Velaí! Voici!

20 años, 100 fuegos y 88 azucenas en danza

El fuego es el fuego, igual que una rosa es una rosa es una rosa, Gertrude Stein dixit, lo de la rosa.

El fuego es quizás uno de los más importantes descubrimientos del ser humano. Fuente de calor, de luz y de fascinación al mismo tiempo. Quién no se ha pasmado ante la danza flamígera de una hoguera.

“Eu a ollar pro lume…

i o lume a ollarme…

o lume sin queimarme

fai de min fume…”

(Yo mirando el fuego…

y el fuego mirándome…

el fuego sin quemarme

me hace humo… [o “hace de mí humo…])

En los Eidos de Uxío Novoneyra.

Velahí la simbiosis entre el ser humano y el fuego, en su materialidad efímera y evanescente, corpórea y etérea, intocable en su incandescencia. Velahí la capacidad de la llama parpadeante para difuminar nuestro pensamiento, para convertirnos en humo.

El hogar es una necesidad que se organiza alrededor del fuego.

Después, también está el fuego creador y el fuego destructor. Dos polos de la combustión.

Literalmente, el fuego es el fuego, pero por su capacidad para atraernos y fascinarnos, en sus múltiples expresiones, desde la hoguera de la chimenea de casa hasta la hoguera mágica del  San Juan, pasando por “els correfocs” y los fuegos de artificio en las noches de fiesta, hasta el fuego adivinado de las estrellas, la lumbre se ha convertido en metáfora imprescindible para la alta poesía de la acción escénica. Sí. El fuego como metáfora, más allá del mito fundacional y polisémico de Prometeo, es más necesario en las artes escénicas que en el arte de la literatura. En esta, quizás, puede resultar prescindible, pero en las artes escénicas se hace perentorio. En el teatro dramático buscamos la combustión del conflicto que anima la acción. En el teatro posdramático y la danza contemporánea buscamos el fuego interno, ese impulso inenarrable que anima el movimiento y le da textura, esa pasión que no tiene porque notarse exteriormente de manera obvia o llevarnos a un expresionismo.

El fuego, como metáfora imprescindible, de naturaleza sinestésica, vinculado a la energía muscular y a los impulsos, sin necesidad de que estos sean explosivos. Pero también vinculado con las tensiones rítmicas originadas por oposición, contraste o simetría en los movimientos exentos del motor muscular, en aquellos otros generados por la inercia del peso, aquellos resultantes de posiciones de mayor pasividad y abandono, o los que se dejan llevar por la inercia provocada por otros movimientos del propio cuerpo o de otro cuerpo. El fuego está ahí, podemos sentirlo.

En la danza contemporánea se agradece mucho sentir cómo las llamas crepitan en los cuerpos y en las miradas, cómo se enredan y se prenden en otros cuerpos… El escenario convertido en un incendio, en una hoguera alrededor de la cual nos disponemos para alucinar mientras sentimos su calor salutífero.

Toda esta reflexión sobre el fuego me viene provocada por la sensación que me produce la danza en general y las piezas del coreógrafo asturiano Yoshua Cienfuegos en particular. Su compañía, CienfuegosDanza, creada en Valencia en 1999, cumple 20 años y yo lo celebro.

A Yoshua le conocí a principios de los años 90, cuando ambos estábamos estudiando Interpretación en el ITAE (Instituto del Teatro y de las Artes Escénicas), en Xixón, Asturies. Aún recuerdo la admiración que me suscitó un espectáculo de danza-teatro, titulado Bajo Noche, que presentó en la extinta Sala Quiquilimón, de manera independiente, junto a dos de sus compañeras del ITAE, la gallega Aurora Cendán (Auri) y la asturiana Laura Cuervo.

Bajo Noche se componía de diversos cuadros heterogéneos realizados de manera colaborativa, aunque cada integrante del equipo era responsable de alguno de ellos. Laura me cuenta que la pieza había nacido del deseo por crear su propio espectáculo a partir del cuerpo y del movimiento, porque “sabíamos que era nuestro mejor vehículo de expresión en el escenario.” Laura Cuervo también recuerda que quien ejercía, de manera más clara, la función de coreógrafo era Yoshua.

Además del movimiento limpio y estilizado, llamaba mucho la atención el vestuario y la música. Subvertían los roles de género, las dos actrices y el actor con faldas blancas de raso y con coreografías que escapaban del orden jerárquico del relato. Pero también utilizaban elementos con una importante carga simbólica, como podía ser la mezcla de mallas y botas militares, los temas de la banda americana de rock Nirvana, frente a los temas de música romántica francesa. “Para nosotras, una propuesta arriesgada que nos excitaba y nos invitaba a vivir intensamente, a dejarnos la piel…” me escribe Laura Cuervo cuando le pido que me cuente algo sobre aquella experiencia que, a mí, como espectador, hacia el año 1993, me resultó impactante por su belleza y, sobre todo, por la entrega absoluta de quienes estaban encima del escenario. Una entrega que yo podía sentir desde mi butaca.

El fuego de la creación artística arrasando el escenario, prendido en la juventud inexperta, incendiada de pasión por lo que estaban haciendo. Una lección que, para mí y para otras/os colegas que estábamos estudiando en el ITAE, no nos pasó desapercibida.

