El teatro alucinado de Frank Castorf, entre Racine y Artaud
Reactivar textos clásicos es un desafío para la ingeniería del teatro. Más aún si se trata de tragedias protagonizadas por personajes heroicos. Hoy tenemos la impresión de que todo se puede vender y comprar, de que todo tiene un precio y de que allí donde antes situaban valores éticos irrenunciables o al mismísimo Dios hoy situamos al Dinero. En un universo de bienes materiales fungibles y obsolescentes hasta las relaciones humanas, las pasiones, las filias y las fobias, acaban por contagiarse y adquirir también esa dinámica obsolescente de mercado.
Las tragedias de la Antigua Grecia, como Los Persas (472 a.C.) de Esquilo, y las clásicas francesas, como Bajazet (1672) de Jean Racine, traen a los escenarios situaciones límite y personajes heroicos y desafiantes. La guerra, el poder, las pasiones, el amor y la traición, los placeres concupiscentes… son ingredientes que ponen en jaque el decoro y que convierten su representación teatral en un empeño arriesgado. También lo es la propia forma de la acción verbal, esos diálogos en verso de alta complejidad retórica, que desbordan musicalidad y artificio literario y que son contrarios a la economía y a la tendencia lacónica de los diálogos dramáticos que intenten imitar o representar los tiempos actuales.
El 17 de diciembre de 2020 se estrenó en Portugal, en el Teatro Nacional São João, TNSJ, do Porto, Bajazet, considerando o teatro e a peste de Frank Castorf, con textos de Racine y Artaud, en una producción del Théâtre Vidy de Lausana (Suiza) y de MC93 – Maison de la Culture de Seine Saint Denis (Francia). Un espectáculo portentoso, como todos los que he podido ver de Frank Castorf, con una duración de 4 horas, que incluye un despliegue de imágenes y acciones alucinantes y un trabajo del elenco actoral impresionante.
Con Castorf las actrices y los actores siempre juegan en los límites de lo expresivo y hasta de lo humano. Jeanne Balibar (Roxane), Jean-Damien Barbin (Bajazet), Claire Sermonne (Atalide), Mounir Margoum (Acomat) y Adama Diop (Osmin) nos sobrecogen con su capacidad para mostrarnos la mayor autoridad y elegancia de los personajes de la tragedia racineana, pero también la más profunda vulnerabilidad y perdición; la dignidad aristocrática y la perturbación pasional; el temblor febril de los deseos y el amor y la descompostura del dolor y de la herida; la construcción del personaje dramático y su destrucción o deconstrucción postdramática, en la ejecución de secuencias que son como performances o como momentos casi dancísticos, en los que el movimiento, la luz, la música, desbordan la austeridad lineal de la historia y de lo narrativo.
Castorf, en su dramaturgia, trenza la palabra de Racine, manteniendo la exigencia del alejandrino, con la palabra de Antonin Artaud, para conjugar, a la perfección, ese lenguaje pletórico de visiones, augurios y hechizos. En Racine las palabras les sirven a los personajes para tomar consciencia de la acción, tienen ese poder revelador y, a la vez, son desencadenantes de acción. En Artaud la palabra agita la conciencia y aquí, en Bajazet, considerando o teatro e a peste, además, comenta la existencia intensificada sobre el escenario.
