El idiota que dejó de balar
Estamos en el punto exacto de la centralidad cuadrada. Cada vez es más difícil entablar comunicación sobre asuntos teatrales de calado. Pertenezco a una subespecie que pasamos de ser ejemplo de objetividad a canallas sospechosos en menos de dos adjetivos mal interpretados. Sigo ejerciendo la crítica de diferentes materias, aunque cada vez me da más pereza dedicarla a espectáculos concretos de artes escénicas. Es pura vagancia intelectual. Pura desidia. Ando escarmentado porque ahora mismo no es suficiente con decir que una obra te ha parecido bien. No, debes decir que la consideras muy buena. Excelente, de lo mejor que has visto en tu vida. Y si no lo haces te echan en red los comentarios anónimos de una docena de personas que han opinado sobre el asunto con toda la insinceridad que la ignorancia amistad o la familiaridad proporcionan y siempre en loa desmesurada.
Por eso ando en crisis de opinión, y estoy a punto de declararme en huelga. El idiota ya no va a dar gratis su opinión sobre nada. Voy a imprimir unas tarjetas que pongan: “Me ha parecido un gran trabajo. Muy interesante. Ya hablaremos”. E inmediatamente iniciar una conversación sobre fútbol o política. Es muy cansino que te insistan en saber tu opinión y que tras advertencias varias de que no me dieron el gen de la diplomacia, mentira o fingimiento, reiteren su petición y al complacerles comedidamente, utilizando las palabras muy sopesadas para no herir susceptibilidades y procurar aportar nociones positivas, es decir señalando algo que uno considera mejorable y hasta dar con la una posible alternativa, algunas personas te lo agradezcan pero la mayoría consideren que esa reflexión es fruto de alguna frustración, una conspiración o una deficiencia. Que es muy posible que así sea.
Pero hasta el momento no tengo muchas fobias, y menos a quienes están encima de los escenarios. Tampoco muchas filias fanáticas. Admiro a quien trabaja con honestidad, coherencia y compromiso con sus propias ideas estéticas. Respeto a quienes hacen un teatro con oficio, aunque no detecte en ellos ningún destello de singularidad. Me identifico con los que sobreviven en la profesión dentro de una clase media vulnerable, cumplidores que siempre llegan a sus límites. A quienes no me interesan, ni respeto, y me parecen unos usurpadores, ni los veo, ni los leo, ni me preocupan. Estoy hablando de los imprescindibles, actrices, actores, directoras, dramaturgos y demás creadores de espacios plásticos, físicos, musicales o luminotécnicos. Lo demás, todo ese tinglado que se considera hoy el clan de las concesiones, sabiendo que son tan necesarios como prescindibles, los tengo en mis oraciones de tarde y anochecer, pero para que aprendan, para que se involucren.
He leído hace muy poco una entrevista a Mauricio Kartun que decía más o menos que es mejor comer de la misma comida que cocina el cocinero, porque será la hecha con mejor fundamento. Es lo mismo, será mejor la opinión de alguien que ha cocinado alguna vez y no que siempre van a mesa puesta. Quien conoce por estudio y práctica lo que es el hecho teatral es más fiable que el que ha ganado una oposición o concurso para granjero y se cree que es el gallo que fecunda los huevos.
Quería volver a pensar sobre la función de los que opinan críticamente sobre lo que se ha hecho en un escenario, sobre su compromiso, sobre el tratamiento que actualmente recibe en los medios, de su influencia, de su papanatismo, su poca vinculación, su rigor, o mortis, o vacuo, pero se me ha adelantado Afonso Becerra que me acompaña en este nido de columnistas. Y además se ha puesto farruco, entrando en mi corralito habitual, es decir en la gestión política de la Cultura, que no es solamente la que hacen concejales, consejeras o directores generales sino también sus ejecutantes en la escala orgánica.
Y algo me preocupa hoy: la urgencia, los apriorismos, la ansiedad. Corre un manifiesto solicitando que se mantenga a la persona que está al frente de la programación de los Teatros del Canal dependientes de la Comunidad de Madrid. Y lo he firmado. Pero sería recomendable esperar a que la nueva consejera se manifieste. No nos adelantemos. El anterior, Jaime de Los Santos, logró el milagro. Y lo logró nombrando a sus directores a dedo, sin esa pantomima barata de convocatorias públicas en las que un jurado seleccionado por la institución correspondiente prepara una terna para que la autoridad competente designe al que le dé la gana.
Pasa lo mismo con la gestión del Teatro Español, las Naves del Matadero y otros espacios para las artes escénicas gestionados por el ayuntamiento de Madrid. Esperemos decisiones. Aunque claro, es para poner las barbas y los moños a remojar porque se han cargado dos festivales en pocos días: el FIOT de Orense y el de Zaragoza. Han cambiado los partidos de gobierno. Y esto sí que es un vicio, cada uno que llega, incluso siendo del mismo partido, en estos asuntos culturales hace tabla rasa de lo anterior. Es fruto del poco rango que dan a la Cultura. Y que no hay una regulación que lo impida.
Lo del Festival de Mérida empieza a ser insostenible.
Esperemos decisiones de las autoridades, pero se les ve tan acríticos y cómplices con el desaguisado cultural que ha realizado el actual “dueño” que hay que prepararse para lo peor.
Me cuesta, pero voy camino de ser el idiota que dejó de balar.