Los sueños inocentes de un teatrero
Muchas me lo han escuchado en privado, alguna vez lo he escrito en alguna red social, pero hay momentos en los que la Librería Yorick de Madrid de la que formo parte con otros cinco socios, me parece que cumple una función de consulado teatral iberoamericano, y yo me proclamo autárquicamente, el cónsul general, convirtiendo mi apartamento en lugar de encuentros generales para planificar estrategias, despellejar a quienes no nos caen bien, conspirar o simplemente reírnos y charlar distendidamente sobre lo que nos une: el Teatro en todas sus variables.
Estos sueños de grandeza menor a veces se convierten en episodios de mi vida fundamentales para comprender mi lugar en el mundo del teatro. Si la semana pasada reportaba mi experiencia en Almada, hoy debo elevarme a otra galaxia, la implicación personal, emotiva, amistosa, de fascinación con creadores y gestoras que además de ser compañeras o cómplices se han convertido en amigos, en eso intangible, en esa necesidad de decirles buenos días, mandarles un meme, esperar su mensaje en FB o simplemente quedar en algún lugar del planeta Tierra para volvernos a abrazar y seguir la conversación.
Perdonen este tono tan personal, pero debo escribir lo que considero humaniza toda acción teatral. Por orden de aparición en escena: Jaime Chabaud. Llegó a Almagro para presentar una de sus obras. Pasó por Madrid y teníamos asuntos profesionales que dirimir. No fáciles. Somos socios en la edición. Ambos tenemos librería, y colaboramos entre ambas a miles de kilómetros de distancia, en circunstancias económicas divergentes, por lo que siempre surgen interpretaciones, sobre todo en lo concerniente a la gestión. Hubo tensiones. Se solucionaron profesionalmente. Pero antes, durante y después, hubo un acercamiento de verdad, un contarnos nuestras situaciones personales, penas, enfermedades, obituarios, esperanzas. Y comimos juntos, y discutimos y hasta, esto es una noticia, vimos la Final de la Copa del Mundo en casa de mi hijo, con mi nieto. Cosas que unen. Nuestra amistad se fundamentó hace muchos años. Son cosas que no se explican. Suceden. A veces nos llamamos hermanos. Es una retórica que se asemeja a los sentimientos verdaderos.
Débora Staiff estaba por España desde hacía días, había venido con una excelente obra, “La Fiesta del Viejo”, que tras pasar por varios festivales recaía en el Umbral de Primavera, una sala madrileña que presta mucha atención al teatro iberoamericano. Nuestra primera cita fue en la librería. La segunda en la función de teatro, la tercera en mi apartamento para comer. Y sucedió una de esas cosas que no tienen cabida en ningún guión. Nos despedimos de la sala, y a la media hora recibió la llamada de que su papá, Kive Staiff, había fallecido. Tras la sorpresa, mantuvimos la cita. Es decir, comimos juntos en unas circunstancias tan especiales que me produce pudor reproducir mis emociones, mi idea, las circunstancias. Resulta que anduvimos recordando cuándo había sido la última vez que nos habíamos visto en persona y resultó que fue hacía dos años en Buenos Aires, el día de la patria de Argentina, en un concierto de la orquesta nacional en la magnífica “ballena” del Centro Kirchner. Íbamos junto a su mamá y a Beatriz Iacobello. Ella estaba en la cúpula del Ministerio de Cultura en aquellos momentos y la había visitado meses antes en su despacho. Así es la vida.
Marianella Morena llegó a España por Galicia, por el MIT de Ribadavia, como deja con su belleza expresiva y sabiduría teatral Afonso Becerra, y esperando su viaje de vuelta, nos vimos en Madrid. Comimos. Bebimos. Hablamos. Siempre son conversaciones torrenciales. Hay una energía que compartimos sobre la actitud ante el hecho teatral. Sobre la creación misma, desde dónde afrontamos la vida, que es el teatro. Y volvimos a reforzar puntos de vista y a comprometernos a seguir colaborando, con la edición de sus textos, con su participación sistemática de ella en este periódico digital. Esas cosas que son necesarias, que tejen algo más que una amistad, que conforman una necesidad y hasta una sensación de pertenencia a algo común.
Resulta ser que a estas tres personas las admiro. No es que las quiera, porque eso es algo inconstitucional. Sucede y punto. Es que en su labor las admiro y me siento muy complacido por estar con ellas, por formar parte minúscula de sus actividades profesionales.
Por el consulado han pasado muchas personas más, a algunas las conozco, a otras las reconozco. Voy poco a la librería, pese a vivir a cinco minutos, porque de ir constantemente, mi vida sería emocionalmente insoportable. Soy un nostálgico. Y, además, en varias ciudades del norte de Argentina, y este sábado en La Cumbre, una ciudad cordobesa, se ha estado representando mi obra “Flores ácidas”, lo que me vuelve a resetear como dramaturgo y director, asunto que a veces orillo, pero que me parece que es mi auténtica vocación. Cónsul vitalicio y teatrero vicario.
Y el día 25 de julio, vuelvo a viajar al otro lado del Atlántico después de mi intervención coronaria. Voy a Miami, y me esperan emociones fuertes. Teatro Avante estrena una obra de Abel González Mello dirigida por Mario Ernesto Sánchez. Y compartiré estreno con Chía Patiño, convaleciente de un accidente teatral que le ha dejado tres costillas rotas. ¿Alguien da más? Bueno, la lista se alarga, Norma Montenegro y creo que Ramón Barranco. Y otros más.