Frank Castorf mantiene la unidad de espacio, en la superficie, respetando una de las reglas de la tragedia clásica. Y lo hace afirmando la teatralidad del propio espacio escénico: el escenario es el escenario y no la representación realista o naturalista de un espacio dramático. Esto solo en la superficie porque, gracias al empleo del vídeo en directo, podemos acceder a cuatro espacios colindantes. Todo el escenario y, a la izquierda, la tienda de Roxane, que tiene la forma de una cabeza gigante con burka (con un muxarabi frontal que nos permite adivinar algo de su interior y dos lámparas que parecen dos ojos); a la derecha, una caseta que alberga una cocina, que está flanqueada, hacia la platea, por una reproducción gigante que recorta la figura del retrato del sultán Bajazet I de Veronese, con los ojos perforados con dos luces, lo que, sumado a un enorme letrero de neón vertical en el que podemos leer “Babylon 0-24”, le da un aspecto de caseta de feria o parque de atracciones, y flanqueada, en uno de los laterales visibles, por un anuncio de whisky “Wild Turkey” (con alusión al espacio referencial de la ficción, Turquía); gracias al vídeo también podemos ver una máquina expendedora de Coca-Cola; en el lateral izquierdo del escenario hay varias burras cargadas de vestuario colorista y en el lateral derecho varios baúles de utilería teatral.
La afirmación del escenario y la puesta en evidencia de lo teatral hace casar la regla de la unidad de espacio de la tragedia clásica con la fragmentación y la plétora postdramática, gracias a esa compartimentación de los tres lugares que están contenidos en el escenario, así como el exterior y los pasillos del TNSJ, cuando las actrices y los actores transitan de un lugar a otro, seguidos por la cámara y proyectados, en directo, en la gigante pantalla que pende en la izquierda del escenario. Así pues, tenemos, por lo menos, cuatro lugares de acción: directamente visible el escenario y en él la tienda en forma de cabeza gigante con burka y la cocina, cerrados pero revelados gracias a la mediación de la cámara, más el exterior del TNSJ y sus pasillos.
En esos interiores cerrados a la visión directa del público, la cámara penetra retransmitiendo, en directo, la acción de una manera descarnada e íntima, con una aproximación a los gestos faciales y a los mismísimos poros de la piel de las actrices y actores, casi como si se transformase en una especie de microscopio o de endoscopio, capaz de entrar en las vísceras de lo humano.
Nuestra visión general, en este teatro a la italiana, permite, en esa distancia respecto al altar del escenario, delectarse en la belleza de lo bello y lo aparente (la apariencia externa en la que el vestuario, las pelucas, el maquillaje, las poses y la luz se confabulan armónicamente). Sin embargo, los primerísimos planos de las caras, los pechos, las nalgas, los ojos… nos permiten acceder a lo bello de las imperfecciones cutáneas, a una especie de fragmentación cubista de los cuerpos y las expresiones, que hace saltar por los aires el decoro burgués de la distancia confortable de lo aparente y lo disimulado, de lo discreto, para volverse impúdico. Esa misma fragmentación de los cuerpos, practicada por la cámara, genera, según el momento, una acentuación de lo subjetivo y lo lírico de la imagen o, por el contrario, una violencia al cortar y destripar las formas. Contribuyendo, así mismo, a una simultaneidad o sincronía, que complejiza y problematiza el eje diacrónico de la continuidad o linealidad de la acción dramática.
Ahí, la actuación de Jeanne Balibar (Roxane), Jean-Damien Barbin (Bajazet), Claire Sermonne (Atalide), Mounir Margoum (Acomat) y Adama Diop (Osmin), la filmación de Andreas Deinert (cámara), los efectos de la música de William Minke y de la luz de Lothar Baumgarte, consiguen momentos de auténtica y, a la vez, teatral, convulsión.
Pasajes alucinatorios no exentos de humor, por ejemplo en los comentarios faciales de los actores Mounir Margoum (Acomat) y Adama Diop (Osmin) respecto a la acción de Roxane y Bajazet, en secuencias en las que conviven en escena, simultáneamente, actores interpretando personajes y actores fuera de los personajes. Los momentos de humor propiciados por las alusiones a la actualidad, como cuando los actores Mounir y Adama, en el interior de la cocina, fuman y beben mientras leen dos periódicos en cuya portada aparecen, en uno de ellos el presidente francés Emmanuel Macron y en el otro el presidente de los EEUU Donald Trump, recortando las portadas, vaciándoles los ojos y la boca, con mechero o cuchillo, y utilizándolas a modo de caretas de carnaval. Los momentos de humor que también genera la hipérbole y la parodia, incluso el absurdo, de algunas situaciones, como cuando Bajazet se mete en la jaula con ruedas y clama por una mujer sencilla que le quiera y que sea solo para él, igual que él para ella. Pasajes alucinatorios y fantásticos que también se conectan con la substancia antropológica y ritual de la tragedia, con la activación de arquetipos universales y atemporales, pero, a la vez, con una cierta dimensión mítica y legendaria que nos podría remitir a un cuento exótico de Las mil y una noches.
