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Baro d’evel en la ‘Falaise’ de las maravillas

Siempre pensamos que existen muchos colores más allá del blanco y el negro. Y utilizamos estos dos últimos como metáfora de polarizaciones y radicalismos indeseables. Los tiempos son complicados y, a veces, parece que vienen acompañados por pensamientos simples. Efectivamente, entre el blanco y el negro, hay una amplia gama de colores. La economía, como sinónimo de ahorrar esfuerzos para obtener el máximo rendimiento, en el fondo, no acaba de ser rentable en el campo del pensamiento, de la reflexión y de las artes. Lo complejo nos abre caminos y nos ayuda a ver. La máxima complejidad, el máximo esfuerzo (entendido como entrega energética) para el mínimo resultado, para dar un paso, para cualquier pequeño gesto, en el escenario, activa, desde la sencillez, el magnetismo y la magia.
Entre el blanco y el negro Baro d’evel, en ‘Falaise’, mete el juego teatral para descubrirnos una gama inaudita de matices.
Falaise fue uno de los éxitos del pasado 39 Festival de Almada. Pude verlo el 16 de julio de 2022 en el Centro Cultural de Belem, CCB, de Lisboa.
La máxima complejidad condensada en un espectáculo que es grandioso y, al mismo tiempo, de una escala tan humana, que incluye lo animal. Son los propios animales quien nos dan esa escala, en su presentismo, en su estar sin imposturas, en el colmo de la autenticidad. Un caballo blanco, palomas y ocho humanos comparten escenario y en su hacer, que transciende lo virtuoso, escriben poemas visuales y sonoros, de belleza perturbadora.
Descubrimos que no hay aquí una utilización de los animales por los humanos. No se trata de un circo de animales, amaestrados para entretenernos haciendo algo que nunca harían de no ser por el látigo o las horas de sumisión. En ‘Falaise’ las palomas comen sus granitos, escondidos en las manos o en los pies de algunas de las personas del elenco, revolotean y se posan sin temor, nos sobrevuelan y están a lo que están. El caballo está tranquilo y se entretiene con el juego que le proponen. Nada es forzado, todo es disfrutado, con gracia, con humor, y con total entrega. Y eso se siente y se agradece siempre.
Entre el blanco y el negro de la escenografía, vestuario y atrezo y entre lo animal y lo humano, descubrimos superposiciones y todo un abanico de posibilidades. La inteligencia de la ingenuidad se une a la fluidez de la mezcla de modalidades escénicas: danza, teatro físico, circo…
Un espectáculo que puede recordarnos, en según qué aspectos, a otras obras, como, por ejemplo, en lo plástico y en la interacción con la escenografía y su evolución a lo largo de la acción, trabajos de Dimitris Papaioannou, o Josef Nadj. En el ímpetu de momentos dancísticos al unísono, a alguna pieza de Wim Vandekeybus, etc. Sin embargo, esas hipotéticas similitudes no impiden, para nada, que surja una poética propia, llena de sorpresas. Los parecidos, de algunos momentos, a otras piezas, no hacen más que establecer una rica tensión, en algunas espectadoras y espectadores, que vamos a sumar ese otro nivel de actividad. Ecos que no obturan la emergencia de lo nuevo, porque no tienen nada que ver con un muestrario de préstamos, ni se reducen a la cita o a la copia.
Hay momentos increíbles, como el de la pareja que entra a escena con un caminar muy lento y un poco ortopédico, como una danza extraña, entre pequeños ruidos de algo que se desmorona. A medida que se van acercando, van pasando de su aspecto escultórico, de figuras vestidas con trajes de piedra, a seres humanos. Una metáfora perfecta de cómo, a veces, las estructuras culturales y socioeconómicas, etc., que nos envuelven, nos dificultan ser humanos. Esos trajes les restringen el movimiento libre y fluido, haciéndoles restar acartonados y hieráticos. Cuando se mueven e intentan tocarse y abrazarse, los trajes, como armaduras o el caparazón de un crustáceo, se van resquebrajando y cayendo al suelo. Así surge la humanidad en las hendiduras y el derrumbe, en el aspecto irregular e imperfecto.
Antes, ya habíamos asistido al desmoronamiento de fragmentos de los enormes muros que delimitan un lugar kafkiano, metáfora de un mundo lleno de cierres, barreras, murallas y fronteras. Da igual la época, los muros siempre están ahí.
Entre otras secuencias, de extrema belleza y emoción, está también el baile con las palomas del “clochard”, el vagabundo, el sin techo. La novia, o la mujer con el traje blanco de novia, que se descuelga por las paredes y realiza contorsiones aéreas, también acompañada por el vuelo de las palomas.
Imágenes imborrables de un espectáculo que nos dice muchas cosas sin apenas articular palabra.
La maravilla que se abre y nos interpela poéticamente entre el blanco y el negro, el equilibrio y el desequilibrio, lo construido y lo deconstruido, las penumbras y la luz, la tierra y el aire.


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