Al acabar sus estudios de interpretación, Yoshua se fue a Barcelona y allí estudió danza contemporánea en el Conservatori Superior del Institut del Teatre. La danza ya no le abandonaría nunca y aquella pasión primera tampoco.

No he tenido oportunidad de ver las muchas coreografías que ha realizado en su carrera. Solo he visto unas pocas y también he asistido a las Estancias Coreográficas, que organiza, en verano, desde hace unos años, en el Teatro Campoamor de Oviedo, un encuentro internacional dedicado a la danza contemporánea y a la investigación práctica y teórica.

Sé que ha ganado premios importantes, desde el Primer Premio del Certamen Coreográfico de Madrid de 1999, año en el que crea CienfuegosDanza, y que sus piezas no solo han sido producidas por su compañía, sino también por otros grupos e instituciones, de aquí y de otros países, como la Compañía Nacional de Danza de Costa Rica o el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín de Buenos Aires.

En las piezas a las que he podido asistir, así como en la experiencia compartida en Estancias Coreográficas, he continuado observando aquella pasión primera, aquella ilusión encendida en la mirada y transmitida cuando explica con la voz o ejemplifica con el movimiento un fragmento coreográfico. Hay, además, en Yoshua Cienfuegos, una especial sensibilidad para la creación y el análisis, para la reflexión y la experiencia dancística, para la dirección de escena y el calibrado de los efectos y del cuidado estético. Un equilibrio dinámico y, a la vez estable que, junto a su constancia y su incombustible capacidad de trabajo, puede explicar esos 20 años de CienfuegosDanza, en un contexto que nunca ha sido favorable a las artes escénicas y mucho menos aún a la danza contemporánea.

Un buen ejemplo de lo expuesto es 88 azucenas y un perro, que he podido ver dentro de la programación TRCDanza, del Teatro Rosalía de Castro de A Coruña, el 9 de noviembre de 2018.

88 azucenas y un perroes una sublimación dancística del deseo y la violencia que anidan en El públicode Federico García Lorca. El mundo interior de Yoshua Cienfuegos se casa con el mundo interior que, como la sangre, fluye por esa pieza surrealista y apasionada de Lorca.

Aparecen, en la coreografía, elementos simbólicos sutiles y algunos personajes de la pieza de Lorca, transmutados, por obra y gracia del vestuario y del movimiento, en figuras alegóricas asociadas: por ejemplo, el Emperador de El públicoes figura alegórica aquí, en 88 azucenas y un perro, del poder rutilante del artista, velahí el frac blanco decorado con pedrería negra y el enorme abanico de plumas negras haciéndole de cuello o corona al traje, velahí los movimientos elegantes y aristocráticos del bailarín, Edoardo Ramírez, pero también la sensualidad y los pasos de vedette.

Entre la marejada de los coros y de la coreografía, aparece la figura de Julieta, también danzada por Edoardo, en relación al voluptuoso Caballo Blanco de José Ruiz y al enigmático Caballo Negro de Maynor Cháves. También aparece el perro (el perro andaluz, referencia a Buñuel), en una composición que iconiza, en cierto modo, al esclavo sexual, a través de la figura del bailarín prácticamente desnudo y con una correa y una cadena del cuello a la muñeca, junto a los movimientos rastreros por la horizontal, danzado también por Maynor Cháves.

Laura García, Sara López, Begoña Quiñones y Paloma Galiana, conforman un coro de azucenas, en lo que de metafórico, e incluso abstracto, pueda tener esta adscripción y, más allá de la danza, también ejercen la vigilancia.

En esta pieza el espacio se reconfigura en cada secuencia y, en algunas, surge esa tensión dramática derivada de la vigilancia, del hecho de que, mientras alguien baila, hay alguien que observa, en algunos casos, incluso, desde una posición elevada, encima de unas banquetas especiales, como quien se asoma a una atalaya.

La pieza se abre con unas campanas y con la figura adusta y ambigua de Begoña Quiñones, esgrimiendo una pistola, y se cierra con las campanadas y el disparo.

En la música original de Jesús Serrano se cuelan acordes flamencos y reminiscencias sonoras mediterráneas.

El mundo interior de Lorca se agita, incandescente, en los referentes teatrales empleados y se mezcla con el mundo interior del coreógrafo, para extenderse al de las bailarinas y los bailarines. En todo ese trayecto, la pasión y la violencia dejan su animalidad y, sobre todo, su crudeza gris, expulsadas, y se quedan con una sublimación que nos permite asimilarlas por entre la geometría de la danza.

La coreografía se trenza con la dramaturgia y en todo ello sentimos crepitar un fuego que nos seduce con una calidez sutil, que nos acaricia incluso en los momentos más descarnados o de aliento tétrico.

La frescura de las azucenas blancas, en cantidad de dos 8, doble símbolo del infinito en posición vertical, el perro como alegoría de la fidelidad, los 100 fuegos del apellido del coreógrafo, como símbolo de entrega y pasión, y esos 20 años de la compañía de danza, nos indican una conjunción mágica a celebrar.

Preservar la frescura e incluso la pureza, sin renunciar a la sabiduría que nos da la experiencia y los años, mantener encendido el fuego de la pasión, es algo a celebrar y un buen propósito para comenzar cada año nuevo.

 

 

P.S. – En relación al trabajo de Yoshua Cienfuegos también puede leerse, en esta misma sección:

Estancias Coreográficas 2017”, publicado el 13 de agosto de 2017.


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