Alma de cucaracha
Hemos resistido…
Al no porque es demasiado caro.
Al no porque no se entiende.
Al no porque es demasiado contemporáneo.
Al no porque no es suficientemente moderno.
Al no porque el “sí” está reservado para otros/as.
Hemos resistido…
A jugarnos dos años de trabajo en un día de función.
A mostrar espectáculos ante determinados jueces disfrazados de espectadores que tienen la mirada vacía pero la tripa llena, y cuya opinión es esencial para nuestra subsistencia.
A ciertos críticos que miran espectáculos con una lupa de aumento hecha con el reducto de su ego insatisfecho.
A subvenciones donde impera la ley del más fuerte y se esquina lo extraño, lo pequeño, lo frágil.
A proyectos educativos esenciales donde la burocracia se impone al sentido común y al talento, donde un papel bien sellado tiene más valor que una carrera artística labrada durante años.
A que los puestos institucionales que deben valorar y apoyar nuestro trabajo estén ocupados frecuentemente por personas que no conocen las entrañas del oficio, capaces de despechar con un simple soplido aquello que se ha erguido con enorme sensibilidad y esfuerzo.
A decisiones donde el amiguismo se impone a trayectorias, a la capacidad de riesgo, a criterios puramente artísticos.
Hemos resistido…
A la necesidad de inmediatez que mata la duda fértil.
A un sistema vertiginoso que cercena la intelectualidad que busca nuevas respuestas a preguntas añejas.
A la premura que te obliga a mostrar sin haber alcanzado el punto de cocción adecuado.
Hemos resistido…
A confusiones perniciosas, donde laboratorio ha sido sinónimo de cualquier cosa rara, y lo contemporáneo, una etiqueta azarosa donde no aplican criterios de calidad.
A ver que muchas veces lo que importa es tener las butacas llenas, con independencia de aquello que llena el escenario.
Al engaño de llamar industria teatral a un oficio cuya fuerza no está en generar productos económicamente rentables, sino en la capacidad de crear comunidad, donde las personas se encuentran, discuten y se enriquecen a través del arte, a través de aquello que sublima nuestra humanidad y que, por mucho que se empeñe el pensamiento neoliberal, no es cuantificable.
Hemos resistido…
A que de la gran tarta solo nos queden las migajas.
Al endeudamiento como estado habitual de nuestras cuentas.
A tener múltiples empleos para conservar este denostado empleo escénico.
A tener que demostrar con cada proyecto que todo lo anterior no ha sido casualidad.
Al “síndrome del impostor” que nos hace sentir culpables cada vez que, contra pronóstico, hacemos un proyecto en condiciones profesionales dignas.
Hemos resistido, sí.
Y en este periodo de resistencia permanente no hemos tenido otro remedio que aprender, como si el aprendizaje fuese el único salvoconducto que tenemos para sobrevivir.
Así que sí, también hemos aprendido.
Hemos aprendido…
Que nuestro alimento artístico esencial son las ideas que brotan en nuestro imaginario, ese lugar de absoluta libertad donde nadie entra sin nuestro permiso.
Que la complicidad ciega que surge en determinados proyectos es recompensa suficiente para que el reconocimiento que necesitamos no dependa de premios, siempre tan azarosos, ni de alabanzas ajenas, a veces tan interesadas.
Que un proyecto en ciernes es llama suficiente para aguantar un periodo sin funciones.
Que la opinión emocionada de un/a espectador/a puede tener más valor que el último informe sobre viabilidad del sector.
Que las personas esenciales que nos acompañan sean compañeros/as de profesión, programadores/as, críticos/as, alumnos/as o espectadores/as, están siempre ahí con independencia de dónde nos sitúe la marea de las circunstancias.
Que el vínculo con esa comunidad que nos acompaña se hace fuerte cuando el viento sopla a favor y también cuando sopla en contra, siempre que el teatro avive la humanidad en cada encuentro sea éste un espectáculo, un curso o un ensayo.
Que este maldito oficio es un potentísimo veneno, donde una pequeña dosis de plenitud te mantiene vivo durante los largos periodos de sequía que siempre vienen detrás de cada alegría.
Hemos aprendido, en fin, a sobrevivir en medio de la escasez, a hacer de la carencia nuestra sala de entrenamiento, a aguzar el ingenio lejos de la opulencia, a sobreponemos a los innumerables rechazos en el calor de la pasión compartida.
Dicen los libros que en el epicentro de la bomba de Hiroshima los únicos animales que sobrevivieron fueron las cucarachas. Desde entonces numerosos estudios vaticinan que, si algún día el mundo se vuelve inhabitable, lo será para todos menos para las cucarachas, que lo habitarán cuando el resto de los animales no puedan hacerlo, pues tienen un organismo adaptado para subsistir en las condiciones más extremas.
Y así nos imagino a los artistas y demás trabajadores/as del arte en este encierro forzado, alimentando nuestra alma de cucaracha entre cuatro paredes, pergeñando ideas, trazando estrategias, mirando este maltrecho mundo que tan poco nos mira, a la espera de que se abra la puerta de casa, la puerta de los teatros, la puerta de nuestras ideas. Así somos las cucarachas: no hay desprecio que pueda con una pasión tan tenaz como inexplicable, que paradójicamente más determinante se hace cuanto más se la confina.