Y ahora… estamos sin aquí
En el Tíbet algunos budistas, artistas ellos, crean unos cuadros especiales llamados mandalas de arena. Es una labor minuciosa y ardua, donde estos monjes se concentran durante días alrededor de una mesa rociando polvos de diferentes colores con los que dibujan formas geométricas de tonalidades preciosas. El resultado es una obra pictórica de tal belleza y precisión que uno jamás creería que está hecho con arena. Pero lo más sorprendente no es la obra de arte en sí, sino su final, pues los budistas destruyen el mandala en cuanto lo acaban. Sin dejar tiempo para deleitarse con el fruto de su esfuerzo y sin despeinarse (hablando metafóricamente, pues todos están calvos), los budistas cogen unos cepillos, barren el cuadro y reúnen toda la arena pigmentada en una urna. Poco después se trasladan a un entorno natural que puede ser un bosque, un río o una colina, y esparcen la arena como si fueran las cenizas de un ser vivo. Uno de los sentidos de este ritual, como quizá ya se han imaginado, es vivenciar a través del arte lo efímero de nuestros actos y de nuestra existencia.
Pienso en lo que nos está pasando y me parece que el coronavirus ha permitido que hagamos un mandala tibetano de arena con nuestras vidas, a lo bestia. Ha hecho que todos nuestros planes, tan brillantes y coloridos, tan bien organizados y perfilados durante tanto tiempo, se hayan pulverizado en el aire con la misma rapidez con la que la mariposa del caos bate sus alas. Desnudos de planes y expectativas, con la fragilidad de nuestras esperanzas transcrita en escalofríos, nos damos de bruces con algo que siempre ha estado ahí, pero por el que habitualmente pasamos tan deprisa que apenas lo percibimos: el presente. Confinados en nuestras casas sin posibilidad para planificar algo por miedo a que ya nada encaje donde antes, sin poder alimentar anhelos por miedo a que queden insatisfechos, nos vemos obligados a experimentar nuestra naturaleza efímera de una forma tan radical y colectiva como ningún ejercicio espiritual ha podido hacer hasta ahora.
Y así, ese consejo universal que se utiliza en los ensayos, probablemente el único en el que coinciden intérpretes de diferentes lugares, estilos y épocas, esa consigna siempre útil en escena: “Actúa aquí y ahora. Estate presente en lo que sucede en cada momento”, se ha convertido en un lema cotidiano que nos reta 24 horas al día, en una meditación de grupo a escala mundial.
Si llevamos esta reflexión activa al terreno escénico se derivan preguntas casi metafísicas: ¿Qué sucede con esto que llamamos teatro, en este templo del “aquí y ahora” en este particular “aquí y ahora” que nos está tocando vivir? ¿Qué es de este arte concebido para practicar en comunidad si las personas no podemos coincidir en un mismo lugar? ¿Hay teatro fuera del teatro?
Con los teatros y las calles cerradas, observamos que en este desahucio temporal que sufren las artes escénicas se busca refugio en las pantallas. Cursos, ensayos, espectáculos enteros, incluso festivales se han trasladado a menos de un metro cuadrado lleno de píxeles. Ante la necesidad de encontrar asideros entre tanta incertidumbre, la pantalla puede ser para las artes escénicas una salida de emergencia en este encierro, un albergue alternativo ante el desamparo, un antídoto provisional contra la nada. Hay una parte de mí que empatiza y apoya este instinto de adaptación y supervivencia. De hecho, en nuestra compañía hemos llevado nuestras clases habituales y los ensayos de una nueva pieza al formato online y personalmente he podido disfrutar de espectáculos que no pude disfrutar en su momento a través de sus grabaciones en vídeo. Sin embargo, en todas esas propuestas se está renunciando a una parte esencial que define todo acto escénico: el “aquí”, entendido no como un espacio físico, sino como un espacio humano donde intérpretes y público se comunican en la intimidad que ofrece estar cobijados por el mismo aire.
Ese espacio humano donde respiro lo que los actuantes respiran es ese “aquí” imprescindible que ahora se nos niega. Donde mi espina dorsal baila con quien baila encima de un escenario, donde mis nervios se tiñen con el tono de la energía de quien actúa, donde transcribo sus intenciones en sutiles tensiones musculares es… aquí. Donde un grito puede recorrer mi piel alzando el bello, donde un canto activa una cascada de impulsos químicos que me eriza por dentro es… aquí. Donde el sudor del performer salta para mezclarse con el mío, donde el espacio es de tres dimensiones, como las emociones, es… aquí. Donde mis neuronas brincan, danzan, piensan, sienten bajo la aparente quietud de mi cuerpo es… aquí. Donde acontece eso que los/as académicos/as llaman espacio de acción compartido y que es parte esencial del acto escénico es… aquí.
Y es que por mucho “ahora” que le pongamos, sin “aquí” no hay arte escénico. Habrá otras cosas, infinidad de derivaciones audiovisuales, algunas de ellas seguramente sorprendentes e interesantes, pero no ese acto artístico que necesita del circuito “piel-aire-piel” para establecer la comunicación y que llamamos arte escénico.
En Bután, ese país pegado al Tíbet famoso por medir su riqueza a través del Índice Nacional de Felicidad y no del Producto Interior Bruto, es decir, por considerar que el bienestar de una población depende más de su estado emocional que del estado de sus cuentas, ese país tan particular, decía, afrontó un gran cambio cuando, habituados a estar aislados del resto del mundo, la televisión e internet entraron en sus casas. Cuentan en Bután que, al colarse la publicidad occidental en sus pantallas, el patrón de belleza de la mujer se transformó. Antes de esta colonización cultural, el ideal de mujer bella era una mujer ancha que pisa fuerte, autosuficiente y de rasgos robustos perfilados por el trabajo en el campo. Sin embargo, tanto anuncio proveniente de fuera ha ido horadando esa imagen primigenia y en la actualidad las mujeres tienden a esculpir sus cuerpos buscando la delgadez, a maquillarse tapando su tez tostada bajo el sol y a andar con delicadeza para no despeinar su figura.
Hay algo inquietante en las recientes aplicaciones que se ofrecen en las pantallas, cuando aprovechando su fácil acceso, su inmediatez y su capacidad de atracción funcionan como un flautista de Hamelin capaz de engatusar el deseo de las personas para llevarlo lejos de su impulso original. Esperemos pues que seamos capaces de escapar a la tentación y que el confinamiento en las pantallas que están sufriendo las artes escénicas no cambie la esencia de lo que es un arte que sucede ahora, pero también aquí; y que cuando salgamos de casa para ir a los teatros apreciemos más lo que ahora se proscribe: una comunidad de personas, cobijadas por el mismo aire, dispuestas a descubrir a través del arte lo que les asombra, lo que es sombra, y lo que entre la negrura, les divierte y alumbra.