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Dramaturgia y nuevo circo. [4’’] Álvaro Reboredo y Beatriz Rubio

Las artes escénicas, también llamadas artes vivas, sobre todo en su vertiente más contemporánea (desvinculada de la mímesis realista, que construye relatos de ficción encima de un escenario) y teatralmente afirmada (el teatro que no se oculta tras un relato ficcional, el teatro afirmado en la materialidad y la fisicalidad de sus elementos compositivos), han ampliado sus posibilidades. Las artes escénicas, igual que otras artes – pintura, escultura, música – han evolucionado hacia lugares que problematizan y ponen en cuestión la propia definición inconsciente que la generalidad de las personas tienen de teatro, danza, circo.

La evolución y el progreso en las artes escénicas viene de la mano, en muchas ocasiones, del mestizaje o hibridación de géneros y modalidades escénicas y no solo: también de la irrupción de actividades exógenas, como por ejemplo artes marciales, deportes, ejecución de distintas habilidades laborales, etc. El escenario contemporáneo absorbe manifestaciones de la vida cotidiana y de otras artes en dramaturgias posdramáticas que componen su sentido a partir de una plétora de estímulos de diversa índole.

El progreso en los lenguajes (¿?) escénicos, en las formas artísticas, además de una investigación que explore todas las posibilidades de la dramaturgia (composición de acciones para un espectáculo), implica, en cierta manera, una concepción del arte como algo que non debe repetirse o conformarse con los formatos ya asimilados y previsibles. Una concepción del arte que no se acomoda en las formas y en las estéticas heredadas o preestablecidas, sino que indaga en ellas para ir un poco más allá y para huir de esa zona de confort.

La felicidad, sea lo que fuere, no solo está en la zona de confort. A veces la zona de confort puede acabar por ser una prisión, algo opresivo que no nos permite seguir creciendo. Afrontar ciertos desafíos siempre es un estímulo para avanzar.

Pero, además, ese progreso en las formas y en los estilos, necesariamente va a implicar un progreso en otros aspectos derivados. A mí, por ejemplo, me cuesta concebir el progresismo, en plan ideológico y político, si no va de la mano de un progresismo en las formas y los estilos.

Una de las modalidades escénicas que más ha evolucionado es el circo.

Aún recuerdo aquel famoso circo de Ángel Cristo, que olía a mierda de caballos y de otros animales, supuestamente salvajes y peligrosos, que habían sido amaestrados para realizar números espectaculares y suscitar el asombro, la estupefacción y la alegría del público familiar en los años 80 y 90.

La última vez que asistí a aquel circo tradicional fue al de Ángel Cristo, a principios de los años 90, en Xixón (Asturies), cuando yo estaba estudiando en el ITAE (Instituto del Teatro y de las Artes Escénicas). Además de los típicos números de payasos, de malabarismos, etc., el número estrella era el de Ángel Cristo frente a los leones. Algo semejante, quizás, a lo que nos cuentan las historias de los espectáculos respecto al circo romano. Pero aquí los leones entraban en la pista perezosos y medio somnolientos. El domador, Ángel Cristo, vestido con traje ajustado de lentejuelas y brillos varios, en una evocación torera, intentaba con su látigo que los leones reaccionasen e hiciesen algo, por ejemplo: subirse a unos pedestales y levantar sus patas delanteras en formación militar. Ángel Cristo ya estaba mayor por aquel entonces y había sufrido algún accidente, por lo cual su forma física no era, precisamente, la del héroe que se enfrenta a las fieras en combate desigual. Medio encorvado y con una motricidad limitada deambulaba por la pista gritándole a sus leones y haciendo restallar el látigo contra la arena, mientras ellos, los leones, se movían con suma pereza y sin muchas ganas de saltar por el aro o de subirse a aquellos podios. Para mí aquella experiencia resultó decadente y salí de allí entristecido. Esta fue la última vez que asistí a una función de circo tradicional.

Nada que ver con el preciosismo barroco de la siguiente vez que fui al circo, a finales de los 90 para ver uno de los montajes de Le Cirque du Soleil, en Barcelona, cuando estaba estudiando en el Institut del Teatre. En la pista las acciones eran virtuosamente coreografiadas, en una dramaturgia que incluía acciones lumínicas, sonoras y musicales, además de números circenses inusuales, muy innovadores e inventivos. Todo un universo onírico de fantasía, casi de ciencia ficción colorista, llenaba la pista ante el asombro de un público masivo, en aquella enorme carpa. El “más difícil todavía” prescindía de animales y se centraba en la complejidad de la dramaturgia y así nacía, para el público general, un nuevo concepto de circo.

Le Cirque du Soleil, sin duda, popularizó el nuevo circo y supuso una superación del circo tradicional que estaba hundido en la crisis, estancado en formas y estilos que se habían quedado desfasados. Un desfase experimentado también a nivel ideológico y político, ante una sociedad un poco más consciente a nivel ecologista, que ya no quería ver animales domados ni reír de seres humanos con diversidad funcional, que aparecían en la pista como seres monstruosos o deformes. Ética y estética, formatos, estilos e ideología, una vez más, iban de la mano.

