, a través también de citas y referentes artísticos diversos, al descubrimiento de ciertos aspectos sagrados.
Lo sagrado y lo mistérico se nos aparecen sin los dogmas de fe de las religiones. Aquí, en el teatro, vemos para creer o, dicho de otra manera, aquí, en el espectáculo: si no lo veo, no lo creo.
De esta manera, el escenario recupera esa dimensión de espacio divino, propicio para la sugestión de la magia y para la revelación y activación de lo oculto.
P.S. Puede leerse, también: “La duración de la imágenes como acción en Dimitris Papaioannou”, publicado en esta misma sección de Artezblai, el 21/03/2016.