Los personajes, así tratados, hasta la extenuación de lo expresivo y en las aproximaciones, en primerísimos planos de cámara, pasan de ser héroes a pobres diablos.
La dicción del verso alejandrino de Racine es ligera y a la vez deslumbrante y bella como un rayo. En ciertos momentos, la voz se tuerce y se retuerce hasta la estridencia, tal cual la voz de Antonin Artaud, en 1947, en Pour en finir avec le jugement de Dieu, que podemos escuchar a través del viejo retransmisor de radio que está en la cocina. Es como si los personajes estuviesen poseídos por otros personajes o por las voces de sus pasiones. Resulta fascinante, en este sentido, la performance vocal de la actriz y cantante francesa Jeanne Balibar, como Roxane. También su escultural y elegante figura, de una sensualidad sofisticada, que conjuga delicadeza y poderío. No solo asistimos a su evolución o deconstrucción interior, sino también a la de su apariencia externa, cuando la cámara se acerca impúdicamente a su piel desnuda o se aproxima a su boca y a su nariz, casi como si quisiese mostrarnos ese lado oscuro, animal y viscoso del cuerpo. La voz también se descompone, se vuelve infantil o, de repente, adquiere los tonos de una hechicera. Al principio parece una joven veinteañera, luego se nos revela como una mujer madura. Frente a ella, como contrapunto, Claire Sermone, en el papel de Atalide, es de una impetuosidad directa y terrenal, joven de una sensualidad tierna y desesperada. Por su parte, Jean-Damien Barbin nos ofrece un Bajazet rendido a los placeres y a las sustancias psicoactivas que le ayudan a evadirse de la intriga en la que se ve inmerso. Su Bajazet circula como un poseso e incluso, en una de las secuencias, afirma ser Antonin Artaud. Su apariencia externa descuidada le sitúa en el ángulo de la víctima propiciatoria. Más enérgicos y vitales, enredadores e intrigantes, peligrosos e igualmente sensuales, Acomat y Osmin, interpretados por Mounir Margoum y Adama Diop, dos actores con unos trazos étnicos muy marcados, Mounir, de ascendencia marroquí y Adama, actor negro procedente de Senegal, formado, igual que Mounir, en el Conservatoire National Supérieur d’Art dramatique de Paris.
Bajazet, considerando o teatro e a peste tiene escenas arrebatadoras y geniales. Castorf es capaz de hacer explotar el exceso dentro de la contención de un espectáculo. Su teatro, como la vida en los momentos más intensos, se desborda hacia situaciones alucinadas que nos devuelven de otra manera a nuestro día a día. La conmoción nunca es gratuita y la emoción, aquí, tampoco. Flipar o alucinar con la experiencia teatral no va a dejarnos igual. En esas cuatro horas algo ha cambiado. Hay algo de substancia psicoactiva en el teatro de Castorf, pero las repercusiones son otras, porque no se trata de una droga recreativa o para evadirse simplemente.
Bajazet, considerando o teatro e a peste podría ser un viaje sin retorno, porque cuando vuelves en ti, después de esas cuatro horas, ya no eres exactamente el mismo. Nunca se vuelve al mismo lugar y mucho menos después del teatro alucinado de Castorf, entre Racine y Artaud.