Unos años más tarde, en el 2007, asistí a lo que debió de ser la primera experiencia de nuevo circo gallego, con el espectáculo titulado Kamikaze, que se estrenaba en el Salón Teatro de Compostela, en una coproducción del CDG (Centro Dramático Galego) y la compañía Pista Catro, con dirección escénica de Hernán Gené y un elenco formado por Alfonso Medina, Manuel Lago, Xabier Mera, Natalia Outeiro “Pajarito”, Antón Coucheiro, Borja Fernández y Pablo Reboleiro. La ayudante de dirección era Marta Pazos (Cía. Voadora).

Aquel Kamikaze era un espectáculo fascinante, que mezclaba virtuosas acrobacias, con trucos de magia, danza, música en directo, números de cabaret y de clown, desternillantes sketches teatrales, parodia de números tradicionales de circo (la mujer encadenada que logra deshacerse de las cadenas en un plis-plás, o la persona que es introducida en una caja y después es serrada por la mitad, la cuerda floja, etc.). Un collage dramatúrgico que se correspondía escénicamente con un espacio de retablo, con diferentes cubículos con cortinas, superpuestos en la vertical, que se abrían como pequeños escenarios y en los que aparecían diversas figuras y en los que se realizaban, también, algunas de las escenas.

Pista Catro aglutina a un heterodoxo colectivo de artistas circenses en Santiago de Compostela y tienen un  repertorio de espectáculos de primerísimo nivel, además de ofrecer diferentes cursos de formación. Sus integrantes habían ido a estudiar circo a Londres y a Madrid y ahora han posibilitado un espacio abierto del que salen propuestas sorprendentes. La última ha sido ha sido Arnoia Arnoia: O Circo da Casa Pequena (2018), dirigido por Quico Cadaval, en coproducción con el CDG. Yo aún no he podido verla, pero personas de mi confianza que la han ido a ver han salido emocionadas y fascinadas.

En Galicia la tradición del circo también tiene un antecedente que no podemos obviar: el circo de la Ciudad de los Muchachos, creado en Benposta, Ourense, por el Padre Silva en los años 60. Un espacio de formación y vida, con el circo como centro de trabajo, que mereció fama internacional, llegando a actuar en el Madison Square Garden de Nueva York y ser los primeros del Estado español en salir en la portada de Paris Match.

Aquella Ciudad de los Muchachos, además de promover un circo moderno, más gimnástico y musical, era revolucionaria en tiempos de la Dictadura franquista, ya que se auto-administraba de manera independiente y democrática bajo el utópico ideal de intentar cambiar el mundo. Un cura comunista que funda una pequeña ciudad en la que se celebran elecciones democráticas, 22 años antes de que se celebraran las primeras elecciones democráticas en España después de la Dictadura, una comunidad con su propia moneda, etc., casi como en un cuento de Navidad, pero fue real.

Volviendo a nuestros días. Hace unos 2 años ya, acudió a mis clases de Dramaturgia en la ESAD (Escuela Superior de Arte Dramático) de Galicia, un artista de circo, Álvaro Reboredo “Fitinho” y en el semestre dedicado a las dramaturgias posdramáticas quiso explorar las posibilidades de su arte.

Los puntos de partida eran una estructura piramidal de hierros, de la que colgaba cuerdas y telas para hacer números entre la acrobacia y el contorsionismo, también la superación del recuerdo traumático de una caída que pudo haber sido mortal, durante una actuación en la calle utilizando esa misma estructura piramidal de hierros. El recuerdo de aquellos escasos 4 segundos en los que toda la estructura de hierros se tambaleó y se le vino encima.

En esa asignatura yo les pedía que explorasen los mecanismos de coherencia en la composición de una partitura de acciones heterogéneas para un espectáculo posdramático, en el que podían hibridar géneros y modalidades escénicas: circo, danza, música, etc. La única condición era explorar esos mecanismos de coherencia huyendo de las leyes de la narratología clásica, o sea, de la construcción de un relato ficcional, por tanto, sin apoyarse en la representación de unos personajes y de una historia.

Álvaro Reboredo, para esa dramaturgia colaborativa, buscó la complicidad de otra artista de circo, Beatriz Rubio y ambos empezaron a explorar las posibilidades de esa estructura piramidal de hierros.

Desmontada la pirámide, podía generar una especie de laberinto o de bosque de tubos de metal y esto les permitía jugar a adentrarse y perseguirse en un espacio que mutaba según el movimiento de la actriz y el actor, mostrando una ductilidad muy rentable.

El juego de tanteos y búsquedas, de levantar y tirar esos tubos, generaba múltiples combinaciones en las que podía articularse una tensión rítmica por oposición y contraste entre la horizontal y la vertical, entre la carrera y la quietud, entre las velocidades aceleradas y vertiginosas y la lentitud sostenida, entre el movimiento estilizado, más dancístico y acrobático con los tubos y entre los tubos, frente al movimiento y a una gestualidad laborar y más cotidiana o real, cuando iban construyendo y armando la estructura metálica. Pero la tensión rítmica por oposición y contraste más poderosa estaba en la relación entre el metal frío y rígido, frente a la actriz y el actor, de carne y hueso, flexibles y vulnerables en sus heroicidades físicas.

