¿Contrapunto o melodía?
El músico más grande de todos los tiempos es Juan Sebastián Bach. Es una opinión subjetiva, pero si se documenta, verá que la mayoría de los profesionales de la música piensan igual. El contrapunto, que dominaba como nadie, es el arte de composición que analiza la relación entre distintas voces para obtener un equilibrio armónico. Por otro lado, la melodía que podrá definirse de distintas maneras no deja de ser eso que nos hace vibrar, y de eso Bach sabía mucho. Bien, ¿y qué tiene que ver esto con el teatro? Pues en mi cabeza es una imagen especular de lo que, bajo mi punto de vista, hace de un autor teatral convencional uno sobresaliente. Un autor que tiene contrapunto y melodía es uno que define personajes y sus relaciones y además sabe sumergirlos en el desarrollo espacio temporal de la obra. Esta combinación es difícil de conseguir.
Desde las neurociencias aplicadas al teatro, hay justificación para abordar este binomio escritura escénica/contrapunto y escritura de personaje/melodía. Un autor que sabe desarrollar una trama puede conquistar la atención del público tanto como el que sabe dar profundidad a sus personajes, pero ¿cuántos dominan ambos ejes? Según los expertos en neurociencia, las neuronas de una persona (y por supuesto las de un espectador inmerso en una obra teatral) trabajan para crear lo que llamamos experiencia consciente. Hay quien la llama consciencia, concepto fácilmente confundido con inteligencia pues aquella tiene que ver precisamente con la experiencia que se nos hace vivir en el patio de butacas y esta con la comprensión de lo vivido, siempre interesante pero no fundamental.
Habría así dos variables para procesar el trabajo que se nos propone desde el escenario. En primer lugar, las experiencias que nos hacen vivir a partir del mundo conocido que nos rodea y nos permite vivir la historia que nos cuentan como una película interior, de esta manera entendemos el argumento. Por otro lado, tendríamos la capacidad de sentirnos o no parte de esa película. Conseguir esto no es tan fácil y tiene que ver con la capacidad de entender la profundidad del personaje. El cerebro del espectador está en un estado de prognosis constante de lo que se le está mostrando, estamos programados para ser así, y lo curioso del caso es que lo que anticipamos y corresponde a lo que pensamos que va a suceder, no se genera de las señales que recibimos desde el escenario, sino que está gobernado por las experiencias previas que hemos tenido en la vida y está guardado en algún lugar del cerebro. De esta manera, el autor tiene que saber hilvanar el desarrollo de las acciones con el de los personajes de tal manera que la mayoría de los espectadores tengan experiencias conscientes subjetivas. Por eso es tan difícil ser un buen autor, uno que escriba textos que signifiquen a todos de manera distinta sin tener control sobre los condicionantes subjetivos finales.
Vivir una experiencia de este tipo y hacerlo en grupo, es equivalente a alucinar, porque sabemos sin ver y entendemos sin que se nos explique; viajamos con los personajes. Los neurocientíficos determinan que los humanos fabricamos nuestra realidad a partir de estas alucinaciones, y, por tanto, dejamos que el autor forme parte de este viaje tan personal. Eso no todos lo consiguen. En la vida real los humanos hemos ido moldeando nuestras experiencias del mundo y de nosotros mismos y las llamamos alucinaciones controladas, unas que nos mantienen vivos ante los peligros. En el teatro igual, pero el autor sabrá alejarnos de esa zona de confort para llevarnos de viaje y, además de mantenernos vivos, transformarnos. Bach lo hizo. Shakespeare lo hizo. Lorca lo hizo. Para mí, Pinter lo hizo… ¿alguna sugerencia?