Un lugar al que volver
Jaume Plensa, un artista con manos de escultor y mente de filósofo, que uno no sabe si moldea pensamientos o piensa volúmenes o viceversa, habla de un recuerdo muy particular para explicar qué persigue cuando crea una escultura. Jaume recuerda un día de gran tormenta, uno de esos que condensan el cielo con lluvias de múltiples densidades, vientos en todas las direcciones y nubes que abarcan la tonalidad completa del gris al negro. Según cuenta, él se encontraba en la orilla de un puerto cuando, de repente, apareció un pájaro entre la tempestad para posarse encima de uno de los mástiles donde se atracan los barcos. Esa sencilla imagen del pájaro sobre el mástil, dice Jaume, representa lo que para él debería ser la escultura: un lugar al que volver.
Ahora que se abren las calles para que paulatinamente retomemos antiguas costumbres y rituales, me pregunto cómo hacer para que el teatro sea un lugar al que volver. Aunque parece que todo ha cambiado, en los teatros volveremos a encontrar, en esencia, lo de antes: el escenario, obras con sus elencos, las butacas y públicos de todos los colores. Pero me pregunto si allí, entre todos esos elementos que permanecen, permanecerá también la experiencia artística que tanto añoramos. Pues de la misma manera que una serie de días libres no hace necesariamente que nos sintamos de vacaciones, de la misma manera que seguir unas normas básicas de educación no implica que surja complicidad entre las personas o de la misma manera que una analítica médica normal no asegura que estemos sanos, la mera suma de una obra más un público no siempre alcanza a ser experiencia teatral.
Ese misterioso salto que hay entre un algo tangible y mensurable, y la experiencia intangible y no mensurable que produce ese algo, lo explica muy bien el filósofo Barry Smith a través de una historia en la que es fácil reconocerse. Imagínate, dice Smith, que estás en la Costa Azul mirando al mar bajo el sol mientras comes un delicioso pescado junto a una persona que quieres y que, en ese preciso momento, abres una botella de vino rosado de la Provenza. Embriagado ya por la magia del momento aún sin probar un trago, te sirves una copa de ese vino, cuyo frescor empaña el vidrio y moja tus yemas, brindas para que la felicidad no sea efímera y, finalmente, bebes. La experiencia es tan agradable que piensas que ese vino de la Provenza es uno de los mejores que has probado nunca. Así que acto seguido compras un buen surtido de ese vino para llevar a casa. Pasa el tiempo. La siguiente vez que degustas el vino es ya invierno, hace frío, la manta no llega para taparte los pies y ves las gotas de lluvia deslizarse por la ventana gris de tu habitación. Bebes, paladeas y piensas… qué hostias le habrá pasado a este vino tan delicioso que ahora parece agua con alcohol teñida de rosa. Si hiciésemos un análisis químico del primer y del segundo vino nos dirían que los dos son exactamente iguales. Y, sin embargo, en este juego de imaginación sabemos que el primero era exquisito y que el segundo lo utilizaríamos como matarratas. No nos hemos vuelto locos: si bien las moléculas de la bebida en ambos casos son las mismas, las circunstancias fueron tan diferentes en uno y otro caso que acabaron por cambiar el sabor del vino. Y es que el sabor, como tantas otras cosas, no es un algo aislado, un sentido concentrado en la lengua, sino un proceso sensorial y emocional más complejo que se cocina en la mente.
Si al vino lo hacen las circunstancias en las que se bebe, si al regalo lo hace también su envoltura, las manos que lo ofrecen, el momento en el que sucede o el significado que esconde, al teatro también lo hace la atmósfera que lo envuelve, el bullicio incontrolable de la gente, la complicidad entre actuantes y el hervor de las impresiones de quienes asisten. Porque el teatro, como un buen vino o un verdadero regalo, no es un simple objeto aislado, sino una experiencia sensorial y emocional a la que nos entregamos por completo.
Por fin volvemos al teatro y nos enfrentamos a una serie de protocolos, con sus mascarillas, distancias de seguridad y todo tipo de hidro-alcoholes que dificultarán precisamente ese ambiente que hace del buen teatro una experiencia única: un espacio artístico libre de miedo donde una comunidad se reúne en cercanía en la búsqueda de algún destello de belleza o de divertimento o de alguna pregunta que le permita cuestionar sus habituales perspectivas.
El buen arte es aquel que abre nuevos espacios al margen de los lugares comunes, es la puerta en un muro, la palabra que se diferencia entre los tópicos, la hierba que crece en el asfalto, la posibilidad de silencio entre el ruido. En esa misma búsqueda por encontrar grietas por donde se cuele cierta claridad en lo que se impone, nos corresponde ahora a quienes de una u otra manera hacemos posible el teatro, desde artistas hasta públicos, desde quienes programan hasta quienes se ocupan de todo lo técnico, crear la excepción en esta nueva normalidad, por momentos tan perniciosa, donde para encontrarse en los bares son todo facilidades y para encontrarse en los teatros son todo normativas.
En un nuevo capítulo de nuestras biografías de resistencia, nos toca una vez más resignificar la realidad en contra, intentar convertir la piedra que nos amenaza en pelota de juego. Toca avivar el calor que cabe en dos metros de distancia, descubrir la humanidad y la emoción que se transmite detrás de una mascarilla, disfrutar de la intimidad que supone el hecho de que, por muy rodeados que estemos, una obra de arte al final te habla en primera persona y sólo a ti. Toca buscar la manera para que los protocolos de higiene sean pequeños rituales para alcanzar la imprescindible sensación de seguridad, para que tanta incertidumbre acumulada haga posible una mayor complicidad, para que todo este periodo de abstinencia se traduzca en un deseo más grande y prolongado por disfrutar de nuestra cultura. Toca, en definitiva, imaginar un teatro hecho de ladrillos y personas para que, en medio de la tormenta, éste siga siendo un lugar al que volver.