Jan Martens con GRIP y Dance On Ensemble
Lo que la danza puede hacer, solo ella y las personas que bailan y las que participamos de ello, contemplando y vibrando, lo podemos saber. La cuestión que me planteo: ¿es posible transmitir esos saberes, fuera de la experiencia que los alumbra?
Acontece con la danza que nos toca, nos asombra y nos hace pensar.
Acontece con el sentimiento de enraizamiento a un paisaje o con la emoción que nos puede suscitar una lengua, sobre todo cuando es minusvalorada, marginada o reprimida, como es el caso de mi lengua materna (el gallego).
Se trata de saberes difícilmente transmisibles a otra persona que no los haya experimentado o vivenciado.
El saber que nos proporciona la danza, desde los cuerpos, no solo está en la emoción cinética (movimiento) y estética (arte), sino también en el afecto, en cómo nos afecta lo que acontece en ese encuentro rítmico en el que entramos.
El Teatro Municipal do Porto, en el Rivoli, nos ofreció, el sábado 18 de septiembre de 2021, Any Attempt Will End in Crushed Bodies and Shattered Bones de los belgas GRIP & Dance On Ensemble, con coreografía de Jan Martens. Una producción que se estrenó, con éxito de crítica y público, en el pasado Festival d’Avignon y que ha entrado en la península ibérica por Porto (Portugal), su estreno en el Estado español será en el Mercat de les Flors de Barcelona el 19 de marzo de 2022.
Any Attempt Will End in Crushed Bodies and Shattered Bones es como una insurrección danzada por 17 intérpretes, de edades, procedencias, fisonomías y singularidades muy diversas, bailarinas y bailarines desde 16 a 69 años. Un colectivo amplio en el que, no obstante, se preserva la singularidad de cada bailarina y de cada bailarín, con sus frases coreográficas propias, como una caracterización dancística. Y todo ello absorbido por el bucle de ciclos y repeticiones, en diferentes configuraciones grupales, que, sin embargo, nunca deja de sorprendernos.
Una experiencia en la cual la danza contemporánea parece animada por un espíritu insobornable de rebelión. Una experiencia que nos emociona, nos asombra y nos hace saber algo difícilmente transmisible sin participar de la misma.
En el escenario desnudo, con un enorme ciclorama de fondo, entra un joven que se sitúa en el centro. Suena el frenesí del Concierto para clave y orquesta de cuerda, Opus 40, de Henryk Górecki. El bailarín parece un guerrero que acciona los brazos con impetuosidad tajante, entre la lucha de las artes marciales y un joven dios que mueve las aguas de los océanos con sus brazos.
El joven sale corriendo y entra un dúo formado por una mujer blanca mayor y una joven negra, que danzan a diferentes velocidades. La primera con movimientos elegantes y balléticos, sin casi desplazarse del sitio. La segunda merodeando y con movimientos más ondulantes y complejos.
En la secuencia siguiente aumenta el número, cuatro bailarinas y un bailarín, de diferentes edades y fisonomías. Entre los pasos llama nuestra atención un unísono contundente de puñetazos al aire.
A continuación, salen el grupo anterior y entra uno nuevo, igual de diverso, formado por tres chicos y dos chicas. El movimiento parece más robótico o geométrico. Por veces aparecen reflejos de pasos de ballet, pero estos surgen como liberados de si mismos.
La secuencia que sigue arranca con un bailarín solo caminando en círculo, en silencio. La interrupción del frenético concierto de Górecki nos saca de su bucle abismal, para lanzarnos al vacío del aparente silencio que, por contraste, genera un estado de atención muy diferente.
Poco a poco, entran otras bailarinas y bailarines que se van uniendo al primero en esa circulación circular. Una joven sitúa un micrófono hacia el centro y nos dice un fragmento de Spring de Ali Smith. “Ahora no queremos Hechos. Lo que queremos es perplejidad. Lo que queremos es repetición. Lo que queremos es repetición. Lo que queremos es personas en el poder diciendo que la verdad no corresponde a la verdad. […]”. Un texto irónico con lances violentos, que denuncia la polarización de las tendencias ideológicas, los discursos de odio, proferidos incluso en las instituciones democráticas.
En el escenario dos grupos humanos enfrentados desfilan trasvasando gente al cruzarse. Grupos que se subdividen en otros de diferente número y que se abren, también, en diferentes direcciones. Como una especie de enjambre humano que, de manera continua y fluida, adopta diferentes combinaciones y estructuras de caminata.
Sin música, en silencio, la música es la de los pasos y la de la imagen visual de esos conjuntos que se hacen y se deshacen para dar lugar a otras formaciones, de una manera incesante. Parecen obedecer a una fuerza innata, a un algoritmo irreprimible. Su progresión misteriosa e ininterrumpida nos produce un colocón.
