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La danza como potencia medular. Cía. Exire

En la cadera y el tronco está nuestro centro y esas dos direcciones que nos mantienen en pie. El coxis apuntando hacia el centro de la tierra y la coronilla apuntando hacia el centro del universo, hacia el cielo. La movilidad de la cadera, así como la ondulación del tronco, están vinculados, en nuestra cultura heteropatriarcal occidental, con lo femenino, con la mujer. El hombre, al caminar, debe intentar no mover la cadera, o moverla lo mínimo posible. Sin embargo, caminar con la cadera rígida es muy difícil. Cuando movemos la cadera comienzan a despertarse emociones y sensaciones inefables que nos conectan con la tierra y con el cielo. La vida es movimiento y el movimiento, capaz de liberarnos de nuestras angustias, miedos y etiquetas, pasa por mover el centro del cuerpo, la médula, la cadera y el tronco. La médula es femenina. La fertilidad del movimiento, desde las danzas rituales neolíticas hasta la danza libre de Isadora Duncan, pasa por soltar el cuerpo y, con él, la mente de corsés e imposturas.

 

Una figura escultórica elevada, casi totémica, de una mujer de vestido largo blanco, danza con sus brazos, manos y tronco, en un movimiento articulado. En el otro lado del escenario pende una tela blanca que parece el vestido de otra mujer que tuviese sus pies en el cielo. Esta simetría es el inicio de Médula, la última pieza de la compañía gallega de danza contemporánea Exire (Estefanía Gómez y Alba Fernández), que pude ver en la programación de Vigocultura, en el Auditorio Municipal de Vigo, el viernes 4 de diciembre de 2020.

Esa simetría visual alumbra otras simetrías gestuales y coreográficas del dúo Alba Fernández Cotelo y Ana Beatriz Pérez ‘Betty’. Se instaura una delicadeza en los contactos y en la relación, no solo de los cuerpos, sino también en la creación de un ecosistema afectivo y lúdico. De ellas emana armonía. El dúo se mueve al unísono, puntuándolo con algunas diferencias inesperadas.

Los silbidos y otros sonidos vocales de Betty, como una sinfonía ornitológica, parecen mover el cuerpo de Alba, que se agita y evoluciona como un árbol. Hay algo selvático en los juegos sonoros y coreográficos, quizás también en la evocación de las cuerdas colgadas como lianas y las redes de pescar, símbolo del mar, llenas de patatas, símbolo de la tierra.

Betty aparece como una hechicera, con un vestido de hilos y cuerdas rojas, desplazándose a media altura, con las piernas flexionadas, muy cerca del suelo, en una relación magnética con la tierra. Porta un ramo de espigas que sacude contra el suelo, contra el aire y contra su propio cuerpo, como en un ritual de limpieza o de fertilidad.

“El paso del tiempo se nota en nosotras como en los árboles”, dice Alba. “Mi abuela tiene una arruga en el entrecejo, igual que mi madre y que yo». Los anillos de los árboles, los surcos en los que se dan las patatas. La mujer, la cosecha, el tiempo, los árboles. La fuerza creadora y demiúrgica de la mujer.

Betty canta “Sabor a mí” mientras baila con una patata, colocada en el hueco entre su hombro y su cuello, entre las piernas, encima de su cabeza… El sabor de la tierra. La mujer trabajadora, la mujer sabia, la que está más allá de los refranes populares y de la tradición, la mujer de hoy, la bailarina: Alba y Betty, y su conexión con un ecosistema que no solo es paisaje exuberante, el de Galicia y el de Cuba, sino paisaje humano y cultural, ginea femenina y transmisión de conocimiento. Como el recuerdo de aquella mujer sabia, madre, abuela, bisabuela, tatarabuela… que se sentaba a ras de tierra y siempre tenía la puerta de su casa abierta y un plato demás en la mesa para quien tuviese hambre.

Médula es un homenaje, en danza-teatro, a las madres. A la madre tierra y a las madres que nos parieron. La mujer tótem ligada a los árboles y a la sabiduría primigenia.

En el escenario, las patatas, como símbolo de la tierra, están en el suelo, pero también en el aire, colgadas en redes de pescar, símbolo del mar, sujetas por cuerdas que conectan la tierra y el cielo. Igual que estas dos mujeres bailarinas se conectan con todas las otras mujeres, a través de la danza y también de la palabra, nombrándolas, en una inmensa lista de nombres, en los que participamos las personas del público, cuando nos preguntan cómo se llama tu madre.

La delicadeza en el trato y en el contacto, el cuidado con la otra y con el entorno, son política viva, de esa que se transmite por los poros de la piel y por la empatía que despierta el movimiento, sin necesidad de panfletos ni otras instrucciones verbales. Se trata de una delicadeza, no obstante, plena de energía, por veces selvática, por veces hechicera y ritual.

El universo sonoro (María Move y Raúl Grillo) y el coreográfico nos llevan, de manera sutil y más implícita que explícita, de los tambores de la tribu al ritmo de la muiñeira en las panderetas, de los trinos y los pájaros primaverales a la lluvia de la invernía y a los surcos que el tiempo deja, de la hermosa música del acento gallego de Alba al acento cubano de Betty. Una conjunción de dos culturas ancestrales, la gallega y la cubana, que siguen activas y reverberantes en estas dos bailarinas y en la imagen que nos trasladan de la mujer, como fuerza superior de la naturaleza. La mujer como médula. La danza como potencia medular en las artes escénicas.

 


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