Y no es coña

Lo de siempre y un poco más

Los informes de las instituciones culturales, concretamente las dedicadas a las artes escénicas, llevan muchos años que se circunscriben de una manera obsesiva y hasta sospechosa, a la cantidad. Miden el valor de sus acciones, programaciones, producciones, actividades de exhibición por el número de entradas vendidas, los porcentajes de ocupación y hasta de las cifras globales dedicadas a estos menesteres en los presupuestos, ya sean generales, autonómicos o locales. 

 

Esta costumbre, forma de comunicación, instalada de una manera absolutamente única, adolece de una falta de valoración cualitativa. Y esa valoración cualitativa inexistente, probablemente es el fruto de una falta de criterios estrictamente culturales de los responsables en todos los niveles de la gestión, tanto en lo político, como en lo funcionarial. Y esta falta de estos criterios cualitativos responde a una ausencia de políticas culturales realizadas a partir de un visión global de lo que significa la cultura, las artes escénicas dentro de una sociedad en evolución que debería responder a unos criterios democráticos de igualdad en el acceso a la misma, pero a su vez, que vaya buscando una mayor sensibilidad en una inmensa mayoría de la ciudadanía respecto a los valores de la cultura y del arte.

Si en la educación primaria se van quitando los valores culturales más allá de la memorización, la lectura de unas obras de la literatura, sin otra implicación que su contextualización histórica, sin acercar a su uso directo, es decir, a la música tocando instrumentos en las aulas, a la danza bailando, a las artes plásticas pintando o haciendo esculturas y al teatro actuando, haciendo, además de conociendo los nombres relevantes, esas personas llegarán a otras instancias educacionales en donde se diluirá y se convertirá en un consumidor, no en un ciudadano al que en su lugar de residencia le propongan actos, exposiciones, actividades culturales de primer rango y que sepa distinguir lo que, además de ser de su gusto, sea de mayor calidad.

En la cadena de mando de todo el sistema de producción y exhibición de las artes escénicas, es difícil encontrar criterios previos y análisis posteriores, que indiquen algo que se refiera intrínsecamente a la calidad de lo producido o programado. Es posible que, en algún momento, algo parecido a lo que es pensar sobre el valor artístico, de nuevos lenguajes, de avance en la disciplina que sea, pueda entrar en algún momento de todo el proceso, de manera leve y coyuntural, pero no parece que sea un elemento fundamental. Esto se puede decir con la simple mirada a lo ofrecido, a lo producido y programado, como al lenguaje puramente cuantitativo utilizado para la presentación y posteriormente para su valoración y resumen final. 

Esta tendencia a las cantidades ha sido amablemente aceptada por la prensa, incluso, la especializada, ya que todas las fuentes en todos los puntos cardinales emiten los mismos mensajes sin casi matices. Me acaba de llegar un pequeño vídeo de una sesión de control a un responsable de un espacio teatral en una ciudad española, en la que a la pregunta de “¿me gustaría saber qué criterios artísticos, esas líneas que maneja para elegir y programar?”, tras un carraspeo prolongado, la respuesta es “pues los criterios… pues… ¿qué quieres que te diga? Me encomiendo a la inspiración y procuro acertar; y procuro acertar”.

Respuestas de esta índole abundan. Las artes escénicas forman parte del ocio, del entretenimiento, de las actividades que tienen más valor social que cultural, y para ello se recurre con una frecuencia abusiva a repartos de famosos televisivos, a espectáculos que buscan la evasión, que convoquen a públicos, es decir a entes que se identifican por una tarjeta de crédito a la hora de comprar, que no participan en la elección de esas programaciones pero que responden de una manera bastante cohesionada a los estímulos que los teatros de titularidad pública han ido manteniendo para crear esa respuesta en bloque de unas generaciones y hasta de unos segmentos sociales de una capacidad económica concreta.

Las programaciones deben conseguir unas ocupaciones altas, para que se puedan exhibir como éxitos de la gestión. Nunca se valora la cantidad, con una adenda sobre la calidad que complemente esa información. Además de que en estos momentos introducir criterios y fundamentos artísticos, socioculturales o técnicos, sería una revolución, porque si no se ha programado con estos criterios, ¿cómo se va a analizar los resultados de otra manera? Y después viene esa objeción torticera de quienes preguntan «¿qué es la calidad?». Y añaden, «¿y quién es capaz de valorar la calidad?». Y Ahí acabamos la conversación.

Sin demagogias, sin intentar sentar cátedra, simplemente lanzando una propuesta para el debate, los criterios previos, la valoración cualitativa de la cultura, y concretamente de las artes escénicas, que se ofrecen a la ciudadanía, debería ser algo que entrara en el cóctel de selección de obras subvencionables, de producciones propias de las unidades institucionales, de las programaciones y los festivales. Y no hace falta compararse en dos años con Portugal o Alemania, no, poco a poco, pensando, teniendo reuniones en dónde además de cómo captar públicos, los responsables de los espacios, reciban talleres sobre estas cuestiones, de lo que es una tendencia estética, de las novedades que se producen en otras latitudes, de lo que es conveniente en cada temporada propiciar en cuanto a los contenidos, pero también sobre las formas en las que esos contenidos son expresados. No cuesta tanto. Hay que tener la voluntad política de hacerlo. O el interés de los profesionales por ampliar su mirada a la hora de programar, más allá de su intuición y de la hoja de Excel del presupuesto. 

Además, es muy fácil de comprender: hay teatros públicos en los que además de otros muchos criterios, se añaden los que arriba se reclaman. Y son los teatros con mejor programación y más diversa y tienen respuesta de diferentes sectores sociales de su ciudad, no solamente de los que se han alimentado y acostumbrado durante décadas a las producciones del oligopolio.


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