Entra el recitativo pop People’s Faces de Kae Tempest y Dan Carey. La voz emocionada de Kae sobre el piano, pidiendo más empatía, menos codicia y más respeto, en un mundo que se desmorona y donde se nos aboca a una lucha dolorosa y extenuante.
La caminata abre y cierra, expande y concentra, el círculo. Las trayectorias podrían acercarse o componer una banda de Moebius, una sola cara y un solo borde, por tanto, no hay un interior y un exterior. El símbolo internacional del reciclaje es una banda de Moebius y el logotipo de partidos humanistas, que rechazan la violencia, también es una banda de Moebius. Y algo hay de todo esto desprendiéndose de Any Attempt Will End in Crushed Bodies and Shattered Bones. Un tránsito humano que evoluciona en diferentes direcciones y configuraciones bajo un mismo pulso.
Vuelve la música frenética de Górecki, consumando la repetición y la circularidad dramatúrgica. Cada integrante del elenco sale corriendo y hace su movimiento. Uno de los bailarines realiza una especie de pantomima, con gestos danzados, como si se frotase los ojos, agitando el cuerpo y desplazándose con los brazos y las manos estiradas como ciego. No hay, sin embargo, fingimiento o interpretación actoral, sino una fisicalidad real en la ejecución, que anula la convención ficcional típica de lo teatral. Nada en esta pieza juega al teatro convencional, pese a ser danza contemporánea con una dimensión de danza-teatro.
Por ejemplo, los diferentes dúos, como el de la joven alta y la joven baja, con un movimiento en las manos como si fuesen un pájaro o un corazón palpitante que se le escapa. Reconocemos movimientos que ya habían aparecido en la coreografía, como el palmear el aire en una práctica de boxeo sin contacto. Momentos de unísono coreográfico con manos delante de los ojos abriéndose y cerrándose, brazos que se recogen apretando los puños, tronco que se abre y recoge en convulsión. Multiplicación y amplificación del movimiento en el unísono, desde la diversidad que integra el elenco.
Escenas de cariz político en la acción, como cuando toda la fila nos da la espalda y en el ciclorama van apareciendo consignas a las que reaccionan. Por ejemplo, quién nació en el siglo XXI y, entonces, se giran hacia nosotras/os unas cuantas bailarinas jóvenes. Quiénes son atraídos sexualmente por hombres, y entonces se gira todo el elenco, como una respuesta unánime, quizás, contra la ola homofóbica que continúa avanzando en nuestras sociedades presuntamente civilizadas, o quizás como guiño de empatía y solidaridad: si tú sí, yo también. Ante la consigna que dice “No me tengo que preocupar por el dinero”, bastantes bailarinas y bailarines reaccionan tumbándose boca abajo. Igual que con la consigna “Vivo en un país en el que no he nacido”, en alusión a la emigración.
Acaban todas/os boca abajo en el suelo. Y de ahí pasan a una posición durmiente, algunos se quitan la parte de arriba del vestuario y algunos apoyan sus cabezas en el cuerpo de otros colegas.
El vestuario de Cédric Charlier es muy curioso, sin resultar estrambótico, es extraño, como piezas de ropa con alguna parte anómala. Pantalones, camisas, vestidos reconocibles como tales, pero con alguna asimetría o alguna parte aparentemente innecesaria o que debería encajar en algún lado en el que no acaba de encajar. Todo en un gris eléctrico.
Es precisamente el vestuario el que marcará, de una manera más ostensible, la transición hacia las secuencias finales.
El propio elenco sale del escenario y vuelve a entrar con burras cargadas de ropa, más exuberante o con más tela que el vestuario de toda la primera parte. Se quitan la ropa y se ponen otra delante del público, bajo una luz que ofrece una imagen grisácea y unificadora de la escena. Este momento de ruptura o transición, en el fondo, no es tal ruptura, porque descubrimos que el estar en escena es igual de concentrado y real como cuando hay danza.
La iluminación de Jan Fedinger, que llenaba de luz todo el espacio en la primera parte, vuelve a su intensidad obrando una especie de milagro visual, un clímax cromático, porque, de repente, descubrimos que el nuevo vestuario, con un corte más festivo y teatral, es de un rojo pasión exultante. Reaparecen movimientos que ya habíamos visto, pero bajo ese redoble plástico y visual que adquiere el grupo con esos vestidos de corte asimétrico, que pueden evocarnos trajes de ballet, de circo, de flamenco o de fiesta. Y un crescendo final se suma a toda la emoción que hemos ido acumulando, con los ojos como platos, durante toda la pieza.
Any Attempt Will End in Crushed Bodies and Shattered Bones es tan humano como increíble. Danza de alta intensidad, diversidad y unidad.