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Revoluciones, relatos y espectáculos

El ser es un relato. ¿Quién eres? Espera, que te lo cuento. Y en el cuento se construye lo que soy. También en lo que tú y tú y tú, vosotros, imagináis y pensáis sobre mí y viceversa. Evidentemente, esto es un reduccionismo. Cualquier explicación, definición o relato es un reduccionismo de lo vivo. ¿Y el arte? ¿O más concretamente las artes vivas?

 

Un día le pregunté a uno de mis maestros, el poeta catalán Lluís Solà, en una de sus clases de literatura dramática en el Institut del Teatre, por qué la revista de poesía que dirigía se titulaba reduccions (así, en minúsculas), revista de la que, por cierto, yo era fan, y su respuesta me dejó perplejo y pensando hasta hoy. Su respuesta fue que el arte siempre es una reducción de la realidad. Bueno, no recuerdo ahora exactamente si dijo “realidad” o “vida”, creo que “realidad”.

También el profesor de antropología, Jaume Mascaró, apoyándose en diferentes filósofos, nos hablaba del ser como un conjunto de máscaras o relatos. La cuestión que se nos ocurría es qué pasaría si fuésemos quitando esas máscaras. ¿Quedaría algo debajo?

La semana pasada, el sábado 30 de enero, Javier del Pino entrevistaba, en la Cadena Ser, a Barack Obama, a raíz de su último libro, Una tierra prometida, y, al margen de relatos, el ex presidente norteamericano y premio Nobel de la Paz, aludía a la experiencia, pero también al arte, en este caso a los libros y a la literatura para producir cambios en las personas y en la sociedad. Del Pino sacaba a colación uno de los pasajes “más conmovedores” de Una tierra prometida, cuando Obama recuerda (relata) a su madre en las últimas semanas de vida, a punto de morir de cáncer, preocupada por saber si podría o no pagar las facturas médicas. Mucho tiempo después, desde la presidencia, Obama emprendía una reforma para evitar sufrimientos como los de su madre. Javier del Pino, el entrevistador, se preguntaba si el talante de un político estaba marcado por sus experiencias vitales más que por su ambición y Obama le respondía: “Todos estamos marcados por lo que ocurre en nuestras infancias y en nuestras vidas. […] Ese es el poder de los libros y de la literatura, que amplían nuestra capacidad para sentir compasión y conexión con otras personas».

En la Poética, el primer tratado de dramaturgia occidental, Aristóteles también describía la función catártica de la tragedia en su capacidad para suscitar la compasión y la identificación a través de la acción.

Es cierto que la experiencia, nuestras vivencias, en muchos casos se resisten a su traducción o expresión verbal. Es cierto que las experiencias, muchas veces, resultan inenarrables, non conseguimos reducirlas al relato. Es cierto aquel refrán popular según el cual “la experiencia hace maestros/as”. Es cierto que las experiencias vitales nos aprenden y nos pueden hacer cambiar. Pero también es cierto que los textos y los relatos, también el teatro dramático que representa historias y personajes, puede constituir una experiencia que encienda la espita de un cambio, de una pequeña revolución.

Hay textos, como el que compartí la semana pasada, en el artículo publicado aquí el 30 de enero, de El Conde de Torrefiel, que tienen la capacidad de movernos y provocarnos, de hacernos pensar. Textos que, quizás por su radical necesidad, se convierten en revulsivos capaces de encender la espita de una revolución. Quizás no se trate de una revolución en el sentido histórico de las “grandes revoluciones”, esas que se escriben con letra mayúscula y merecen un capítulo en los libros de historia, como la Revolución Francesa, la Revolución Industrial o la Revolução dos Cravos. Tampoco sé si los revolucionarios eran unos grandes productores de textos o unos grandes artistas. Si sé que los discursos de Fidel Castro duraban horas y horas. Pero ¿es necesario ser un político, una empresaria, un militar, un científico, una dramaturga… para impulsar una revolución? ¿La revolución se hace o se escribe? Escribir también es hacer. ¡Demasiadas cuestiones y de demasiado alcance para mí!

Arte y revolución. El Conde de Torrefiel” es el artículo de la semana pasada al que me refiero. En las redes sociales, una de mis dramaturgas preferidas, AveLina Pérez, me contestaba, respecto a la idea de un teatro emancipado del orden narratológico y sus jerarquías. Escribía AveLina que en esas formas que yo proponía, en el artículo, como modelo de autonomía e independencia, solía mandar el cliché y, “en muchísimos casos, lo supuestamente ‘subversivo’ (fragmentario, corporal, blablablá) le está haciendo el juego al mercado de manera descarada y a la ideología dominante ni te cuento, por mucho que sea aparentemente progresista y rupturista […]”. Sí. Estoy de acuerdo con estas afirmaciones de AveLina Pérez. Del mismo modo que no creo, para nada, que existan paradigmas ni modelos de composición artística. O sí, sí que existen modelos y paradigmas, pero están ahí para aprender y para subvertirlos o, en todo caso para desaprenderlos.

Hace años escribí un artículo en contra del concepto “creación” u “originalidad”, que resultó polémico para algunos colegas que se manifestaron en contra. Con lo relativo que es todo esto, ahora me atrevería a afirmar que la creación es necesaria. Pero aquí creación podría ser sinónimo de investigación, de búsqueda, para no quedarse en la pose o en el ejercicio de estilo. La necesidad, como impulso creativo, también es importante. Una cosa es la necesidad y otra el utilitarismo de los discursos artísticos.

Es evidente, en las escénicas, que tanto la textualidad dramática como la postdramática (porque la dramaturgia postdramática también juega con textos), así como los espectáculos postdramáticos e incluso el denominado teatro postespectacular, pueden caer en los clichés y en la complicidad con las ideologías imperantes. Por tanto, salir del orden narratológico no es garantía de nada.

Veo muchos espectáculos de danza y de teatro postdramático que se quedan en la pose, en unos casos; que son pretenciosos, en otros; que denuncian lo que ellos mismos practican, pero no se dan cuenta porque están plenamente convencidos de lo que hacen (no tienen dudas); otros que son un ejercicio de corta y pega realizado con alegría y diversión, que le dan al público lo que quiere, según la moda; otros que parecen ejercicios de clase de expresión corporal adobados de buenas intenciones; etc. etc. De todos estos nunca escribo, porque no me considero un crítico profesional (no cobro), ni estoy aquí para dar clases de nada. Doy clases de dramaturgia en la ESAD de Galicia, no en estos artículos, aunque a veces pueda parecerlo. Solo escribo (reflexiono y analizo) sobre espectáculos que me interesan por diferentes aspectos. Esa es la razón por la que, quizás, puede parecer que siempre “defiendo” en mis artículos el teatro y la danza contemporáneos y las dramaturgias postdramáticas. Pero si, en realidad, escribiese sobre todo lo que veo y todo lo que pienso, entonces la cosa cambiaría, claro.

 P.S. – Artículos relacionados:

 “Arte y revolución. El Conde de Torrefiel”, publicado el 30 de enero de 2021.

 “Dramaturgia versus creacionismo”, publicado el 22 de marzo de 2013.


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