Identidades cautivas
El sábado 16 de marzo de 2019 participé en el Parlamento de Escritoras/es en Pontevedra, organizado por la AELG (Asociación de Escritoras/es en Lingua Galega), alrededor del tema “Identidades y derechos civiles desde la escritura”. La mesa de trabajo en la que estuve se titulaba “Desposesión de la tierra y de la identidad. Las migraciones hoy. La emigración gallega en el siglo XXI”.
Traduzco al castellano, a continuación, mi ponencia:
Identidad, concepto complejo y polémico en demasía, sobre todo en los tiempos de la posmodernidad hacia adelante. Más que de posmodernidad yo prefiero hablar de globalización regida por el comercio y la autoridad de las multinacionales.
Prefiero hablar de globalización regida por el comercio y la autoridad de las multinacionales porque eso es lo que me afecta en mi día a día, es algo de lo que tengo experiencia directa.
Entiendo la identidad como una construcción social, construcción de un pueblo, y también como construcción individual, cada persona. Entiendo que la identidad, como construcción social, construcción de un pueblo, coincide con la construcción de una cultura diferenciada, igual que la identidad individual, de cada persona, nos ofrece un carácter singular y diferenciado. Yo soy yo en la medida en la que me diferencio de ti y gracias a esa diferencia podemos complementarnos, completarnos, enriquecernos.
Por tanto, entiendo la identidad como una construcción social (el pueblo) e individual (la persona singular) basada en la diferencia, más grande o más pequeña, para otorgar al mundo diversidad.
Entiendo la diferencia y la diversidad como un bien necesario, vital, para que el planeta sea auto-sostenible, o sea, entiendo la diferencia y la diversidad como un parámetro de la ecología.
Y aún me falta un pie para la trinidad del ser: identidad, diferencia o diversidad y tierra. Sí, la tierra, incluso la finca, las heredades. Una vinculación, el sentido de pertenencia o de posesión de un bien que, pese a ser material (la finca), es inmaterial por su carácter permanente, porque ese paisaje, hecho de fincas diversas, sotos, robledales, montes y valles, permanece, no es un Smartphone o una pieza de ropa, no es un producto de consumo, fungible.
La tierra, en abstracto, y la finca en concreto, con el nogal que plantó mi abuela, con la pared de losas calizas que pusieron antepasados, de los que ya hemos perdido los nombres y la memoria, aunque permanecen las maltrechas paredes aquellas que levantaron con sus manos, permanecen los castaños vetustos que plantaron, permanece la casa de Vilar de Ousón, permanecen las marcas de los carros impresas en la roca de los caminos que hoy ya están ciegos, igual que muchas de las fincas confundidas a monte. Esa tierra se olvida y se ignora.
Entiendo la identidad como una construcción del ser social, del pueblo, y del ser individual, que se hace en interacción con el ser social. No obstante, esa construcción tiene que erguirse o asentar, por necesidad, sobre un terreno, sobre la tierra, que no es igual aquí que en otros lugares, porque en la tierra también brota la flor bellísima de la diferencia. Y velahí la necesidad de los ecosistemas, en su diversidad, para complementarse.
La identidad, como construcción del ser social, del pueblo, y del ser individual, de la persona, asentada en simbiosis con la tierra, con un paisaje determinado, se articula en un relato. El ser social, el pueblo, y el ser individual, son relatos flexibles y evolutivos. El ser, como relato, se construye, se escribe, sobre un estar, la tierra. El ser es la identidad. El estar es el territorio factual, la tierra, el paisaje.
Sin embargo, ¿qué acontece cuando los manejos, más o menos subrepticios, de la globalización, regida por el comercio y la autoridad de las multinacionales, intervienen, para aumentar sus ganancias, difuminando los relatos identitarios?
Esta pregunta puede parecer un poco abstracta, pero no lo es. Voy a poner ejemplos concretos, aunque sean parciales y no alcancen a dar el diagnóstico, ni mucho menos la solución al problema que intento esbozar torpemente. Porque el problema que pretendo presentar aquí me sobrepasa, va más allá de mis capacidades y de mis fuerzas, pero me afecta. Vamos a esos ejemplos concretos:
Las calles principales de las ciudades gallegas, en general, son iguales a las calles principales de cualquier ciudad occidental: calles atestadas de tiendas de las multinacionales, con escaparates iguales, con música e imágenes iguales.
Yo atravieso todos los días la Rúa do Príncipe de Vigo y camino entre montones de gente que pasea para ver escaparates. Ese es el paisaje de mucha gente hoy: ver escaparates. Salen de casa o del trabajo de ver pantallas para ver escaparates.
Otro ejemplo, el paraíso del tiempo libre (¿libre?): los centros comerciales, todos iguales o muy parecidos, con recreo para la infancia, mientras las madres y los padres hacen compras o toman un café, con cines comerciales etc.
Los canales de televisión también difunden una imagen y un estilo de vida globales, que nos enseñan a ser.
