Tres cruces; tres luces; tres flores
Semana negra. Proceso gripal inhabilitante. Penumbra, fiebres altas, cuerpo magullado. En el lecho del dolor, paracetamol, bebidas ligeras, termómetro y el maldito cordón umbilical con la realidad. El teléfono trae mensajes tristes. Advertencias de alerta. Y se produce lo peor. En una semana negra se despiden tres personas que han sido fundamentales en mi vida teatral, cada una en su tiempo, en sus circunstancias, en su valor individual y general. Casi cada semana me propongo no escribir nunca más un obituario. Hoy me veo impelido a juntar tres obituarios que me atañen, que no es un trabajo, solamente, profesional, sino personal.
Los tres fallecidos son Salvador Távora, Antonio Lozano y Antoni Al·lés. No soy capaz de deslindar a ninguno de los tres, no sé cómo hacer este resumen de sensaciones, recuerdos y agradecimientos. El que primero legó su memoria fue Salvador. Mi amiga Marta Carrasco mandó de madrugada un WhatsApp diciendo que se había cruzado con Concha Távora y que una contestación le dejó con la mosca tras la oreja. A las horas se confirmó el fallecimiento. Pude hablar inmediatamente con Lilyane Drillon. En mis grupos de allegados comuniqué la desgracia. Me sumí en ese estado febril en donde se suceden imágenes. Había hablado con Salvador por teléfono hacía unas semanas. Se ha ido un hombre muy grande, muy generoso. Un artista del pueblo, un trabajador de la cultura. Tuve el gran honor de producirle en Teatro Gasteiz “Pasionaria, ¡no pasarán!”, a partir de un texto de Ignacio Amestoy. Fue una experiencia inolvidable. Y si ya éramos amigos que discutían de teatro, nos convertimos en amigos que soñábamos teatro y que conseguimos algo importante: una fusión entre un lenguaje propio, andalucista, abierto a un mundo cultural y estético vasco. Y se logró. Una de las pocas veces que Salvador trabajó fuera de la Cuadra, aunque con el amparo y apoyo de todos sus miembros.
Por si alguien no lo ubica, La Cuadra y Távora, han sido la compañía de teatro, danza, fusión de lenguajes más internacional de España. Ha hecho miles de actuaciones por escenarios del mundo. Y en su Sevilla natal, su Andalucía, que ahora lo acoge, costó que las fuerzas teatrales se enterasen y le dieran carta de naturaleza. Fueron años muy duros. Su calidad, su persistencia, su constancia le fueron abriendo los ojos a los que no querían ver. Y lo aceptaron a regañadientes.
He vivido de lejos su enfermedad. Estuve en el reestreno de “Quejío”, ese hito, poder ver su espectáculo originario cuarenta años después, fue su gran triunfo, más allá de medallas, premios y homenajes.
Elena Schaposnik me mandó un mensaje compungida porque le habían hecho saber que Antonio Lozano, estaba en fase terminal. Profesor de Instituto en Agüimes, concejal de una candidatura ciudadana, fue el fundador del Festival Tres Continentes, que durante años fue un punto importante para el conocimiento de los teatristas de Iberoamérica, África y Europa. También organizaba un magnífico festival de la oralidad. Persona comprometida, unía su vocación africanista con su amor a la literatura. Viajes que se convertía en novelas. Novelas que se convirtieron en los últimos años en obras de teatro. Personalmente pasé varios años conviviendo en sus festivales, disfrutando de su perspicacia política, hasta de su cuscús. La crisis económica nos tocó a todos y se acabó la fluidez. Él se retiró para seguir con su escritura, aunque siempre estaba allí.
Un día sonó la palabra fatal. Y a partir de ese momento Antonio Lozano se convirtió en alguien excepcional. En Manizales, cuando yo había superado un melanoma, nos juntamos, me contó su caso de manera detallada, y lo único que puedo decir es que se trata de un hombre valiente, que supo afrontar su situación con una entereza racional, humana, amorosa. Recuerdo una frase que me retumba: “Carlos, este cáncer me matará”. Pero vivió con esa circunstancia interiorizada, pero con proyectos, con alegría, transmitiendo optimismo. Llegó el día. Se ha ido un gran hombre.
Antoni Al·lés es un menorquín al que conocí en Mahón, en el año 1974, cumpliendo el servicio militar obligatorio e hicimos teatro. Así, sencillo. Formamos un grupo, escribimos unos textos, los ensayamos, no los estrenamos, pero nos hicimos amigos en teatro. Al poco se vino para la península, se instaló en Madrid, creó el grupo Títeres Albahaca, que acabó convirtiéndose en productor de espectáculo de diferente tamaño, y recuerdo siempre que, en el Festival Internacional de Teatro de Vitoria, en el 1980, estaba programado con un trabajo de calle, con Miguel Rellán como actor principal, a la misma hora y a unos pocos metros de donde está el gobierno civil después de un atentado en Salvatierra a tres guardias civiles. Su trabajo se derivó hacía la escenografía y especialmente el atrezo, y colaboró con grandes directores.
Estuvimos muchos años muy relacionados. Colaboramos en varios montajes. La vida nos fue separando, sin traumas, por esas inercias desconocidas. Estuve vinculado a una de sus parejas, con el que estábamos preparando una edición e incluso la posibilidad de producción de unos de sus textos cuando falleció súbitamente.
Hacía meses que no sabía de él. Me llegó su fallecimiento en pleno proceso de este ritual de desgarro en esta semana negra. Me ha dolido ver cómo se puede perder el talento por la necesidad de supervivencia.
Son tres cruces, son tres luces que en su momento me ayudaron a alumbrarme algunas de mis muchas oscuridades, son tres flores en un campo celestial de las artes escénicas.
Sobreviviremos este estado actual y prometo hacerlo siguiendo sus ejemplaridades.
A todos sus familiares, allegados, amigos, un fuerte abrazo. Y tendremos tiempo para honrar su trabajo como se merecen.