Por otra parte, apareció el efecto del ruido de los tubos al caer al suelo o al chocar entre ellos. Aquí se abría otro campo de investigación de la acción sonora y de las posibilidades de que formase parte de la dramaturgia, si conseguían controlar una cierta musicalización. Probaron, incluso, aplicando micrófonos al hexágono que coronaba la pirámide y en el que comenzaban a encajarse los tubos.

La cúspide hexagonal se montaba al revés, apoyada en el suelo, y después se le daba la vuelta y se le iba engarzando otro nivel de patas y a este nivel otro más y así hasta elevar la pirámide.

El sonido amplificado, por veces, semejaba el de unas campanas. La red de asociaciones y analogías entre las acciones escénicas: evocación de campanas, la pirámide, el juego de caídas y vuelos, los textos alusivos a accidentes que escuchamos en voz en off. Esa red de posibles asociaciones también contribuía a otorgarle una coherencia y un sentido a la dramaturgia que, ensayo tras ensayo, prueba tras prueba, iba decantándose.

Dramaturgia por decantación del juego actoral con objetos, en este caso los tubos y el hexágono de metal con los que construían una pirámide, las cuerdas y las telas. Del juego actoral con las luces y las sombras en intersección con el movimiento físico y con el bosque de tubos de metal, al principio, y la gigantesca araña piramidal en la última parte de la pieza. Del juego con esos testimonios de colegas que nos describen el instante de un accidente. Del juego con el recuerdo del accidente con esta misma estructura de metal, ahora perfeccionada. Del juego con las sensaciones que produce la interacción entre la actriz y el actor y los materiales de los que se rodean: objetos, luces, espacio, voces, ruidos, música.

Dramaturgia por decantación del juego teatral, sin sujetarse a un corsé estructural o formal previo.

Dramaturgia que integra las habilidades circenses y las lleva más allá del mero exhibicionismo del “más difícil todavía”, para conectar con un sentido profundo y para generar momentos de misteriosa belleza plástica.

Lentamente, 2 años después de presentar la pieza breve en la asignatura de Dramaturgia, Álvaro Reboredo “Fitinho” y Beatriz Rubio, como Compañía IO, estrenaron [4’’] el 30 de noviembre de 2018 en la Sala Ártika de Vigo.

Para ello contaron, además, con la colaboración del coreógrafo Maximiliano Saford, y de la música experimental de Javier Lemus, que también estaba en el escenario con su mesa de mezclas y sus teclados. Sumándose al equipo Javier Quintana, con un diseño de iluminación que potencia la plasticidad de ese espacio dinámico que se construye en escena.

[4’’] es un ejemplo de amplificación o dilatación temporal: cuatro segundos, de un accidente, que la dramaturgia expande a una pieza de nuevo circo y música experimental de una hora de duración.

Ese accidente que, en cuestión de unos segundos, te puede cambiar definitivamente la vida o acabar con ella, hace que salga el animal que sabe reaccionar y salvarse.

En el texto del programa de mano, Álvaro explica: “4 SEGUNDOS fue el tiempo que tardó ese montón de hierros en caer sobre mi cuerpo. Unos segundos que se convirtieron en minutos. Unos segundos que, esta vez, sacan lo mejor y más puro de mí. El miedo se diluyó para dejar el protagonismo a un cuerpo ágil y resolutivo. Esta pieza habla de accidentes, de riesgo, de vida y de autoconocimiento. 4 SEGUNDOS nos recuerda el animal que todos llevamos dentro. Ese animal que, en ocasiones, puede llegar a salvarnos la vida.”

En la pieza [4’’], estrenada a finales de noviembre, en las fechas de Todos los Santos y de Difuntos, añaden al juego aéreo de los vuelos y acrobacias, un ambiente nebuloso matizado por la luz, con preponderancia de lilas y azules intensos. Un montón de tierra fresca preside el proscenio. La primera parte, la más extensa, se delecta en el laberinto-bosque que se construye y deconstruye en los diferentes juegos y danzas que Beatriz y Fitinho realizan. La segunda parte viene marcada por la construcción en diversas fases de la pirámide. Las calidades del movimiento, por veces felino y en otras ocasiones semejante al de las aves, envuelven los diversos tipos de interacción física. Una vez montada la enorme pirámide, tiran de unas cuerdas que parecen desenterrase, como si saliesen de la tierra, dejando su rastro en el linóleo. El final es la suspensión de los cuerpos, después de trepar, saltar y realizar diferentes piruetas aéreas. La suspensión de los cuerpos, como en un columpio, en una imagen final en la que reina la complicidad y el amor.

Estamos ante un circo que ya no doma fieras, sino que lidia con asuntos vitales, afirmados a través de la fisicalidad deportiva de la acrobacia y la danza, de la sensorialidad de la música y los sonidos, transcendidos por la poesía de la imagen de los cuerpos atornillados por la luz y el movimiento.


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