Entre la obsesión y la vendimia
Me ulceran la paciencia todas esas personas que constantemente te cuentan sus circunstancias, que se empeñan en causar pena buscando una ayuda o un perdón, o que simplemente esperan un gracias por todo lo que hacen ellas solas por el teatro, la historia o la humanidad. Por ello no me acaba de sentar bien acudir a los estrenos en las capitales. No estuve en mi sitio cuando repartieron diplomacia abstracta, no soporto la hipocresía. Tampoco soporto esa sinceridad tan rotunda que parece dictado papal. Me desequilibra las reacciones familiares, amistosas o amorosas que reaccionan de manera exagerada ante cualquier pequeño estímulo de la escena. Además, los estrenos simplemente aportan neurastenia al reparto, inseguridad al director. Las devoluciones en caliente de los compañeros del gremio no son demasiado provechosas, con las excepciones de rigor.
Por eso sigo sin acabar de comprender la obsesión que tenemos todos con señalar un estreno, con decir que esa obra es estreno universal, mundial, europeo, cristiano, español, catalán, en Bilbao o donde sea necesario, porque eso, el estreno, sucede solamente una vez. Y sus circunstancias dentro de las contextualizaciones políticas, sociales y culturales son las que le pueden dar un valor de cambio y no es de uso. Es un reclamo de mercadotécnica, no una necesidad. Lo que sucede es que vamos en una campaña imparable de jibarización de las programaciones, y hasta en Madrid, se debe de estar al tanto porque muchos espectáculos duran apenas tres o cuatro días.
Me parece buena idea el tener esas sesiones previas, esos pases con amigos y prensa, pero mejor todavía es cuando se abre la taquilla durante unas semanas previas, a precio especial hasta llegar a la fecha del “estreno oficial”, otro tipo de estreno. Las obras se consolidan en escena frente a públicos. La continuidad en un mismo escenario sin tener que mover escenografías es algo que debería ser obligatorio. Pero nuestro sistema de producción y exhibición no lo permite. Al contrario, cada vez se intenta que sea todo muy inmediato, que las salas tengan programación múltiple, lo que significa que se hacen las representaciones en condiciones técnicas precarias, con iluminaciones planas.
Nada es lo que parece, pero estoy escuchando en diferentes ámbitos de la vida política la palabra dignidad. Y en cuanto me pongo a pensar sobre cómo y dónde intervendría la dignidad en las artes escénicas. Y tengo todas las dudas. Para mí la dignidad personal es que uno, si es actor, esté preparado, física, mental, técnicamente, mantener una trayectoria que no haya sido ajustar en intereses artísticos por intereses coyunturales de economía alternativa, que sea el proyecto del tamaño que sea, entregarse de la misma manera a lo pactado con la producción y la dirección. Aplíquese a todos los gremios artísticos la misma medida de dignidad.
Para un grupo o compañía se trata de añadir a lo anterior, todo lo que debe hacerse ya en el terreno de seguridad contractual, salarios, impuestos y proporcionar siempre un producto, una obra, en las mismas calidades sea realizada la representación en martes, por la noche o el día, en sala o teatro de capital de provincia o en teatro institucional.
La sala, unidad de producción, teatro comercial o musical, la dignidad, debe fundarse en que tiene una relación contractual con los actores si son además productora o con el productor que se identifique como representante de la obra que voy a programar. Y mi parte esencial es que esté todo en perfecto estado de uso. Que se cumplan las normas de seguridad. Procurar que vengan públicos, y que mi manifiesto sea tratar a todos los actuantes con el mismo criterio de complicidad y voluntad de servicio, por estar ambos, ante el mismo cliente: el público.
Por esos lugares pragmáticos es en donde colocaría yo la noción de dignidad, pero seguramente otros pensarán que lo ideal es mantenerse fiel a un estilo, a una fórmula, o llenar los teatros con obras casi nada teatrales, cobrar lo que marca el convenio, saber las horas de descanso, o las dietas.
Probablemente si todos los intervinientes tuvieran la idea de una dignidad trasversal, algo que fuera implícito en el acto político y cultural de hacer, programar y ver una obra de arte en la escena, algo que no es un producto, que es algo artesanal, sublime, único, que requiere años de estudios, meses de esfuerzos, horas de entrenamiento y repetición, hasta llegar a eso a la vendimia a recoger los frutos, muchos de los actuales problemas existentes desaparecerían.
Al fin y al cabo, todo lo anteriormente escrito debería ser retórico si estuviera en el orden del día de funcionamiento de todas las instancias necesarias para que una obra de teatro, una pieza de danza, por pequeñas en formato sean, se hagan en las mejores condiciones. No es pedir mucho. Es pedirlo todo. Desde la escuela primaria, hasta las escuelas de formación profesional, pasando por oficinas de producción, distribución, consejerías, concejalías, promotores y representantes deberían funcionar dentro de una idea de dignidad de la Cultura que se transmita en términos positivos. Y esperar a que crezca, madure, se vendimie y la convirtamos en obra divina. O de vino.