Cuando el tiempo y la danza se abrazan. Sin título 97.17. Mikel Aristegui
El tiempo que pasa y que se nos pasa. La vida es tiempo. Fuera del tiempo no hay vida. Cuando se nos acabe el tiempo se nos acabará la vida. El tiempo, igual que la vida, no es fácilmente decible, no es fácilmente traducible a palabras. Sin embargo, tanto la vida como el tiempo son algo que nos interesa, que nos llama la atención, que nos intriga. La vida y el tiempo son un misterio. Y los misterios siempre resultaron atractivos para la curiosidad del ser humano. Queremos saber lo que es la vida. Queremos saber lo que es el tiempo. Porque la vida es tiempo.
También la danza es tiempo. La danza le da forma y expresión al tiempo. La danza no es un gesto o una imagen fija, la danza es movimiento y el movimiento se desarrolla en el tiempo. El movimiento es tiempo. La danza, incluso cuando aparentemente está quieta, es tiempo. La quietud y el silencio aún pueden expresar mucho más el tiempo que el vértigo del movimiento o del sonido. Quizás porque en el silencio y en la quietud existe un sonido y un movimiento sumamente pequeños y aparentemente imperceptibles. Mientras permanecemos quietos y callados, la sangre sigue moviéndose por nuestras arterias y llevando oxígeno a los músculos, la respiración continúa moviéndose, los sonidos del universo corporal, imperceptibles para nuestros oídos, siguen con su música.
En la danza, igual que en el resto de las artes escénicas, como ha demostrado Eugenio Barba en sus investigaciones sobre la pre-expresividad, al amplificarse la presencia también se amplifica la quietud y el silencio, habitados por invisibles tensiones.
Además, el tiempo y la vida, los sucesos vividos, con sus emociones, ideas, afectos, permanecen impresos en nuestro cuerpo, en nuestra cara, en la manera de mirar y de movernos y eso produce una vibración que se irradia incluso en la quietud y el silencio.
La manera de mirar y de moverse de Mikel Aristegui, en Sin título 97/17, vienen cargados por el tiempo, desde aquel 1997. El temblor de las manos abiertas, fuertes, pero vulnerables, que parecen pedir ayuda y comprensión para, en la misma secuencia, agitarse contra el cuerpo, como en un ejercicio de reanimación, no son las manos de 1997. Igual que las pastillas anti-retrovirales de los 90, que rodaron por el suelo cuando el bailarín cae, no son los tratamientos con los que ahora el virus de la inmunodeficiencia humana es neutralizado para que no mate. En este sentido, Mikel recupera, en esa secuencia de movimientos, aquel dramatismo. Pero si entonces tenía una dimensión trágica, hoy su recepción, conservando el nivel icónico y simbólico, es una especie de apelación a la memoria histórica sobre el VIH, presente en la voz en off que escuchamos en esta pieza. No obstante, esa misma secuencia, igual que los momentos de cuerpos yacientes, sigue teniendo un eco a día de hoy, en el que otro virus amenaza las relaciones humanas y siega vidas.
Pero el cuerpo de Mikel, su mirada, su forma de moverse, tocando los 50 años de edad, me parece que ya no es tanto la expresión y la tensión de la radicalidad trágica, sino la de la comprensión y comunión con el devenir. Este cuerpo y este movimiento, esta manera de mirar, no son las del chico de veinte años, ni están en la onda de aquella extrema tensión que podemos encontrar, por ejemplo, en las bailarinas y bailarines de Mount Olympus de Jan Fabre o de What the Body Does Not Remember de Win Vandekeybus, porque aquí, en Sin título 97/17, el cuerpo sí que recuerda y, porque aquí, hay más afecto que efectos.
Es típico de la juventud, sobre todo en las artes escénicas, buscar la producción de efectos espectaculares, o el más difícil todavía. Es como si en la juventud tuviésemos que demostrar lo que valemos. Quizás porque nuestras dudas son básicas y porque no acabamos de aceptarlas y, por eso, pasamos la juventud en una especie de lucha por demostrar lo que queremos ser y lo que podemos hacer. Sin embargo, el tiempo y la vida pasan y, como dice el refrán: “el tiempo hace maestras/os” o “sabe más el diablo por viejo que por diablo”. Con el tiempo y con la experiencia acumulada de la vida, las personas reflexivas, en un ejercicio de con(s)ciencia, acabamos por aceptar la incerteza y la duda y abandonamos progresivamente esa necesidad de demostrar las cosas. Los efectos espectaculares, la máxima fuerza, la montaña rusa, ceden a los afectos, a la amplificación de la escucha y de la contemplación, al sosiego, a la aceptación del peso y de la atracción que la tierra ejerce. Esto todo es lo que yo observo en el cuerpo y en la forma de moverse, de estar, de mirar, de Mikel Aristegui, en este momento en el que vuelve a bailar Sin título 97/17.
Si, además, pudiésemos ver fotos o algún fragmento de vídeo de la pieza en 1997, cuando la creó junto a Marcela San Pedro, recreada ahora junto a Masako Hattori y con la visión dramatúrgica de la actriz Noelia Toledano, seguramente, pese a tratarse de documentos sobre un espectáculo y no del espectáculo en si mismo, podríamos apreciar estas distancias que yo intuyo aquí, pero también otras proximidades.
La solidaridad y la necesidad del abrazo, como uno de los motores que genera la coreografía, es algo que permanece y que se liga con el subtítulo de esta pieza, nombrada Sin título 97/17: Una declaración de amor. Es bien curioso, toma como nombre una ausencia, la ausencia de título como metáfora, quizás, de otras ausencias, y unos números que corresponden a fechas, a momentos en la convención del tiempo: 97/17. Toma como nombre una ausencia y un momento. El tiempo forma parte de ese nombre. Sin embargo, el subtítulo sí que se atreve a confesar, a declarar algo: Una declaración de amor. No de balde, el abrazo y el contacto parecen ser el leitmotiv de una coreografía que, en el 20 y el 21, nos recuerdan aquel tiempo en que podíamos abrazarnos con quien quisiésemos.
P.S. – Artículos relacionados:
“Danza contemporánea y rural. Mikel Aristegui Sin Título”, publicado el 13 de diciembre de 2020.
“HerDanza”, publicado el 7 de septiembre de 2020.