Ya no es el paisaje natural, el ecosistema, lo que, por simbiosis, modula nuestro relato, se trata de un relato condicionado y dirigido desde la conveniencia de las multinacionales, en las que se pueden incluir Instagram, Facebook, Google, Inditex, Repsol, las televisiones etc.
Por supuesto, los gobiernos, por muchas razones, también deben ceder a esos intereses del nuevo orden mundial globalizador.
En ese nuevo orden mundial globalizador, la diversidad lingüística y, por extensión, la libertad de expresión, son un estorbo, una traba e incluso una amenaza, en tanto en cuanto pueden despertar las conciencias anestesiadas por el mercado y rebelarse contra sus dictados.
El relato de la identidad grupal de los pueblos, el relato de la identidad individual de las personas singulares, ambos realizados en interacción cultural y en simbiosis, por decantación, con un territorio, con un paisaje, con un ecosistema, están siendo aniquilados o manipulados por los poderes del mercado multinacional globalizador, al servicio de los cuales están, indirectamente, los gobiernos, las universidades, las redes sociales mediatizadas tecnológicamente por empresas, los medios de comunicación de masas etc.
Los espacios para la libertad de expresión, íntimamente relacionada con la diversidad cultural y lingüística y, por tanto, con la pervivencia de los relatos identitarios flexibles de los pueblos y de las personas, esos espacios de libertad de expresión, cuando estamos a punto de llegar al 2020, parecen ser cada vez más reducidos y de más difícil acceso.
No me refiero solamente a las legislaciones explícitamente restrictivas de las libertades, como la llamada Ley Mordaza, aún vigente, o los juicios a artistas por causa de ofender sensibilidades religiosas y perturbar el orden moral, o los presos políticos por la causa independentista de la República Catalana, por desafiar a la Monarquía española etc. Me refiero a ese asedio constante que vivimos en nuestro día a día por parte del comercio y de la presión del consumo fagocitador de nuestros relatos, aniquilador de nuestra cultura, precipitador de la evolución de nuestras lenguas hacia el inglés americano, secundarizándolas.
Desde mi punto de vista, uno de los pocos espacios de rebelión y de reflexión sobre nuestros relatos, sobre lo que somos, lo que hemos sido y lo que podemos llegar a ser, son los escenarios del teatro y la figura, actualizada, del bufón, del carnaval.
En su capacidad para presentar conflictos y crisis, a través de la representación de los sucesos que nos asedian, el teatro puede activar la conciencia y despertarnos, tal cual cantaba Pondal en el himno gallego (“Esperta do teu sono / Fogar de Breogán”).
El teatro puede activar conciencias desde la acción verbal, desde su performatividad, desde los actos de habla, pero también lo puede hacer desde la propia imagen visual, desde las actitudes, desde la estética misma.
El teatro, respecto a la literatura, por ejemplo, cuenta con más medios para abordar, explorar e incluso atacar cualquier cuestión perentoria. Y, respecto al cine, que es su hijo, cuenta con la eficacia, a veces enervante, de una retroalimentación emocional y sensorial muy animales, o sea, en las que la (bio)química del encuentro entre actrices/actores y espectadoras/es nunca deja indiferente a ninguna de las partes, para bien o para mal. De hecho, cuando vas al teatro y no te gusta lo que pasa, sales irritado, y si te gusta sales muy satisfecho e incluso enamorado. En el teatro se activa la comunicación en sus capas más hondas y animales, desde los substratos conscientes hasta los subconscientes, y, por eso, siempre nos afecta.
El cine, además de perder la fuerza electrizante del directo, manteniendo inalterables las acciones en la superficie de la pantalla, depende de mucho dinero, ya es industria y, por eso mismo, le cuesta ser arte y ser rebelde. Las series de ficción televisiva o de internet también están al arbitrio de la publicidad, de los patrocinadores y de encajar con las tendencias en boga, o sea, con lo que dicta el mercado.
En el teatro aún quedan algunos escenarios libres y conscientes, ecológicamente, de la importancia de la identidad cultural y lingüística flexibles, contra las imposiciones subrepticias de las modas y de las tendencias diseñadas desde la conveniencia del comercio. No son todos los escenarios, claro está, porque el mercado, la reproducción de formatos televisivos y la expansión de la industria del entretenimiento, también tienen sitio en las tablas. Pero, pese a todo, quedan algunos escenarios rebeldes.
Voy a citar solo dos casos. El primero es una obra inglesa ejemplarizante: La lengua de la montaña (1988) de Harold Pinter, donde la violencia del poder invasor, ese que cambia nuestro relato, se ejerce de manera brutal, con cárcel y con prohibición expresa de hablar la lengua propia. Basada, esta pieza, en la supresión de la lengua Kurda en Turquía.
