Misión posible y asunción de lo invisible
Por si alguien no lo sabía: mi misión en la Tierra es la de acudir cada día a una sala, teatro, auditorio, plaza o comedor familiar para ver una obra de teatro, danza, performance o asimilados, por lo menos. Es una misión posible cuando estoy en mi lugar de residencia habitual, Madrid, que puedo mantener cuando viajo a diversas ciudades de la península ibérica o América a festivales, muestras o ferias, por lo que mi diario está repleto de notas, alertas, recuerdos y tachones y vacíos desde hace muchos años. Hubo una vez que quise dejar constancia de todo lo que veía y me causaba un estrés excesivo, eran demasiadas horas dedicadas a un acto forense para el que no había sido convocado.
Por lo tanto, la misión principal encargada en mi Planeta de origen es posible, lo logro con asiduidad y hasta necesito hacer algunas huelgas sobrevenidas y decir algunos días con énfasis reivindicativa: “hoy no voy al teatro”. Y entro en un estado bastante indescifrable, porque me libero un rato, pero a la vez tengo una mala conciencia que me genera desacuerdos íntimos. Lo que sucede cuando estoy en una ciudad como Madrid, Buenos Aires, Bogotá, por poner tres ejemplos donde he tenido la oportunidad de ejercer de extraterrestre teatrista, es que es difícil la selección de las obras, los teatros o salas a los que acudes, porque en esa decisión empieza a determinarse el propio discurso. Estas semanas, en Madrid se está celebrando el Festival de Otoño y por razones que no le importa a nadie, pero que se pueden intuir a poco que se conozca el percal, no he visto ninguno de los espectáculos programados, muchos de los cuales forman parte del discurso estético hegemónico europeo actual, son los lugares comunes de la modernidad de hace quince o veinte años. La crítica no se cansa de proclamar bondades infinitas y tópicos encadenados.
Y sin embargo yo he ido al teatro cada día, he asistido a estrenos, he visto propuestas escénicas novedosas en salas pequeñas, propuestas inflamadas en teatros institucionales, teatro convencional de buenísima factura en teatros comerciales. Esta es una realidad incuestionable que pone en evidencia la convivencia de ofertas diferentes para espectadores diversos. Esto es lo que a algunos nos impele a decir en todos los foros que no se hable nunca más de público sino de públicos. Recorrer ciertas salas de esas que se llamaron alternativas y que hoy, algunas de ellas, son referencias de otra posibilidad, aunque siempre con esa agonía económica que por la política de precios y por sus aforos, la supervivencia de las compañías programadas se hace difícil. Pero esto, quizás, sea harina de otro costal.
Acudo entusiasmado a esas salas, algunas de largo recorrido, otras de reciente creación y es donde encuentro detalles para pensar en la resurrección de los públicos que exijan otras maneras de entender el hecho escénico. Algunas de ellas llevan una temporada con aciertos programáticos significativos. De estar casi siempre en una minoría reforzada, a estar ahora mismo con aforos completos. La relación entre lo programado y la cantidad de público debe ser considerado como una ecuación a tener en cuenta. Me gusta cuando se programan casi fuera del programa alguna actuación excepcional, como la que vi ha una semana en la Sala 9 Norte, que aquello parecía suceder en Buenos Aires por la cantidad de figuras de la escena porteña que estaban de público.
Hay una oferta casi invisible que sirve de semillero de aspirantes, pero que también es uno de los jardines donde encontrar alguna flor salvaje no catalogada. Por edad y condición extraterrestre puedo decir que para que ahora los adanes de la programación de franquicia y catálogo de ventas puedan decir decenas de tópicos encadenados, otros han tenido que ser los que, en salas periféricas, en teatros de provincias, en festivales remotos vean, comenten, propicien a las actuales estrellas. Por eso, mi misión imposible es seguir viendo todo aquello que apunta maneras de algo nuevo, o novedoso, o que genera expectativas. Y lo que más me gusta es poder certificar que existen, en muchas ocasiones con ingenuidades a borbotones, pero con una dignidad remarcable, por lo que solamente necesitan que se acaben con los adocenados sistemas de programación, que las generaciones nuevas de gestores culturales no se olviden del pasado, pero que miren también al futuro inmediato. Amo hasta lo imposible a unas cuantas personas que dirigen festivales, muestras, teatros a los que puedo dirigirme al salir de un espectáculo diciéndoles que he visto algo que deben seguir por si les interesa para sus públicos. Y cuando veo en sus programaciones esas obras me siento feliz.