El segundo caso es una pieza gallega, con un título tan elocuente, respecto al tema que analizamos, como el del primer ejemplo. Me refiero a Eroski Paraíso (2016) del Grupo Chévere. Se trata de una comedia que documenta cómo los espacios de socialización y fiesta acabaron por convertirse en espacios de consumo indiferenciados, al mismo tiempo que hábitos de vida exportados suplantan los propios. El suceso base es cómo la Sala de Fiestas Paraíso de Muros (A Coruña), que estuvo abierta desde los años 70 a los 90, acabó por convertirse en un supermercado Eroski. En un juego que mezcla cine y teatro, una chica gallega, emigrada en Barcelona, a donde tuvo que ir para estudiar lo que le gustaba: cine, vuelve a su villa natal, a Muros, para hacer un documental sobre aquella mítica Sala de Fiestas Paraíso, en la que se habían conocido sus padres, ahora separados. La madre trabaja de pescadera en el supermercado y le cuesta hablarle en gallego a su hija, aunque ella se lo pide para que el documental, que está realizando, tenga mayor autenticidad. La diglosia, esa herida activa, entra en la obra de manera tan natural como en la vida misma.
En Eroski Paraíso aparece, así mismo, la actualización de un nuevo, o quizás no tan nuevo, modo de emigración, que también merece la pena analizar un poco.
Me refiero a esa emigración de la juventud gallega que, para poder estudiar o trabajar en lo que le gusta o en aquello para lo que se ha preparado, tiene que salir de su tierra.
Yo mismo soy testimonio de eso. En los años 90 tuve que emigrar a Catalunya, a Barcelona, donde viví una década, para poder estudiar Dirección escénica y dramaturgia y para poder comenzar a trabajar. ¿Por qué? Pues porque yo no me conformaba con estudiar Filología o Magisterio y, en mi tiempo libre, hacer teatro en un Aula de Teatro Universitario. Yo quería que mi formación principal fuese en artes escénicas, porque esa era mi elección y mi vocación, que, en Galicia, no podía realizar por aquel entonces, porque non existía una Escuela Superior de Arte Dramático. Hoy existe, doy fe de ello, porque trabajo en ella desde su apertura en septiembre de 2005. Pero, alrededor de la escuela siguen sin haber las mismas oportunidades que hay fuera. Siguen sin haber unas instituciones públicas plenamente, ni siquiera parcialmente, operativas en el ámbito de las artes escénicas. La danza y el teatro, en Galicia, siguen siendo hechos excepcionales, sujetos, groso modo, a la programación esporádica de técnicos de cultura a las órdenes de concejales partidistas y sin formación específica al respecto. El concepto de teatro público, como organización independiente, con un proyecto artístico de programación, producción, coproducción y actividades paralelas dinamizadoras, así como el de dirección artística, en Galicia, no existe.
Volviendo al hilo del tema de la emigración. ¿Por qué tuve que marchar a Barcelona para estudiar Dirección escénica y dramaturgia? ¿Por qué la chica de la obra Eroski Paraíso tuvo que marchar para estudiar cine? ¿Por qué una grande parte de la juventud gallega sigue teniendo que marchar, hoy en día, para formarse o para trabajar?
Las razones y las causas han de ser múltiples y más complejas de lo que yo soy capaz de abordar. No obstante, quiero aportar un aspecto para la reflexión sobre esta cuestión. Galicia, en general, y sus ciudades, en particular, son provincias de España, o sea, están tan secundarizadas como la lengua gallega respecto al castellano. Lo importante, las oportunidades, están “en la capital”, en Madrid. El centro está fuera de nosotros. Estamos descentrados.
Si quieres estudiar en un lugar con más oportunidades, si quieres ver espectáculos de danza, teatro, nuevo circo, ópera… marcha a Madrid.
En Barcelona también, pero porque Catalunya siempre lo quiso así y peleó por no ser provincia española.
Velahí como la desposesión de la tierra también viene dada por esa necesidad de auto-realización, a través de la formación académica o del trabajo en aquello que una persona prefiera ejercer, cuando las oportunidades en su territorio menguan.
De resultas, tenemos villas y aldeas casi fantasmales. Becerreá es un ejemplo que conozco y que me toca de cerca. Calles casi vacías, casas viejas abandonadas, caminos ciegos, terrenos a monte…
Y las ciudades gallegas tampoco se caracterizan por ofrecer todas las posibilidades laborales, de formación y de tiempo libre, que permitan que la juventud, en muchos casos ni siquiera pueda vivir dignamente y, en otros casos, que no pueda realizar sus sueños y desarrollar con plenitud sus potencialidades.
Me gusta pensar en la identidad como una construcción flexible y libre, en simbiosis con un entorno y una tradición. Pero, ¡ojo!, hay que tener cuidado porque cada persona debiera poder, con sus propios aciertos y errores, construir su identidad sin tener que ajustarse a normativas o a patrones establecidos de antemano por los demás, sea la tradición, sea la educación, sea lo que fuere. Por eso escojo el concepto de identidad flexible y libre, desde una conciencia (auto)crítica, desde una emancipación, desde el derecho a crecer y vivir en el paisaje en el que uno nace y/o en el que uno escoge, sin verse en la obligación de tener que emigrar.
Por lo de ahora, sin embargo, lo que más observo a mi alrededor es gente cautiva, que no es libre porque no es consciente de que vive a las órdenes del mercado, que le marca lo que le tiene que gustar y disgustar, como tiene que vestir, hablar y vivir… que le marca el ritmo.